Contra todo pronóstico y derribando gran parte de las hipótesis, el ex presidente Sebastián Piñera regresará a La Moneda a partir de marzo próximo para extender su gobierno por los siguientes cuatro años. Piñera se suma a una oleada neoliberal recargada que se filtra por diferentes países de la región y refuerza un proceso de regresión conservadora en Latinoamérica. En Chile, el candidato de la derecha y ultraderecha se impuso al abanderado socialdemócrata Alejandro Guillier, pese a su prontuario de irregularidades comerciales, a no pocos escándalos de corrupción y al repudio ciudadano a los efectos del modelo de mercado.
El triunfo de Piñera se suma también a los errores de diagnóstico y sondeos. El empate técnico, tal como fue también pronosticado en las elecciones estadounidenses del año pasado, tampoco se ha concretado en Chile. Un voto oculto, del cual tendrán que hacerse cargo analistas y observadores, se canalizó hacia la candidatura del multimillonario político. Las hipótesis que afloraron el 19 de noviembre pasado respecto de un país que giraba definitivamente a la izquierda parecen quedar atoradas a partir de este domingo.
La votación a Piñera no ha considerado el repudio a la clase política expresada en sondeos múltiples de opinión. Millones han votado por un candidato que, contrariamente al socialdemócrata Guillier, representa a la torcida relación entre la política y los negocios que parece no haberse visto alterado por su desprestigio y repudio ciudadano. Las cúpulas partidarias y el propio sistema electoral se protegen contra todo evento con las estructuras de una institucionalidad también en franco deterioro.
Ante esta evidencia, que se sostiene frente al mal tiempo político y el malestar social, la reacción de la ciudadanía ha sido, sin embargo, nula. Si en algún momento durante esta década pensamos que las movilizaciones de estudiantes, a las que siguieron los trabajadores y los pensionados, podrían empujar hasta derribar un modelo cuyo colapso era inminente, hoy estas percepciones se han disipado reinstalando aquella convicción arrastrada por décadas sobre la pasividad e inmovilidad de la sociedad chilena. La desigualdad es una agresión permanente, la corrupción está generalizada en todas las fuentes del poder y el dinero, el abuso empresarial se reproduce con su violencia simbólica y el malestar cotidiano es profundo. Pese a este escenario, claramente desequilibrado y disonante, hemos vuelto a la parálisis y mutismo que tan tristemente caracterizaron los años de la transición, los consensos negociados y sistema binominal.
Frente a estos antecedentes debiéramos considerar otro elemento que nos llena de perplejidad. Las mayores movilizaciones, con la honrosa excepción del glorioso movimiento de los Pingüinos hacia mitad de la década pasada, se destaparon durante el gobierno de Sebastián Piñera. De alguna manera la presencia en La Moneda de los neoliberales y oligarcas originales crecidos al alero de la dictadura de Pinochet, fue la chispa que faltaba para convertir en rabia una molestia acumulada por más de una década. Hoy, con aún más y bien sobradas razones para que este malestar sea legítima indignación, la respuesta ciudadana se expresa en una votación a favor de los oficiantes del modelo y dueños de las corporaciones. La deteriorada vida seguirá su curso en una de las sociedades más neoliberales y desiguales del mundo. Un vistazo a lo que sucede hoy en Brasil o Argentina nos puede dar una señal de lo que nos espera.
Un neoliberalismo recargado no tiene nada que ofrecer ni tiene posibilidades de responder a las demandas de la ciudadanía. Su triunfo responde a la farandulización de la política, a su condición de espectáculo de masas, acaso a la opacidad y ambigüedad del candidato socialdemócrata. Lo que podemos ver en el corto y mediano plazo en una tensión mayor de todos los problemas, como las bajas pensiones, el endeudamiento de los jóvenes y sus familias, la privatización de la salud y una certificación de la corrupción. Pese a todo ello, a los sufrimientos de muchos en los años venideros, queda un espacio de esperanza. Es posible una radicalización de los discursos, como ya lo expresó el Frente Amplio y algunos de sus dirigentes. El terreno y el tiempo para los cambios desde la sociedad civil sigue propicio.
El Ciudadano