La muerte de Patricio Aylwin en abril de este año, abrió y supo cerrar rápidamente lo que para la sociabilidad chilena aun se suele considerar “reflexión”: la inyección de frases hipnóticas directo al hipotálamo que alteren lo más posible la realidad. Y de verdad es lamentable que no se le haga justicia a Aylwin en lo que fue absolutamente magistral en toda su carrera política: un maquiavelismo que sabía derribar cualquier muro a través precisamente de un par de palabras mágicas, cuya conexión con principios de real fondo siempre quedaba harto dudosa, pero ah qué bien que funcionaban. Un cierto tono, una magia propiamente poética, les daban a la justicia, la reconciliación, la verdad, etc., inusitados pliegues, en la plena conciencia que los del oficio llamamos barroca -resumible en que la realidad-, esa chica bonita de la disco, no solo puede que no sea tan bonita bajo el maquillaje, o que no sea chica en absoluto: es que la intoxicación del aire hace que ni siquiera estemos seguros de que ella esté en la disco, o que nosotros mismos no estemos soñando entre cuatro paredes que estamos en esa discoteca.
Esto no es fácil de hacer y requiere una delicada goma para el prensado de términos que ya están tan secos que saldrían disparados uno del otro, si es que se dijeran en conciencia. ¿Y si el nuestro, el que soldó justicia y medida de lo posible, mercado e igualdad, fuera la fe?.
Cuando despertaba mi generación a la política fuimos testigos de esas operaciones de fe, y precisamente a una edad en que uno espera racionalidad -ah ingenua juventud. Una necesaria venda en los ojos siempre dejaba el camino imposible de reconocer con tranquilidad sin que alguien estuviera indicando la piedrita, el pedruzco o el arrecife, lo que hacía de esos años una suerte de carnaval de ciegos un tanto patético. Después vino la costumbre, y ya no fue patético porque casi ya no hubo quien se quedara fuera de la repartija de vendas.
En el campo de nuestro oficio de escritura, estos últimos 27 años, por cierto que hemos tenido Grandes Vendados, con los vendajes más finamente diseñados, y con manuales enteros para descifrar su confección; como corresponde a gente un poco más consciente de la palabra, no podían sino explicitarlo en términos más gráficos, performáticos y directos. Cuando uno en esos años se preguntaba por qué tanta crucecita, tanto ictus y tanta barba extática, uno ya sabía que había en eso un cierto misterio, que bien se puede plantear a la vuelta de la historia así: bien le venía a nuestra cultura literaria un condimento de fe, para explicitar como un síntoma obsesivo y psiquiátrico la nula expectativa real del cambio político, la fantasmagoría que iba embrollando barrocamente nuestra realidad año tras año, el entendimiento de una sumisión necesaria a este poderoso principado de nuevo cuño, que sonreía más y no solo repartía premios, sino que además fondos anuales.
Lástima ser uno tan simple y sin Gracia: de tanta cultura literaria tan violentamente descreída como la que nos cayó, lectores de De Rokha, J.L. Martínez, Lihn o Millán, parece que nos quedamos afuera de una fiesta que parece que estuvo buena. Ahora, según me dicen, hasta las parroquias se están malvendiendo.
Publicado en la edición nº182 de El Ciudadano, Revista Mensual