¿Cómo viven los chilenos pensionados por las AFP?

Tras una vida laboral destinando obligadamente parte de nuestros ingresos al sistema privado de ahorro, la posibilidad de un descanso luego de la jubilación no está garantizada. Acá algunas experiencias de lo que significa “guardar” tus fondos en alcancías sin fondo.

¿Cómo viven los chilenos pensionados por las AFP?

Autor: Priscilla Villavicencio

articulo pensiones

El pasado 13 de julio una nota de LUN quiso relevar como algo plausible el hecho de que siendo casi un octogenario, Exequiel Contreras continuara ejerciendo como jornalero de la construcción. “¡Qué tal! El mejor trabajador de Chile tiene 78 años”, tituló el artículo, haciendo hincapié además en que el hombre había recibido el premio al mejor trabajador del año entregado por la Mutual de Seguridad.

¿Por qué una persona de esa edad, que -como dice la nota- “empezó su vida laboral cuando niño para ayudar a su hogar”, que debiera estar descansando hace 13 años, continúa trabajando?

Camuflada, lejos de aparecer como uno de los destacados del texto, estaba la genuina respuesta de Exequiel: “Una de las cosas de por qué trabajo es por darle apoyo a mis nietos y vivir un poco mejor. Yo tengo una pensión de 190.000 pesos y con lo caras que están las cosas, la plata no alcanza”.

De acuerdo a estadísticas de la Fundación Sol, elaboradas a partir de información de la Superintendencia de Pensiones, “el sistema de ahorro privado forzoso (capitalización individual) actualmente paga 1.120.000 pensiones de vejez, invalidez y sobrevivencia, cuyo monto promedio apenas es de $205.000 y con el aporte previsional solidario del Estado llega a $219.000”.

Un panorama que empeora cuando se consideran solo las pensiones de Vejez que pagan las AFP -es decir, el Retiro Programado-, y que es el más masivo de las modalidades de pago del sistema privado. En ese caso, sin el aporte del Estado, el 91% de los cotizantes reciben montos que están por debajo de los $156.000. “Una auténtica catástrofe social”, sostienen en la Fundación.

¿Cómo vive una persona jubilada bajo este sistema de pensiones? ¿Alcanza a cubrir sus necesidades básicas? ¿Qué opciones tiene de acceder, por ejemplo, a alguna actividad cultural pagada? ¿Puede, efectivamente, jubilarse? ¿Vive o sobrevive?

Acá algunas experiencias de quienes han sido obligados a ahorrar en los sacos rotos del sistema privado. Historias que demuestran que, al menos en Chile, la palabra jubilación está lejos de significar “gritar de alegría”.

“ESTÁBAMOS PREOCUPADOS DE CONSERVAR LA VIDA”

Fue en 1981 que la dictadura estrenó en nuestro país el sistema privado de pensiones chileno, las AFP, creado por José Piñera. “Primero nos mintieron, nos dijeron que se iba a terminar el INP, el antiguo sistema de pensiones, y nos asustamos; y ya teníamos susto de la dictadura”, recuerda la profesora Mariela Calderón Sandoval. “No teníamos mucha conciencia del nuevo sistema cuando nos trasladaron. Nunca las estudiamos, en verdad, estábamos preocupados de otras cosas, de conservar la vida”, apunta.

La docente trabajaba entonces en el Liceo Diego de Almeyda de El Salvador, en la provincia de Chañaral, Región de Atacama. “Teníamos un sueldo mucho mejor que los profesores de acá (Santiago), por tener ‘zona’, eso lo aumentaba bastante”, indica. Por problemas personales debió emigrar a la capital en 1992 y ejerció como profesora hasta 2008, terminando sus años de servicio en el Liceo Manuel Barros Borgoño. Fue entonces que jubiló.

“Yo llevaba la cuenta de las cotizaciones que iba haciendo y pensaba que iba a tener una buena jubilación”, recuerda Calderón, quien cuenta que un año antes de dejar de trabajar se desencadenó la crisis de 2007. “Yo perdí como 10 millones de pesos”, se lamenta. Cuando se enteró de lo que realmente recibiría como pensión, se llevó una doble sorpresa. La primera: La cifra alcanzaba apenas los 400 mil pesos, cuando ella calculaba que superaría los 800 mil. La segunda: Aún así, esta era mucho mejor que la de sus compañeros de Santiago.

