Estamos ahogados por palabras, imágenes,
sonidos que no tienen razón de ser,
que vienen del vacío y van al vacío.
A cualquier artista que se precie solo
habría que pedirle este acto de lealtad:
aprender a estar en silencio
(Federico Fellini, 8 ½).
La cueva de los sueños olvidados, de Werner Herzog, logra destilar la fuerza y el sentido en un ambicioso trabajo documental que transmite al espectador no solo el vértigo del tiempo, sino también la sensación de estar, por delegación, en un espacio frágil y sagrado: el lugar en el que hombre —o lo que acabaría siendo el hombre— descubrió la trascendencia y ejercitó, por vez primera, haya o no un dios, la espiritualidad.