Desde la audición a través de pequeñitos aparatos hasta la debacle de la industria discográfica en la actualidad son evidencias de que la tecnología y la manera de vivir el arte se cristalizan según los devaneos de nosotros como sujetos gregarios, sociales.
La historia de la industria discográfica en nuestro país es tan veleidosa como fascinante. Existen algunos estudios de calidad que han dado cuenta respecto a los primeros tiempos – y los primeros trabajos fonográficos- que vieron la luz dentro de la industria cultural nacional, por lo tanto, es un imperativo abordar esta historia pese a que sea un tema que cuenta con seguimientos e investigaciones.
Una recomendación infaltable para quienes gocen de la experiencia musical y especialmente de la historia que ella conlleva, cuentan con los dos volúmenes de la Historia Social de la Música Popular –de 1890 a 1950, y un segundo de 1950 a 1970- a cargo de los teóricos Juan Pablo González, Claudio Rolle y Oscar Ohlsen –este último sólo en la publicación más reciente-, quienes desarrollan una mirada interesante y acabada acerca del fenómeno de la música popular y de la industria fonográfica en un amplio periodo de tiempo.
Cuando los discos gateaban
Un primer antecedente que surge en la producción de discos durante la década de los ’60 -década de gran esplendor para los sellos-, se relaciona con la disminución de las presentaciones en vivo –específicamente, a los espacios de baile-, lo que se traduce en una jugada por parte de las casas fonográficas quienes empiezan a desarrollar repertorios en discos para ser disfrutados en la comodidad de la escucha individual.
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Juan Pablo González, afirma en su investigación que “cuando la música grabada comenzó a sustituir la música en vivo en el espacio de baile, los sellos discográficos comenzaron a editar LP’s con selecciones bailables que intentaron recrear las formas de animación de las fiestas de casa. Un LP editado por Odeon a mediados de 1966, por ejemplo, Te necesito para bailar, a cargo del grupo juvenil Los Átomos, incluye una selección de cumbias, boleros, shakes, tangos, baladas y corridos”.
Ya con esa cita nos podemos dar cuenta de que los flujos y transformaciones en la dimensión que une el quehacer musical con el mercado empiezan a cambiar hace más de 50 años. Condensar en un registro fonográfico, tratando de emular la variedad de ritmos y subgéneros que podrían interpretarse en una fiesta o una sala de baile, solo expresan una intención clara de comercializar y generar un producto que sea de consumo masivo y más aún, articulan un precedente de cómo se va a empezar a disponer del trabajo creativo musical de compositores e intérpretes.
La radio amiga
La radio, medio imprescindible de difusión y creación de gustos en los auditores, además de espacio de experimentación para nuevas formas de construcción de mercado musical –por ejemplo, en el uso de ciertas estéticas, nombres de artistas, repertorios, por nombrar algunos-, permitió ser el canal que mostraba las adaptaciones de las formas de producción de los grandes sellos a la realidad chilena de aquellos tiempos. Camilo Fernández, comentarista de discos, productor musical y responsable de la potencia que logró el movimiento de la Nueva Ola en Chile – a nivel discográfico, mediático, económico y estético-, tuvo la claridad de cifrar sus esfuerzos en un nuevo público, en un grupo etario marginado históricamente y que, en ese minuto, empezaba a convertirse en un activo fundamental dentro del panorama social. El periodista y músico Gonzalo Planet, señala al respecto del rol de Fernández en aquel momento que “efectivamente, el público objetivo del productor nunca había sido tomado en cuenta seriamente ni jamás le habían preguntado sobre sus preferencias. De ahí la inmediata identificación entre el artista y el público: ambos eran jóvenes y deliraban por una música que los diferenciaba severamente de sus padres. En el fondo, estaba naciendo un mercado dedicado única y exclusivamente a los adolescentes”.
Es acá, entonces, en donde podemos ubicar a los sellos y su gran responsabilidad acerca del gran consumo de las creaciones de música popular por un público ávido, cautivo y dispuesto a desembolsar en los trabajos discográficos de sus artistas favoritos. En entrevista con Planet, Camilo Fernández afirma que “cada disco que yo producía rara vez no superaba las cien mil copias”. En la actualidad, un rimbombante disco de oro en Chile -según cifras del 2012- se logra con apenas 5000 copias vendidas y uno de platino con 10000, por lo tanto, se entiende que la práctica de hacer un disco y todo lo que esto conlleva varían profundamente entre una década y otra.
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Ya desde este instante en la historia de la industria discográfica en Chile, se empieza a acuñar un doble sentir respecto al rol que juegan los sellos con una impronta comercial en nuestro país. Primero está el de posibilitador en un primer momento de la producción de discos y su posterior difusión radial –me refiero a la oportunidad de grabar, por ejemplo, a artistas pertenecientes a la Nueva Canción Chilena como Víctor Jara o Inti Illimani con su correspondiente difusión-; luego, y con una mirada desde el presente, la sensación en muchos artistas cuyas carreras musicales nacieron durante los ‘60, de que el negocio discográfico concebido bajo el alero de un sello tradicional –específicamente, bajo la mirada del productor Camilo Fernández-, no les reportaba las ganancias justas. Ejemplo de esto es que el 2005, artistas producidos por Fernández, como Patricio Manns e Isabel Parra, afirmaron a Radio Cooperativa que recibían ganancias de un 1% por concepto de placas vendidas durante la década de los ‘60, y que todavía se les adeudaban dineros por conceptos de derecho autoral. Frente a lo anterior, es clara esta dicotomía, esta sensación que permanece en el universo de creadores locales acerca del rol y el actuar en la historia de los sellos fonográficos tradicionales.
A pesar de los datos arrojados este escenario de producción musical local en el que vivimos y que se las ingenia para sobrevivir a los castigos a los que nos sigue sometiendo la torpe y alicaída industria trasnacional, es capaz de seguir ingeniándoselas, incluso, afirmándose con prácticas de difusión como la emprendida por Thom Yorke, líder de Radiohead, quien el año pasado apostó por poner su disco solista por la vía de intercambio de archivos Bittorrent, cobrando menos de tres lucas para acceder a su álbum «Tomorrow’s Modern Boxes».
Las preguntas siguen apareciendo para todos quienes viven en la dimensión creativa musical y para quienes consumen de ese trabajo. Lo que sí es un hecho y que ayuda a despejar aquellas interrogantes es saber cuáles fueron aquellas escenas musicales que nos precedieron hace tanto, tanto tiempo.
Por Carlos Montes
El ciudadano