«Velando por los esquizofrénicos»: Una entrevista con el escritor argentino Bernabé De Vinsenci

«Velando por los esquizofrénicos» es el nombre del primer libro de relatos publicado por el escritor argentino Bernabé De Vinsenci (1993) en Chile, a través del sello porteño Ediciones Periféricas

«Velando por los esquizofrénicos»: Una entrevista con el escritor argentino Bernabé De Vinsenci

Autor: Absalón Opazo

«Velando por los esquizofrénicos» es el nombre del primer libro de relatos publicado por el escritor argentino Bernabé De Vinsenci (1993) en Chile, a través del sello porteño Ediciones Periféricas.

Previamente, en Argentina, De Vinsenci publicó, por la editorial Orden de Dagón, la novela «Ciégate para siempre» (2019), y el libro de cuentos «Hígado» (2017); mientras que en 2018, salió «La era de la eyaculación desmedida», por Editorial Búnker; y en 2017, «Éntomos: Mutación» (cuentos) y «Trueno de furia» (novela), ambas por ediciones Árbol Animal.

En poesía también tiene publicaciones: «Hospital Posadas» (2018) y «Poemas esquizoides» (2019), por misma la Editorial Árbol Animal, y «La trama esquizoide» (2013), por Búnker. Además, escribió una obra de teatro: Edipo Gay, la cual fue representada en la ciudad de Rosario.

Desde Saladillo, Provincia de Buenos Aires, donde reside actualmente, Bernabé De Vinsenci conversó con El Ciudadano sobre su literatura, sus obsesiones, y por supuesto, su vivencia de la actual pandemia.

-¿Te imaginaste alguna vez vivir una pandemia mundial de estas características?

Mis últimos años fueron curarme de espanto. Viví cinco años incubado en un hospital, para no caer en situación de calle. El edificio era mi paraíso, me negaba a salir. A mitad de la noche escuchaba gritos de dolor, la hediondez nauseabunda de un cuerpo anciano, los pasos ligeros de las enfermeras o la puerta del office. Ahí aprendí que la es carne por carne por letanía y olvido: un poco de llanto y la amnesia se hace hábito. Ya no resisten los epitafios de bronce, hechos para casos excepcionales, como los jóvenes suicidas, ni la memoria más memorial. La pandemia vino a reafirmar eso: que somos un dato de una gran estadística y que los cementerios desaparecerán.

Todos los síntomas que fueron proliferando con la psicosis de la pandemia, nuestra constelación de miedos, nuestros lados más miserables y solidarios, sacaron a luz la debilidad humana -más carnal- ante nuestra condición psicológica: diarios de la peste, artículos, quejas, la turba de la hipocondría floreció como un arbusto entre los yuyos. Mi pedantería de niño de clase media recién salida del clóset hizo que hiciera caso omiso a que podía vivir una pandemia y la libertad se transformara en una prisión domiciliaria. Mi ciudad es un gran patio de jardín de infantes, sin nada de entretenimiento, y eso me enloquece. También pienso que la globalización es susceptible a cualquier atrocidad, hay que ver qué psicópatas gobiernan el mundo y cómo actuamos ante las desenfrenadas patologías.

-A muchos les ha costado afrontar el encierro obligado. ¿Qué puedes contarnos sobre tu caso particular?

Mi encierro se redujo a una solo hecho: al acecho policial. Los últimos días de encierro estricto salía por caminos clandestinos donde no había controles, o hacíamos caminatas por el campo al estilo Walser, bajo la lupa de que la cana podía pararnos. Todos estaban paranoicos -creo que ahora disminuyó la paranoia- y eso me sentaba bien, en cierto modo muchas de las pequeñas diferencias económicas se volvieron iguales, más o menos todos teníamos que resistir a la misma jungla, contra un enemigo que afectaba la salud, no solo física. Detrás de mi casa se formó un cementerio de botellas de vinos económicos, a veces vivía en el caos total, con el colchón en el piso, harto, y sin ánimos de remendarlo, chateando o leyendo. Intenté escribir una novela de ciencia ficción, a mano, y la abandoné. Una vez, por ejemplo, no tenía alcohol, prendimos fuego con mi hermano, tiramos una pata y muslo y no podía resistirme a la falta de alcohol, entonces agarré vinagre, le di dos o tres sorbos y calmé un poco la ansiedad. La escasez de dinero hizo que saliéramos a vender hojas de eucaliptus y vendimos una bolsa. Éramos gallinas, nos acostábamos con la entrada del sol y nos levantábamos con la salida.

-¿Qué es lo que más extrañas de la vida antes de la pandemia?

