Por Verónica Fajardo y Sujey Norambuena, Red Docente Feminista
¿Cómo pensamos la escuela rural? ¿Cuándo hemos observado una mega estructura en una escuela rural o deseado esa educación para nuestras hijas e hijos?
Actualmente en Chile existen 3.247 establecimientos rurales en funcionamiento, en donde el 58% cuenta con 50 estudiantes o menos.
El romanticismo con el que se nos presenta la educación rural, amparado en la figura de Gabriela Mistral construida durante la Dictadura, facilita que asumamos la precarización como algo propio de su contexto.
Y la normalización del vínculo precarización-ruralidad no hace más que avalar la desigualdad de miles de niñas y mujeres campesinas.
Pensamos lo rural como algo ajeno, cuando todo Chile proviene de la ruralidad campesina. La escuela rural es vista como lejana, insignificante, incluso como un castigo para el desempeño docente: cuando un profesor/a es sumariado por faltas a su ejercicio, una medida común puede ser enviarlo a una escuela rural, para mantenerlo “donde no se vea”.
La escuela rural se ha estigmatizado como un lugar de poca proyección y transformación. En la formación inicial no se incentiva como un escenario desafiante ni de crecimiento profesional, “lo que se vende” es la romantización del sacrificio. Y no sólo a las y los profesores.
En el 2005 los medios presentaban el caso de “La Balserita” como una historia de esfuerzo ejemplar: una niña que construyó su propia balsa de plumavit para poder ir a la escuela.
En la pandemia, se viralizaron imágenes de estudiantes arriba de los techos y profesoras que recorrían los campos en bicicleta, sosteniendo la educación rural.
Estas situaciones, que se presentan como “heroicas”, en realidad demuestran la inexistencia del derecho a la educación en Chile. Más aún en la ruralidad, donde la educación no es negocio y por tanto, la educación pública es la única que puede y se hace cargo.
Las mujeres sabemos que normalizar la precarización implica la reproducción de la violencia. Es violento que la ruralidad implique un obstáculo para la continuidad de los estudios, obligando a la población rural a trasladarse forzosamente a las ciudades o a vivir en internados para acceder a la educación.
Es violento que los programas y textos escolares no tengan relación alguna con la identidad local, omitiendo su valor.
Es violento que las escuelas rurales estén siempre en riesgo de cerrarse, puesto que el sistema de subvención por asistencia o “voucher” instalado en dictadura no les permite subsistir.
Es violento que el 76% de las comunas en Chile sean tipificadas como rurales y pese a ello, sus escuelas estén en peligro de extinción.
Quienes enseñamos en la educación rural no sólo tenemos dificultades para ingresar a estos contextos por su escasa movilidad, también conocemos y vivimos a diario el sexismo y la desigualdad. La imagen de Gabriela Mistral se tergiversa para presentar la maestra rural como abnegada, apostólica, con un rol maternal acentuado, imagen que hasta hoy dificulta que como profesoras podamos introducir transformaciones profundas en este contexto, pues “no es lo que se espera” de nosotras.
Podemos ser juzgadas por colegas, estudiantes o apoderados/as por hacer cosas “impropias de mujeres” y nuestro conocimiento es invalidado en temas que históricamente se asocian al rol masculino. Muy lejano, por cierto, del papel que efectivamente jugó Gabriela Mistral en la política educativa chilena y latinoamericana; y lejano al rol social que tuvo y tiene la mujer campesina y obrera.
Como educadoras rurales, somos conscientes de la urgencia de fortalecer y ampliar la educación pública para detener estas violencias, pero urge hacerlo desde un enfoque de derecho y con perspectiva de género, un enfoque que ponga en valor la identidad y saberes de las comunidades y, a la vez, les permita transformarse y alcanzar la igualdad, lo cual no es posible desde un criterio mercantilizador y centralista.
Queremos reivindicar la educación rural como aquél espacio donde el espíritu de la tradición pedagógica chilena se encarna, donde la educación puede ser un puente entre el conocimiento y la identidad campesina, sin privarla de su valor ni homogeneizar la ruralidad. Donde entendamos lo rural como un espacio significativo; donde sea posible el crecimiento y no sólo la migración.
La escuelita rural debe dejar de ser considerada como esa otra mínima, pequeña, invisible, con poca proyección de desarrollo y transformación.
¿Cómo se fortalece la educación rural? ¿Cómo dejamos de leer románticamente la vulneración de un derecho fundamental? 1 de cada 4 habitantes del territorio vive en la ruralidad y el 22% del PIB proviene de la economía rural. Algo más del 30% de las escuelas son rurales.
La educación rural es un recordatorio de la deuda del Estado con gran parte de las comunidades que lo sostienen y también, una deuda con nuestra propia historia, cuya ancestralidad proviene de este mundo que hoy nos parece marginal.
Reivindicar la educación rural implica entender la educación pública como una prioridad. Sin este compromiso, las escuelas rurales seguirán en riesgo.
Esperamos que el Plan de Fortalecimiento de la Educación Rural que presentará el Gobierno de Gabriel Boric asuma este desafío y además, que la educación pública sea un espacio transformador y garante de derechos.
La educación rural no sólo necesita más recursos, también necesita ser comprendida como un espacio estratégico para la lucha contra la reproducción de distintas violencias y desigualdades.
En palabras de Gabriela Mistral: El futuro de niños y niñas es siempre hoy, mañana será tarde.
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