Bajo el sol incesante de Monrovia, Liberia, Manfred Zbrzezny forja piezas de arte a partir de restos de armas utilizadas durante la guerra. Su idea es poder reconvertirlos en objetos con otra significación. Esta es la historia de un artista alemán que llegó a este país de la costa oeste de África en plena guerra civil, movido por un romance, y que decidió quedarse a vivir y a soldar, al calor sudoroso de una tierra al fin del planeta.
Liberia es uno de los países más pobres del mundo. Conocido por sus “niños soldados”, siniestro invento puesto en marcha en el contexto de una cruenta guerra civil recién finalizada en 2003, constituye en la actualidad uno de los lugares con mayor presencia de la comunidad internacional. Teniendo a la cabeza a la primera mujer gobernante en un país africano, la presidenta Ellen Johnson Sirleaf, la sociedad liberiana transita el inicio de la reconstrucción política, económica e institucional.
Monrovia exhibe de forma ostensiva el paso de la destrucción. La mayor parte de los edificios de la ciudad permanecen todavía en ruinas, varios de ellos ocupados por grupos de familias. Sus calles ocres, desasfaltadas, nos sumergen en un tránsito polvoriento y caótico de motos y taxis, que junto con suplir el ausente transporte público, producen un concierto amplificado y estridente de bocinazos. Careciendo de semáforos, es el único lenguaje posible para poder circular. Muchas veces, bajo el apoyo de algunos policías que intentan –a la manera de quien “labra en el mar”- descongestionar un poco las avenidas atestadas de gentes. De forma surrealista e increíble, Monrovia funciona.
Al centro del desordenado paisaje urbano, se inaugura el día cada mañana, exhibiendo una gama de pequeños comercios, peluquerías en las entradas de las casas, talleres de costura de apariencia improvisada, puestos de cambio de dinero, cinco o seis supermercados. Entonces aparecen las mujeres, que con una maestría aprendida durante siglos, caminan rectas cargando sobre sus cabezas una gama de tiestos plásticos, agua y víveres. Resulta sorprendente que logran equilibrar esos bultos, portando además sobre sus espaldas a sus hijos. Los niños, desde ese lugar, aprenden a ser independientes desde muy temprano.
Contrasta la precariedad de esta ciudad, donde la electricidad y el agua potable constituyen lujo, con la vitalidad gigante de sus habitantes. Es la vida enfrentada a sí misma cada día.
MANFRED, EL EXTRANJERO DE AQUÍ
En estas calles cansadas de transeúntes sin apuro, camina también Manfred Zbrezny (Hamburgo, 1960), soldador radicado en Liberia hace siete años, cuando llegó en plena guerra civil, siguiendo a una mujer de estas tierras. Fue uno de los poquísimos extranjeros que permanecieron aquí en esas horas que se encuentran de más, como toda guerra.
Manfred cierra los ojos y casi se logra escuchar como una imagen aterradora golpea su memoria cual tormenta: Una mañana, caminando por el centro, escucha un ruido tan tétrico, que deja un hueco de silencio en el tiempo. Unos segundos después ve explotar decenas de cuerpos… comienza a correr junto a otras personas, sin poder dejar de vomitar, sobresaltado entre el espanto y el congelamiento de las sensaciones. Se queda en un silencio hondo hasta que desaparece el humo de su cigarrillo. Y esas memorias, se cuelan debajo del gris humeante, volviendo a alojarse lentamente en algún lugar muy adentro.
Manfred sobrevive a la guerra, pero el amor palidece hasta desaparecer “cuando se terminó el dinero” –dice- «Porque aquí no se entiende que el hombre blanco no tenga recursos”. Uno de los estereotipos construidos y alimentados aquí es aquel de la fortuna de los blancos. Es casi un sinónimo y una exigencia. La mayor parte de los extranjeros que hay en Liberia son comerciantes libaneses, el resto: funcionarios diplomáticos, de las agencias de cooperación internacional o parte del amplísimo panorama de ONG´s y voluntarios venidos de diversas partes del globo. En ese contexto, la figura de un artista sin más fortuna que sus herramientas compradas en Italia, resulta allí bastante inentendible.
En una sociedad donde la miseria e injusticia bordean lo inhumano, y donde los ideales parecen muchas veces haber emigrado, Manfred confiesa sentirse más cerca de la vida que en Europa: “Alemania ya no era más para mí”, confiesa, abriendo sus ojos inmensos.
Pese a esto, la decisión no es fácil. En el primer año pasa hambre y necesidades, pero es lo que ha elegido. Continúa trabajando como soldador y se instala en las cercanías del Mercado de Duala. Bordeando una suerte de estrecha avenida principal, cuadras y cuadras de improvisados puestos, ofrecen de un todo: un mosaico de coloridas telas, verduras, ropa usada, bolsitas de agua potable, cereales, pescados ahumados de diferentes tamaños ubicados sobre hules, utensilios de plástico y animales vivos. Sus olores se cuelan entre el aire espeso del medio día, como una olla a presión. Una marea de gente circula entre las tienditas, donde sus comerciantes gritan los precios, confundiéndose entre los ruidos de las bocinas de los autos que intentan avanzar, en un interminable taco, en los orillas de esta feria.
Ahí es donde arma su propio taller. Soldando a cuarenta grados de calor y con una humedad ambiental elevadísima, su rostro suda sin pausa. “En Europa me gusta este trabajo en un mes frío, muy frío, porque puedo andar simplemente con una camisa. Aquí es bueno cuando llueve!”.
Manfred vive de lo que produce, y también los otros tres soldadores que trabajan junto a él. Fabrican todo tipo de puertas, rejas y buzones para cartas, pero es el trabajo artístico lo que permite sostener su taller. De la soldadura no es siempre posible vivir y las obras, como objetos únicos, y de recuerdo, son más fáciles de vender.