Viajar. Un puñado de amigos dispersos en diferentes lugares, tomar cerveza a las ocho de la mañana bajo una palmera gigantesca detrás de la plaza, mientras hablamos por chat con una amiga cordobesa sobre cómo vamos a hacer los días siguientes para conseguir dinero y comprar más cerveza o ver precios. Dirás que connoto a un hombre de reviente y lumpen, pero no. Para mí el alcohol es doblemente más eficaz que un ansiolítico y tomo dosis bajas que no me emborrachan más que disfrutar un eructo o mear. El amor es eso: un eructo de cerveza y lo que creemos por “amor” sería el envase, lo residual. El que cree en el amor humano, sin encontrarlo afuera de lo humano, juega a los dados de la nostalgia del ridículo, mientras la gente se case o crea en el estado idiota del amor, vamos a seguir en un genocidio de personas. ¿Cómo puede haber gente que se asuma como propiedad del otro? Como decía un amigo: si querés dejar algo, ámalo.

Igual, siento una inmensa nostalgia en no poder viajar y entiendo que esa es la vía de una estabilidad aparente. Tampoco te hablo del viajecito hippie a vender macramé o recorrer Latinoamérica, gracias a las estabilidades que garantizan cierta “aventura” con el provecho de los padres, te hablo de viajes a casas de personas que solo podés ver una o dos veces al año y que te hospedan con mucha amabilidad. No consumo la “romantización” de los viajes. Si viajo ahorro, y no para irme de vacaciones, sino para los pasajes y comida y cigarrillos. El autostop es para los que tienen capacidad de diálogo, pero que no son capaces de decirles a sus padres que son infelices estudiando abogacía.

-¿Podrías comentarnos acerca de los libros que has estado leyendo en este periodo?

Leí algunos suplementos culturales de los noventa de Clarín. Volví a releer por tercera vez Desplazamientos, de Mario Levrero. Y a propósito de Levrero quisiera decir que ante la abundancia de la autorreferencialidad neoliberal, muchos lo soslayan, aunque Random House lo haya editado. Hay gente que su ambición es escuchar literaturas en donde se viaja a Villa Gesell o en donde hay remembranzas sobre la abuela. Una literatura que se asemeja a la pantalla de Netflix. Lucrecia Martel explica bien las lógicas de Netflix. Levrero usa la imaginación y la realidad al punto que imaginación/realidad son una misma cosa. También leí Autorretrato de Édouard Levé en donde la banalidad tiene valor literario, y releí por tercera vez Pájaros en la boca, de Samanta Schweblin, y salvo el cuento En la estepa, -bastante clásico- no me gustó como la segunda relectura.

Además leí La Tregua de Primo Levi, una trilogía sobre sus años en Auschwitz. Levi habla de un niño judío, nacido y muerto en Auschwitz, y dice que solo gracias a su descripción se sabe de su efímera existencia, con episodios macabros, como no saber lo que es un árbol. Volviendo, hoy se habla de “fluidez”, “soltura”, “rapidez” y eso no lo digo yo, sino Mauro Libertella que es director de La Agenda y seguramente lee los textos a modo de evasión, salvo excepciones. Entonces toda esa oleada de compresión lectora no aguanta El Lugar o París, siendo que Levrero fue un autor que exploró casi todos los géneros. La gente quiere escuchar y aplaudir una literatura que hable de una ama de casa abrazando una lechuga.

-¿Hay algún momento vivido en este periodo, que te haya hecho recordar algún pasaje de algún libro o película u obra de arte?

-Sí; como te dije antes, a Walser; a los empujones creer que los paisajes más desahuciados pueden ser una invitación al redescubrimiento. Solo que Walser tuvo la fortuna de morir en su ley y enterarse apenas de su muerte, de sufrirla. Hay una foto muy triste que circula sobre el cadáver de Walser y entristece, su cara deslumbra genuidad, amabilidad, casi que nos invita a morir. Cuando lo internaron en un loquero dijo “yo no vine a escribir, vine a terminar de volverme loco”. La literatura de Walser es la humildad humillando a la humildad, y eso es impagable.

-Muchos han señalado a la literatura como un escape “salvador” frente a la situación de “encierro global” que vivimos. ¿Crees que la literatura puede salvarnos de esta y otras “locuras”?

La literatura no salva a nadie. O sí, a los impostores de turno. ¿Explícame vos como una escritora tiene más entrevistas, conferencias, viajes, que obra literaria? Y me refiero a Mariana Enríquez. ¿O cómo Tusquets editó Hágase usted mismo, de Enzo Maqueira, un tipo que no puede rimar dos palabras? Hubo un artículo que salió en Clarín sobre la pandemia en el que Maqueira no decía nada más que “probó hacer berenjenas en escabeche” y agregaba que la pandemia había sido necesaria. Eso es canallesco. La literatura no salva de nada. ¿Tenés ansiedad? Tómate un Clonazepam. ¿Falta de placer? Sertralina. No hago apología de los fármacos, pero a veces son necesarios. Y si escribir te hace bien, hacelo. También podría hacerte bien hacer una huerta, salir a caminar o hacerle un monólogo a la pared.

-Finalmente, ¿cómo te imaginas el futuro “post-pandemia”? ¿Crees que cambiará algo?

Gente saludándose con el codo, mientras se estornuda la cara. Y eso traduzcámoslo a la nueva sociedad.

Lee el relato «La pedagogía del sobrevuelo», de Bernabé De Vinsenci, HACIENDO CLICK AQUÍ

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