Salgo de ver Post Mortem, de Pablo Larraín, y entrevisto algunas personas -que resultan ser estudiantes de cine- respecto a qué les había parecido la película. Ellos me hablan de los tiempos largos, de las luces e iluminación, de lo bueno del arte, y un santiamén de cosas técnicas. Ninguno me habló respecto a primeras y segundas lecturas. A lo más, uno de ellos repitió lo que había dicho Bettati, director del Festival, al presentarla: “Esta película recreaba la atmósfera de la época”.
Post Mortem, es una película que se masca y que cuesta digerir, se sale con la sensación dura y áspera de la asfixia, del nudo en el pecho, por tanta muerte, por tanto horror, por tanto cuerpo apilado. En algún momento la náusea y el asco es inevitable.
Si bien es la historia de un amor desahuciado de seres alienados, sin más norte que la pulsión egoísta que los mantiene como polvo suspendido en el aire, Post Mortem nos confronta, realizando una autopsia al origen del Chile actual y lo hace, además, colocando el foco en esos uniformes de medallas y charreteras militares que rodea la autopsia de un Presidente. Alfredo Castro, en una interpretación donde se observa el nacimiento del alma psicopática de ese nuevo Chile a punta de metralletas y picanas, muestra en esa vida neutra y chata, en esa sonrisa, al ser nombrado funcionario, en esa mediocridad de ganarse la vida sin saber ni siquiera escribir a máquina, la miseria humana que posibilitó lo que pasó –eso innombrable porque cuesta darle un nombre- tras el golpe.
Más allá de la técnica, de la luz y el color, del arte que siempre están en función de la película, la historia de Larraín nos habla de un asesinato pasional que pasa sin huella entre tantos; como nada es irrepetible y se vive de una vez, la vida pierde su peso, su valor, su dignidad; a pesar de los gritos y la descompensación del personaje de Amparo Noguera y su lucha soterrada por mantener la vida y la cordura en una morgue repleta de cadáveres.
Muy pocos gestos de dignidad y valentía en una situación donde el que tiene la pistola en la mano tiene el poder. Es en ese momento, donde la mediocridad, la hipocresía de los funcionarios tapan la historia arrumbando muebles en el patio. Es ahí donde los hombres y mujeres quedan en ese estado de crisis permanente del que habla La Doctrina del Shock. Es ahí donde la frase del escudo nacional “por la razón o la fuerza” te queda clarita.
Por Mauricio Durán
Filmonauta, suplemento especial FicValdivia 2010
El Ciudadano N°90, primera quincena noviembre 2010