Tenía la bolsa del ojo izquierdo más caída que la del ojo derecho. Hasta hace unos años atrás, la última vez que lo vi, caminaba con un bastón delgado. Buen estado físico. Entraba al diario en un Mercedes Benz brillante, quizás el mismo modelo que usó para ir a buscar a su amigo David Rockefeller al aeropuerto, esa vez que fueron interceptados por un ciudadano con cámara en mano.
Según el periodista Víctor Herrero, responsable de la biografía del dueño de El Mercurio, Rockefeller dejó hace poco tiempo la tradición de visitar la casa que Edwards tiene en una isla del lago Ranco.
Otra persona lo interceptó en un seminario y le hizo una pregunta acerca de su vínculo con la CIA. “No estamos aquí hablando de la junta militar”, le dijo, y cuando el hombre que grababa insistió con el cuestionamiento, Edwards cerró con esta frase: “No le escucho, no le escucho”.
Uno de los documentos que sirven para hacerse ideas del dueño de El Mercurio es El Diario de Agustín, dirigido por el cineasta chileno Ignacio Agüero. Antes del minuto tres, la secretaria de Edwards le dice a una profesora –que pide una entrevista con él– una frase que escuché muchas veces en la escuela que estudié. “Don Agustín no da entrevistas. En ningún caso. No da entrevistas de ninguna clase”.
Estas dos frases no vienen de la nada, y aunque la negativa a dar entrevistas resulta atractiva a la hora de querer explayarse, la segunda funciona como una epifanía de algo.
Resume la vida de este personaje que hoy cumple 89 años; la vida, al final, de alguien que nunca supo pedir perdón.
Hablo de perdonar no porque sea fundamental para una sociedad –por más que lo sea. Hablo de perdón porque siempre me ha llamado la atención la gente que no sabe pedirlo, encontrarlo. Una de las pocas veces –si no es la única– que este consorcio pidió perdón ocurrió para la muerte de Felipe Camiroaga, el año 2011. Al día siguiente del accidente ocurrido en Juan Fernández, Las Últimas Noticias llevó en la portada la cara del conductor de televisión, acompañado del titular «El último vuelo del halcón» –halcón era el sobrenombre con el que se le conocía.
Tanto fue el revuelo que el sábado, un día después, el diario pidió disculpas a los lectores que se habían sentido ofendidos. Pero era firmada por el hijo de Edwards.
Ni la peor portada de La Segunda –“Exterminados como ratones”, publicada en 1975, que demostró que el consorcio no solo encubría estos asesinatos, sino que también participaba en las operaciones de inteligencia– ni tildar como crimen pasional el operativo contra Marta Ugarte fueron suficientes para hacer recapacitar a Edwards. “La Marta no era linda”, dijo Mónica González una vez, en una conferencia, aludiendo al epígrafe que acompañaba esta noticia, ese que hablaba del asesinato de una “hermosa joven”.
Un amigo me dijo que la palabra «pero» le quita el crédito a todo lo que dijiste antes. Me gustaría decir que este personaje no es siniestro, pero lamentablemente hay evidencias de que lo es.
La historia con su hermana Sonia es un ejemplo de esto, relatada en un artículo de The Clinic. Ella era una mujer que simpatizaba con el gobierno de Salvador Allende, aquellos días en los que su hermano se había autoexiliado en Estados Unidos. Una vez quedó embarazada de un ayudante, y antes de que empezaran a circular los rumores, la mandaron a Inglaterra. «Ella tuvo una niñita. Cuando despertó de la anestesia pidió ver a su hija. Ahí le dicen que no está… Agustín se las había arreglado para quitársela y dejarla a cargo de una nodriza”, se puede leer en el artículo.
Luego de muchas historias, el Colegio de Periodistas terminó por expulsarlo del gremio. Cada vez está más solo, con gente a su alrededor que aparenta tenerle cariño.
No puedo más que sentir tristeza por alguien que se va a morir sin haber tratado de entregar una explicación a tantas cosas mal hechas –estar entre los organizadores del golpe de Estado, por decir algo. O peor: sin darse cuenta de que lleva una vida haciendo las cosas muy mal.