Por Pablo Rumel Espinoza, escritor y periodista
Si hay algo en que la literatura supera ampliamente al best-seller, es en que puede permitirse el lujo de crear objetos perfectamente inútiles, que pueden transitar fuera de los grandes mercados y eventos feriales: la literatura no tiene más sello y marca que la propia tradición cuando se enmarca en una corriente clasicista, o de la experimentación, cuando dialoga con la vanguardia. El best-seller está atado al buen gusto y, como producto comercial, sus consumidores tienen todo el derecho a reclamar cuando el producto les parece defectuoso o mal escrito, y entiéndase por «buena escritura» cuando una obra, como en los eventos deportivos, cumple las reglas y funciones que el mercado mismo ha fijado: trama coherente, arcos argumentales delineados, personajes creíbles, etcétera.
La literatura (siempre a secas, porque cuando es literatura, implica en su enunciado riesgo y oficio), siempre se desentiende de la urgencia que proclaman los libros del momento, esa urgencia que solo pueden asimilar bien los individuos que necesitan sentirse incluidos, «informados», arrastrados por el fárrago de las mesas de saldos y de novedades, para tener un tema de conversación y lucirlo frente a las amistades. Pero el lector que ha escogido, de entre todas las posibilidades existentes que ofrece el marketing, acogerse al calor de la literatura, es porque busca erigirse en soledad y trazar su propio camino; es como dijera Pessoa, un solitario que justifica su manera de estar solo.
Pablo León Acevedo (1977), como el escritor lisboeta, es autor de una obra múltiple con múltiples nombres. ¿Busca emular una heteronomía pessoana o ensaya eliminar la noción de autor como Juan Luis Martínez? No es este el lugar para discutirlo. Lo fundamental es que su nueva novela Claro de arena (Ediciones Altazor, 2022) tiene el gran mérito de estar escrita a contrapelo de lo que se enseñaría en cualquier curso de escritura, eliminando la elaboración de una trama o arco argumental, prescindiendo incluso de los personajes: el orden de la ficción es atravesada por un Valparaíso soterrado, que no puede figurar en ninguna postal ni guía turística, sencillamente porque el lenguaje poético choca de plano contra los lugares comunes que elabora el periodismo y la publicidad: «Valparaíso, lugar de encanto, Valparaíso, lugar maravilloso», y toda esa retahíla de exabruptos concebidos para mentes superficiales y poco entrenadas en la lectura. Pablo León, o Paul Lion, en esta encarnación, por supuesto que huye como la peste de aquellos lugares.
El autor, o mejor dicho, el narrador de esta obra, se enfrenta a Valparaíso desde una perspectiva materialista impregnando su visión poética de la ciudad hasta sus últimas consecuencias: lo que impresiona no es la mirada que tendría un turista sobre su patrimonio (una noción nematólogica made in Unesco), sino, al contrario, planea sobre las páginas del libro una mirada abarcadora y abstracta, a ratos arquitectónica, donde las líneas imaginarias se superponen sobre el plano oblicuo de la ciudad real. Persiste la idea de una «borradura» o «palimpsesto», en la que Valparaíso se escribe y se reescribe a sí misma, muchas veces desechando parte de su antigua fisionomía que posteriormente es ignorada por sus nuevos ocupantes al borrar vestigios.
No obstante, siempre quedan marcas, indicios; el narrador establece un núcleo desde el cual entender a la ciudad, destacándose el hecho de la edificación actual de un Valparaíso abandonado a su suerte se emplaza sobre un borde playero desaparecido, que fue eliminado de la ecuación por medio de arterias y edificaciones rígidas que minaron lo que durante milenos prevaleció: un Valparaíso arcaico que no era una costra de cemento escupida sobre sus bordes, sino que era una bahía que se abría al océano (al mundo) como un espectáculo vibrante de la naturaleza, un anfiteatro donde transitaba por su escenario marino el fulgor de las antiguas embarcaciones.
En Claro de arena importan tanto los órdenes que la ciudad ha generado, como sus elementos naturales: el viento, la arena y las olas, desaparecidas bajo capas de asfalto:
«La playa era un lugar solitario, expuesto a una Naturaleza inhóspita y salvaje. A la ciudad no había más que figurársela vacía de construcciones y de calles para comprender que sin ellas todo sería una pesadilla deshabitada», nos dice el narrador, refrendando lo que dijera el maestro argentino Carlos Catania como consejo a todo aspirante a escritor: si no conoces tu ciudad, abandona cualquier proyecto literario serio. Y vaya que sí conoce bien Pablo León su ciudad, al grado tal de encauzarla en una escritura que colinda muy de cerca con el tratado urbanístico.
Pero acá se trata de una ficción, de un habitante que busca descubrir, si la hay, una ciudad real. Hay momentos donde campea la melancolía, signada en la pérdida de una mujer, de una compañera que se juzgó vital para sobrellevar el tedio del día a día, pero no hay atisbos de una nostalgia por un pasado mejor: no existe un alegato sostenido contra la modernidad, hay más bien una constatación, una mirada como la que haría un entomólogo sobre un insectario, para deducir que antes, mucho antes de los mil tambores del progreso y sus construcciones espurias, los lazos entre las personas, entre los habitantes de un puerto, se organizaban por sus idas al balneario, lazos que se iban potenciando con el tiempo, cristalizándose en la playa, en los claros de arena, generando una noción de comunidad, de pertenencia a un orden mayor y sacro, ya disuelto en los tiempos actuales de liberación para la esclavitud del individualismo volátil.
Pruebe usted a recorrer las calles de Valparaíso para comprobar in situ cómo la gente que ocupa el mismo espacio no solo es incapaz de saludarse, sino que, de mirarse, es invisible una a otra, van a trompicones, se chochan unos con otros, y cualquier configuración identitaria es reemplazada por tribus urbanas y modas imperantes desarraigadas de un territorio y, por ende, de una tradición. No hay espacio ni para el cortejo ni para la amistad.
La ciudad como organismo viviente, la descripción de una suerte de laberinto creciente, la postulación de que antes, debajo del pavimento, existía una playa, son las claves que plantea este hermoso y único libro en el panorama actual de las letras nacionales.