Considerado por Gabriel García Márquez como «el más grande poeta del siglo XX en cualquier idioma», a Pablo Neruda le llegó el Premio Nobel de Literatura recién el 21 de octubre de 1971, poco menos de dos años antes de su muerte y ocho después de que la Academia Sueca revelara que lo tenía en carpeta. “Por la poesía que, con el efecto de una fuerza natural, hace que revivan el destino y los sueños de un continente”, dijeron desde Estocolmo al momento de coronarlo.
A lo largo de su vida, Neruda (nombre artístico que encontró de casualidad en una revista checa; en realidad se llamaba Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto) firmó más de 40 obras, una mejor que la otra. Pero también fue un destacado militante político, y llegó a ser senador chileno e integrante del Comité Central del Partido Comunista. Incluso fue precandidato a presidente de cara a las elecciones de 1969, pero cedió su lugar en favor de su amigo Salvador Allende. Por problemas de salud, de pena o un poco de cada una, Neruda murió el 23 de septiembre de 1973, apenas tres semanas después de los bombardeos al Palacio de la Moneda. Tenía 69 años.
Se cumplen 43 años del anuncio de su Nobel. En “Confieso que he vivido”, sus memorias, Neruda aseguró haberse enterado a través de la radio, en París, donde vivía durante su época como embajador chileno en Francia. “Inmediatamente bajé a enfrentarme a la tumultuosa asamblea de los medios de comunicación (…) Yo estaba recién operado, anémico y titubeante al andar, con pocas ganas de moverme. Llegaron los amigos a comer conmigo aquella noche. Matta, de Italia; García Márquez, de Barcelona; Siqueiros, de México; Miguel Otero Silva, de Caracas; Arturo Camacho Ramírez, del propio París; Cortázar, de su escondrijo. Carlos Vasallo, chileno, viajó desde Roma para acompañarme a Estocolmo”.
Pese a que, en sus propias palabras, “todo escritor de este planeta llamado Tierra quiere alcanzar alguna vez el Nobel, incluso los que no lo dicen y también los que lo niegan”, lo cierto es que el acto en Suecia, en rigor, no estuvo a la altura de la euforia. “Aquella ceremonia, tan rigurosamente protocolar, tuvo indudablemente la debida solemnidad. La solemnidad aplicada a las ocasiones trascendentales sobrevivirá tal vez por siempre en el mundo. Parece ser que el ser humano la necesita. Sin embargo, yo encontré una risueña semejanza entre aquel desfile de eminentes laureados y un reparto de premios escolares en una pequeña ciudad de provincia», reflexionó, algo ácido, más tarde. “El anciano monarca nos daba la mano a cada uno; nos entregaba el diploma, la medalla y el cheque (…) Se dice, o se lo dijeron a Matilde (N. del R.: Urrutia, su tercera esposa) para impresionarla, que el rey estuvo más tiempo conmigo que con los otros laureados, que me apretó la mano con evidente simpatía. Tal vez haya sido una reminiscencia de la antigua gentileza palaciega hacia los juglares”.
Por Tomás Yelmini
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