1. José Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola siempre han estado al margen… de las modas, los circuitos establecidos y las convenciones de formato y exhibición. Aunque, en suma, cuentan con una decena de películas, sólo “El Pejesapo” se ha instalado en la cartelera, quedando expuesta a las inclemencias de una industria donde el cine es concebido como un mero pasatiempo. Para ellos, lo que hacen es algo más serio y urgente: Un arte necesario e incómodo que debe ser digerido en otros escenarios, como la calle misma (la pareja está detrás de Feciso, festival que incluye proyecciones en comunas como La Pintana y La Granja) y las plataformas digitales.
La web es, de hecho, la vitrina para su nueva creación: “El Destapador”, cortometraje grabado en la casa ocupa Tiao, de Valparaíso, la que fue allanada tiempo después de las grabaciones.
2. La marginalidad de Sepúlveda y Adriazola también se da en relación al cine social. No es disparatado afirmar que películas como “El Pejesapo” y “Mitómana” reflexionan en torno a la (falta de) veracidad de cierto cine de denuncia, cuando aborda asuntos tan inabarcables como son la pobreza y la marginalidad, cayendo inevitablemente en la idealización, el maniqueísmo y el “paternalismo burgués”. “No podí ir a comer un pastel a Apoquindo y después venir a hacer una escena de pasta base”, opinó Sepúlveda en una entrevista publicada por este medio en 2009.
Si bien retratar el barrio en el que viven les otorga cierta horizontalidad en la mirada, Sepúlveda y Adriazola parecieran ser honestos en constatar silenciosamente el fracaso del cine ante una realidad irreductible: una pobreza que no se puede comprimir en planos ni sintetizar. Lo que queda entonces es la honestidad, el pastiche (la ficción mezclada con registro crudo) y la poesía; la extraña y desolada belleza de vacas cayendo por los hoyos de una carretera abandonada o una niña haciendo de guía en un dantesco paseo por la desolación urbana (“Mitómana”). O la bíblica secuencia inicial de “El Pejesapo”, cuando el protagonista es rescatado de la muerte luego de ser expulsado por el río.
“Hacemos los guiones como si fueran poesía”, confesó Sepúlveda en la misma entrevista.
3. Esa poesía sombría está ciertamente presente en “El Destapador”, una cinta realizada en tiempos de descontento social y una cultura de la discriminación que se ha visto reforzada por los políticos de turno. La película, de hecho, está ambientada en una casa ocupada, donde encontramos cuatro personajes que, de una u otra manera, hacen resistencia desde sus trincheras. Hay una joven lesbiana a la que vemos marchar por sus derechos; un cultor de la suspensión con piercing que cuelga como si fuese un acto religioso; un tipo que experimenta con el dolor y un cuarto personaje, una mujer mayor y homofóbica, que pareciera estar ahí sólo para conseguir un techo.
Es, en su acotación a un microcosmos, una película sobre la convivencia y cómo las distintas posturas pueden, o no, llegar a coexistir. Pero introduce también una rebelión secreta e inexplorada: la del cuerpo, entendido aquí como un campo de batalla. Su alteración con piercings y ganchos, o su sometimiento a sensaciones inexploradas, son maneras de rechazar el control ejercido por la cultura, el poder y, en definitiva, los halcones de la corrección. Pero también se entiende el cuerpo como ese territorio inviolable donde se concentran la identidad y los derechos.
Con todo lo que uno pueda advertir y decir de “El Destapador”, esta no se vuelve nunca una cinta obvia. Como en todas las películas de Sepúlveda y Adriazola, los discursos están subyugados a un retrato fantasmagórico; un mundo en el que un tipo suspendido en el aire tiene algo de poesía y un final visualmente explícito —que probablemente remecería al Consejo de Calificación Cinematográfica— se siente como la conclusión de una fábula.
Por Andrés Nazarala R.
El Ciudadano Nº136, segunda quincena noviembre 2012
Fuente fotografía