Los significantes—algunos dirán “los símbolos”—constituyen el espacio privilegiado donde se desatan las batallas políticas. Su ocupación, el desafío de capturarlos, sin embargo, no depende de la voluntad de aquellos que, lanzados al torrente de la lucha de clases, en su modulación institucional o contra-institucional, intentan quedarse con lo que [Ernesto] Laclau llamaba la “representación metafórica” de las demandas sociales.
Una de las características fundamentales de la insurrección chilena, con sus descargas de violencia y sus outburst de rabia social, es haber efectuado una subversión radical de los significantes—y por tanto, un resquebrajamiento de la ideología neoliberal dominante. Lo que permitía esa ideología neoliberal era, ante todo, una orientación microfascista de los deseos de dignidad material y afectiva hacia la esfera de lo individual. El neoliberalismo puede ser leído, desde luego, como una variación específica en los modos de acumulación capitalista después del agotamiento de la experiencia fordista y keynesiana, como lo que David Harvey llamaba “acumulación por desposesión”—en el fondo: desposesión de derechos básicos y transformación de los servicios sociales en bienes de mercado.
Pero también como una estructura inconsciente, como una reformulación radical del inconsciente capitalista: una en que la elaboración específica del deseo debía pasar por la necesidad de auto-superación, de aceptación pasiva—modo “budista zen” de la explotación—y de acumulación del significante “más universal de todos”, al decir de [Jacques] Lacan, el dinero. El dinero como significante fálico: ¿no ha sido el neoliberalismo el que convirtió el auto y la billetera, el deportivo y el crédito, en investiduras libidinales equivalentes al gran ofertón patriarcal de la virilidad exacerbada? Procedimiento que podemos leer como un caso clínico: la muchacha que deja a su novio millonario porque súbitamente perdió los recursos que movilizaban su amor no es, para la psiquis neoliberal, una simple arpía que nunca amó, que nunca quiso. Se trata más bien de que el amor estaba ubicado libidinalmente en lo que el otro representaba bajo la investidura del dinero. No es que ame el dinero, es que el dinero debe estar encarnado para constituir—investir—un sujeto amable.
Una de las características que podríamos llamar “superestructurales”—o superegoicas—del inconsciente capitalista en su forma neoliberal es la pulsión centrista. Diremos respecto al término “pulsión” que Freud sabía perfectamente que nunca era asimilable a un deseo consciente, y ni siquiera a algún tipo de energía metafísica. Pulsión es discurso (cf. Pulsión y destinos de pulsión). Esta pulsión centrista estaba reflejada sobre todo en el espíritu de la transición y las consignas del laguismo: “crecer con igualdad”, por ejemplo, era la posibilidad de mantener una política abiertamente neoliberal de superávit fiscal y ajuste al lado de una promesa que, repito, residía únicamente en el fuero privado de los individuos que debían esperar la promesa milenarista del “couching” y otras ideologías new age: el ascenso social, el aburguesamiento, la meritocracia. Pero también el llamado “buenaondismo” configuraba la posibilidad de un encuentro humanista o humanitario entre todas las personas de todas las razas obviando los signos de la violencia social y la lucha de clases, las marcas raciales de la dominación española-criolla y por supuesto, la molesta tradición—cuasimuerta—de lucha de la clase obrera chilena. Un joven, todavía profundamente católico—lo que da cuenta de la dimensión del problema, dicho sea de paso—Louis Althusser (en La internacional de los buenos sentimientos) se preguntaba respecto a los intelectuales bienpensantes y buenaondistas de su época “si no tienen en realidad alguna esperanza oculta, si no sirven a una causa y a un señor que no invocan: unida en un socialismo verbal y moralizador que escamotea los antagonismos sociales, manteniendo bajo concepciones de forma el capitalismo en lo esencial de sus posiciones”. Por ahora, en Chile, nadie está hablando de destruir o acabar con el capitalismo: pero la evitación de los significantes es decidora.
¿Se hace otra cosa cuando, una vez que el candidato “comunista» se ha mostrado renuente con la posibilidad de dialogar con el centro neoliberal, se impone por todos lados la buenanueva de que el candidato del frenteamplismo sí dialoga con todos?, ¿no fue la operación siguiente aprovechada por la comunicabilidad experta y el tuiteo frenético de autodenominarse como la “izquierda democrática” un ejemplo de esta portentosa habilidad para reivindicar lo bienpensado y lo buenaonda?
El objetivo u objeto oculto de esta operación humanitaria de tolerancia universal es, desde luego, la existencia de una violencia de rechazo, una intolerancia radical, de cuño reaccionario. Cabe recordar aquí la paradoja del monoteísmo en su versión fundamentalista analizada por Zizek (cf. El títere y el enano): el fundamentalismo necesita destruir y aniquilar otras religiones precisamente porque es secretamente politeísta, porque no puede dejar de considerar el remanente de realidad de los otros dioses. La obsesión por distinguirse frente a los “intolerantes”, los que “no dialogan”, los que “solo conversan con los que piensan igual que ellos”, ¿no podría esconder algún tipo de intolerancia? Si algo enseña Freud en La interpretación de los sueños es que el deseo siempre está torcido, o como diría Lacan, lo cagan de antemano: siempre es cornudo. No puede leerse en su transparencia, no porque constituiría una ingenuidad, sino porque no nos satisface. En otros términos, este espíritu dialogante de “la internacional de los buenos sentimientos” está atado a la imagen de una otredad, de una alterada intransigente que hiere. Históricamente, en Chile, esa otredad es el comunismo. Situación que ni siquiera requiere ser demostrada en el ámbito de la historiografía: los medios de comunicación y su campaña salvaje de desprestigio programático y de denostación psicológica—“enojón”, “soberbio”, como si en Chile la soberbia y la rabia fuesen un atributo sólo permisible para futres, pijes y burgueses—contra Daniel Jadue, parece prueba suficiente. ¿No es el ensalzamiento frenético de la buenaonda y el diálogo, la “conversación” humanista, actitud todavía extremadamente cristiana aunque no católica, una forma de decir: “¡cuidado ahí, el comunismo!”?
