Nadie me preguntó mi opinión. Como suele suceder, otra vez nadie nos invitó a decidir sobre asuntos superiores a nuestros anonimatos, pero pasa que de un tiempo a esta parte ese mal hábito ha empezado a mostrar sus pies de barro, ha desdibujarse en hitos como la posibilidad de poder reescribir la Constitución, decidir sobre lo que hacemos con una porción de la plata que hemos juntado con nuestro trabajo o a dudar y repensar los vicios de nuestros comportamientos lingüísticos.
La libreta rayada con nuestras deudas ocupa casi todas sus páginas. Ya sea por razones de género, de clase, de reconocimiento de nuestra naturaleza pluricultural, la lista de pendientes es enorme y se agiganta cuando somos testigos del asesinato de Ámbar desde nuestros confinamientos, impotentes, con la amargura de saber que pendemos de un Estado culpable por su desidia e ineptitud.
Un tatuaje, una carpa y un beso de taquito
Hace algunos días se levantó desde la ciudadanía organizada -particularmente La Matria Fest- la campaña para postular a la música nacional, Cecilia, como candidata para obtener el Premio Nacional de Artes Musicales 2020. Dentro de los argumentos esgrimidos en la postulación está que en las 14 versiones de este premiación, solo en tres oportunidades lo han obtenido mujeres -Margot Loyola, Elvira Savi y Carmen Luisa Letelier-, hecho que a todas luces incomoda y se visibiliza gracias a los desarmes de paradigmas atávicos originados por una población que se organiza desde distintos flancos.
“Con un despliegue escénico como nunca antes se había visto en el país, desfachatado y provocativo, y un catálogo que cruzaba géneros musicales, Cecilia se convertiría en un símbolo de independencia y empoderamiento para las mujeres”. Así de robusta se erige la razón que sostiene la postulación de esta artista tomecina como merecedora del galardón.
Lo fabuloso de la energía que alimenta desde su centro esta postulación es la urgencia por los desarmes, la necesidad de dudar y confrontar la tradición mal entendida. Como dijera Violeta, como dijera Stella, como dice Cecilia.
Porque cuando millones de mujeres se agolpan hermanadas en las calles o se alza la postulación de una artista como Cecilia para obtener este palmarés, también es porque Violeta Parra con fiereza rescató las historias de una ruralidad pobre negada por la oficialidad, de una clase obrera amordazada por el patrón y las compartió entre discos, carpas, museos y universidades; también es porque la Colorina peleó a la contra en un mundo de tradición machirula, rebelde, eterna como un tatuaje, como un puñetazo entre tragos, como una mujer que defiende su reino mirando las babas del patriarca.
Con Cecilia Pantoja sucede de la misma manera. Mujer, provinciana, esta tomecina desde sus primeros pasos en la música decidió por lo que quiso, más allá de cualquier dictamen reinante. Por ejemplo, asombra mirar su carrera musical durante los sesenta en medio del exitoso -y resistido con los años- fenómeno de La Nueva Ola, proponiendo un repertorio que desobedecía al lugar seguro y efectivo del imaginario gringo desarrollado en ese momento y abriéndose a la interpretación de la canción popular hecha con otros materiales -desde la canción tradicional italiana hasta el tango y coqueteando también con el colérico rock-. Asombra verla como un ícono juvenil que renunciaba a la fórmula de cómo ser y parecer para sonar en la radio o ser portada de alguna revista, Cecilia desobedecía con su pelo corto, sus besos de taquito, sus bailes puntudos, incorregible hasta el punto de desestimar los vetos puestos a su performance por la organización del Festival de Viña cuando ganó la competencia en 1965. Entre abucheos de indignación y aplausos de aprobación, La Incomparable cantó “Como una ola”, segura entre contoneos y disparando besos con el taco de su zapato.
Siempre inquieta, Cecilia trazó su camino artístico con la energía del arrojo, impredecible, versionando a Víctor Jara, a Violeta o abrazando el bossa nova como en “Esa flor”. A la luz de los años, es un despropósito visitar la historia para enojarse por lo que no sucedió -como la valoración de un disco increíble como Gracias a la vida de 1970- o por lo que sí sucedió -como los vetos mediáticos de los que fue víctima-.
La mala acción se combate con la buena acción.
“No estamos solas, guitarra”
Nadie nos preguntó nuestra opinión, pero sabemos que desobedeciendo empiezan a suceder los asuntos que queremos. Por eso, proponer a Cecilia como merecedora de este premio no solo es legítimo por su propio mérito, sino que es la expresión ciudadana ante un listado de nombres que peca de no incorporar paridad de género ni contemplar a muchos más artistas del espectro de la música popular.
La Incomparable cantaba el 68, “Estamos solas, guitarra”, reconociendo en ese instrumento a una presencia incondicional y única, a una “Compañera, que hasta mi pena hace canción”. Luego de 50 años eso cambió y Cecilia con su guitarra, ya no están más solas.
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