La gente lo conoce. Es uno más de ellos, no anda en grandes autos diplomáticos, se transporta en motoboy (taxi motoneta) y vive en un barrio inserto completamente en la población. Es de acá, pero sin dejar nunca de ser un extranjero.
UN NIÑO Y LOS PECES ÁRBOL
Formado en Umbria, Italia, posee un vasto recorrido en la soldadura artística, oficio que despertó su curiosidad desde la niñez. Ya con cinco o seis años iba a ver cómo trabajaba su vecino soldador, cuando –enviado por su abuelo, un viejo maestro de escuela- salía a comprar algún encargo al almacén de la esquina. Entonces se quedaba contemplándolo largamente con fascinación.
Es precisamente esa larga trayectoria con los metales lo que le permitió desarrollar un trabajo como éste, que requiere de una experiencia y un manejo de la técnica mayores. “No es un trabajo para un principiante de forjadura, por la propia complejidad del material ya que las armas están hechas de un acero especial, es más duro y más resistente, y al mismo tiempo es muy fácil que se rompa”. El metal, explica, a diferencia de otros materiales como la madera, tiene un tiempo limitado. En el proceso de forjadura necesitas contar con un pedazo de metal caliente.
Pero no es la dificultad técnica su desafío, sino el poder transformar esos restos de armas en objetos con otra vocación. Los peces, el árbol, los candelabros, los hombres-sostenedores de libros, emergen con una vitalidad propia, nueva, a habitar un nuevo contexto. Haber tocado tan de cerca la muerte y el espanto, y haber sobrevivido, fue lo que movió a este artista a querer dejar un testimonio material de lo que significa la guerra, un mensaje de la fragilidad de la vida y a la vez de su fuerza inacabable.
Desde su oficio de forjador, Zbrzezny, piensa que es posible hacer un pequeño aporte a la sociedad liberiana. “Es un mensaje más que político, es un mensaje claro acerca de la violencia, de la memoria. Porque la gente ve este objeto y dice: Ah es lindo, me gusta, pero ¿qué es esto?… uf es un arma. Cuando alguien toma uno de estos candelabros, lo encuentra simpático, original pero de repente ve lo que es. Entonces es un objeto que te hace pensar sobre la violencia”…
Sobre su oficio opina que “no me interesa crear un objeto macabro, sino un objeto de alegría, de juego, en contrapunto con el material”.
OLVIDAR LAS ARMAS
Lo que partiera como un encargo, en el marco de la visita de la Canciller Angela Merkel a Liberia en octubre de 2007, se transformó en el motor de su trabajo creativo, desde hace ya cuatro años. Entonces Manfred es contactado por Maik Schädler (GTZ), quien le pregunta si es posible para él hacer una escultura de metal con restos de armas. Manfred le contesta diciendo “claro que sí; con un pedazo de hierro puedes hacer cualquier cosa”. Así comenzó esta historia, la de procurar transformar restos bélicos en objetos de memoria.
Antes de su partida, la Canciller alemana recibe un obsequio cargado de simbolismo: una campana de escuela, construida por Manfred y su equipo de jóvenes soldadores locales.
Zbrzezny, procura darle otra posibilidad a estos pesados metales. Afirma, mostrando un enorme árbol de 300 kilos: “Esto es lo mejor que este objeto puede ser”, como si fuera posible sacarle alguna chispa de vida a estos desechos de Kalashnikov y lanza cohetes. Esta obra (The Liberia Tree, en miniatura) fue creada para apoyar el Programa “Save the Children”, siendo rematado como una manera de obtener fondos. El árbol se erige como un objeto que simboliza la vida, la esperanza y las ganas de futuro.
Uno de los lugares donde se puede observar una parte del trabajo de Manfred es la terraza del Restaurant “Marlin Corner”. Al borde del río Saint Paul, y envuelto en un horizonte espeso de árboles de inmensas raíces, es uno de los más bellos lugares para ver acostarse al rojizo crepúsculo liberiano.
En armonía completa con el agua azulosa, que no deja ver en su interior y que acaricia – musical- yendo y volviendo, el breve muelle de madera roída que da paso a la escalera, se encuentra un entramado de peces espada, pulpos, delfines y caballitos de mar, empotrados en una matriz de metal que rodea todo este bar-mirador . Las mesas fueron igualmente diseñadas y soldadas por Manfred, a partir de restos de lanzacohetes.
Las piezas marinas, miradas a la distancia, se ven casi juguetonas: “No me interesa crear un objeto macabro, sino un objeto de alegría, de juego, en contrapunto con el material” – recalca.
Estas representaciones fascinan a sus observadores, quienes a primera vista lo contemplan sólo como una decoración. La segunda mirada deja ver que estos peces albergan, al unísono, otra historia. Es la potencia de su trabajo: el arma, la materia prima, no desaparece sino que queda inserta dentro de la nueva figura que el artista ha moldeado. Relegada a un lugar de permanente memoria.
No hay una intención de diluir su materialidad, sino más bien de hacer aparecer otro paisaje, asomado a un futuro abierto. “Es necesario que veas que esto es un arma, pero también es necesario que no glorifiques esa arma”. Por eso que no es posible calificarlas simplemente como “bellos objetos”. He aquí la doble condición de su gesto performativo: no consiste en sacarle al arma su propia condición, sino en provocar desde esas dimensiones, un quiebre con su nefasta trayectoria. El arma subyace, a la manera de una presencia a no olvidar. Es el horror condenado a la belleza.
Por Constanza Symmes Coll
El Ciudadano