El estallido fue no sólo una reacción contra la desigualdad y la pobreza, contra el arribismo innato de las nuevas religiones morales del neoliberalismo—el couching, la “buena presentación”, el dialoguismo, la meritocracia—sino también contra la pulsión centrista. Las consignas políticas de esta pulsión están a la vista: el gradualismo, la “gobernabilidad”, el diálogo y sus promesas, el cuidado de las formas, la condena unilateral a todas las violencias y—lo que Gabriel Boric ha encarnado de una forma casi lisonjera—el llamado “condenismo”, que engancha con la guerra de civilizaciones y la política exterior norteamericana desde Bush, consistente en separar aguas entre los gobiernos del bien y los del mal. El propio concepto de “gobernabilidad”, básico en cualquier “condena”, influyó en las políticas públicas norteamericanas de los años 80’, definiendo la ofensiva neoconservadora, y en los Think-tanks de la Concertación fue el elemento pivotal para propiciar la firma de tratados de libre comercio y comprometer a la Concertación en una pugna internacional para el retorno de Pinochet desde Londres. Esta irradiación centrista, paradójicamente, es hoy día enarbolada desde sectores que antaño se jactaban del “autonomismo” y de lo que supone una crítica radical a la deriva autoritaria y estatalista de cierto marxismo clásico (cf. Negri en El trabajo de Dionisios). Lo que queda de ese autonomismo es probablemente un sobrante actitudinal, porque el centrismo contemporáneo, otrora autonomista, se haya al fin completamente atrapado en los significantes de la transición.
Si algo caracteriza a la insurrección chilena es que rompe con el inconsciente capitalista neoliberal, avanzando hacia otra cosa, un ámbito todavía en fragua, patentizado en las frases de odio a los ricos que invadieron las calles de Santiago (“cuico culiao déjanos la calle limpia”) y en el desprecio masivo a los personajes que antes copaban las imágenes de lo que se suponía un bienestar alcanzable por medio del ascenso social y el couching—las “estrellas” de televisión, los periodistas, la farándula.
Una de las fantasías intelectuales más notables de un sector del centrismo fue, precisamente, la posibilidad de un populismo que todavía tuviese los visos de la “internacional de los buenos sentimientos” y la gobernabilidad, inspirado en Iñigo Errejón y la experiencia fracasada de Podemos. Se trataba de una deriva “de manual” del análisis del populismo desarrollado por Laclau en los años 80’: lo que no podía calcular esa ilusión mesocrática de populismo liberal, es que de hecho el populismo está asociado a formas de violencia que no pueden ser condenadas y desechadas desde una distancia estructural con la acción de masas convertida en burocratismo institucional. Por eso el elemento populista en Chile, por las características de lo que un historiador de derecha (Jaime Eyzaguirre) llamaba “el inconsciente chileno”, no podía sino surgir desde una reaparición siniestra y a menudo violenta de esa alterada conjurada y sus conceptos—lucha de clases, contradicción capital-trabajo, etc.
Por más que la transitología neoliberal y su eterno fluir de reformas tecnocráticas de baja intensidad—bonos, programas sociales, focalización—reprimiera y escotomizara estos términos añejos, reaparecieron en el discurso público con un candidato presidencial que cita los Manuscritos económico-filosóficos de Marx y proviene de la militancia en organizaciones radicales de la izquierda palestina. “¡Cuidado ahí, el comunismo!”, representa la última intentona del sentido común neoliberal/el inconsciente capitalista para recomponer el viejo pacto de sumisión criollo entre la fronda aristocrática y la potencia plebeya.
No resulta casual, en ese sentido, que la épica que exhibe la campaña de Gabriel Boric en su franja intente atar el 18 de octubre con las movilizaciones estudiantiles de 2011—mucho más compuesta y ordenada, sin saqueos, sin violencia social, con dirigentes estudiantiles de la elite blanca y criolla encabezando marchas pacíficas—intentando restituir una dote imaginaria que enganche la protesta al parlamentarismo. Es un intento por mostrar que, aún en el momento más traumático, todavía estuvimos habitados por los buenos sentimientos de la tolerancia liberal y el respeto por la democracia (burguesa). Lo señalo de nuevo: ninguno de los dos programas en juego en la primaria del próximo domingo encarna la destrucción del neoliberalismo ni asegura el surgimiento de un nuevo “bloque histórico”, para utilizar un término de Gramsci. Sin embargo, frente al espíritu subversivo de la candidatura comunista, el frenteamplismo vuelve a ofrecer un último respiro al superyo social de la transición. Los llamados a la unidad bien intencionados de ciertas bases y dirigencias contrastan con la agresividad partisana y micropolítica, a menudo vulgar, incluso cuma, con la que los partidarios de uno y otro bando se enfrentan. Pensar que este enrostramiento mutuo y esta avalancha de ridiculizaciones son el resultado de un ánimo gratuito por destruir una gran alianza, es un tipo de ilusión fraternocrática, pequeñoburguesa, que obvia lo que la insurrección de octubre marcó con fuego y rabia: la batalla radical por los significantes políticos. Más que mal, como saben los viejos militantes, lo que ocurre en la confrontación electoral, sigue siendo la lucha de clases.
Por Claudio Aguayo
* Profesor de filosofía, candidato a doctor University of Michigan.