Pero Beksiński desconfió toda su vida de los exégetas. Autodidacta y experimental desde joven, en su madurez afirmó: “Deseo pintar como si fotografiara sueños”. Su aversión a las etiquetas fue tal que decidió no dar título a la mayoría de su trabajo, para no cooptar el significado.
A pesar de que sus atmósferas están llenas de paisajes yermos, reverberantes de esqueletos tocando trompetas con sus propios dedos, y rostros sin facciones, descarnados y melancólicos, el trasfondo es extrañamente optimista: no es necesario buscar demasiado en los cuadros de Beksiński para encontrar una inesperada fuente de luz, un ave roja, un elemento ordenador que nos hace partícipes de lo observado desde el asombro. Es una forma de humor hermética, como la sonrisa enigmática del loco o del sabio.
Tímido y reservado, se dice que Beksiński ni siquiera asistía a sus propias inauguraciones, a pesar de haber contado con el favor de la crítica y el público desde sus comienzos. Su fin trágico (fue apuñalado por un adolescente en su propio departamento en 2005) no debería ensombrecer una obra que trata sobre las posibilidades de la luz en el fondo de la oscuridad humana: facciones sin rostro, gestos sin carne, lo que vería un sueño si se mirara a sí mismo en el espejo.