“Me empiezo a fijar en los otros colegas y tenían una jubilación que era terrible. ¡Me dio tanta pena! Y ahí empezó la idea de asociarnos y juntarnos. En ese tiempo nadie hablaba de las AFP, nadie sabía. Comenzamos a hablar entre colegas, en el Colegio de Profesores -en donde yo empecé a trabajar como dirigente- y nos vamos dando cuenta de la tremenda estafa”, rememora.

Ese fue el empujón para que en 2011 decidieran que algo había que hacer, dando vida un año después a la Asociación Gremial Nacional de Pensionados y Pensionadas del Sistema Privado de Pensiones de Chile (ANACPEN A.G). Mariela es su presidenta.

Una suerte de ‘militancia’ que la profesora lleva consigo cargada de una simbólica solidaridad, pues representa justamente la oposición a lo que promueve el sistema de capitalización individual impuesto por la dictadura a través de las AFP. “Mi pensión me da para vivir, no como vivía antes cuando trabajaba en El Salvador, por ejemplo, pero me da para tener una vida bien tranquila. Pero no así para mis colegas que en este momento se están jubilando, sacando a lo más 230 mil pesos, con 40 o 45 años de servicio”, reflexiona.

ANACPEN se inició con alrededor de 50 personas. En un tiempo duplicaron esa cantidad. Salieron a la calle, enviaron cartas a la presidenta Bachelet durante su primer mandato, a los parlamentarios, se unieron con otras organizaciones, como ‘No Más AFP’, hasta que lograron que se creara en el Congreso una comisión, en donde por un período de un año expusieron la problemática y presentaron sus propuestas, las que fueron incluidas en un documento entregado a la mandataria. “Lo que más hicimos fue concientizar a la gente”, dice.

Como organización sostienen que se debe terminar con el sistema de AFP. “No es posible que el Estado no se haga cargo de los adultos mayores, de las personas de edad, no puede estar ajeno a este problema”, cuestiona Calderón, agregando que “con las comisiones que cobran estas empresas, con las inversiones que hacen -donde generalmente los cotizantes estamos perdiendo- ellos están ganando por montón”. Frente a este escenario, la dirigenta es categórica: “Tiene que haber, obligadamente, como es en casi todo el mundo, un sistema de reparto solidario, porque o si no, no se puede tener una pensión digna”.

RESISTIENDO CON LO BÁSICO

Hicimos el ejercicio de calcular un promedio de los gastos básicos de alimentación, higiene, salud, servicios, transportes y calefacción en los que debe incurrir una persona en un mes para satisfacer sólo sus propios requerimientos. Una canasta básica individual para 30 días, comprada en un supermercado del centro de Santiago, que contenga legumbres, pastas, salsa de tomates, huevos, aceite, arroz, pollo, carne de vacuno, agua, pan, queso, mermelada, té, café, azúcar, leche, sal y útiles de aseo y de limpieza se traduce en alrededor de $43.000.

En cuanto a lo destinado mensualmente a las compras de frutas y verduras tradicionales en una feria libre, el monto aproximado es de $25.000. En tanto, en el pago de servicios (luz, agua, gas de cañería y gas en cilindro) una persona debe asignar alrededor de $20.000. En transportes, considerando tres salidas a la semana, se van unos $11.500 al mes. Y si se cuentan dos consultas al médico durante ese período, otros $15.000.

Es decir, sin considerar, por ejemplo, una compra de ropa o zapatos, de algún electrodoméstico, de medicamentos, la asistencia a algún evento cultural, una comida en un restaurante, la adquisición de un libro, un viaje fuera de Santiago, la alimentación de una mascota y -probablemente lo más desequilibrante en términos financieros- un arriendo de una casa, un departamento o una pieza, una persona gasta al mes aproximadamente $115.000 en cubrir sus necesidades básicas. De acuerdo a este cálculo y según los datos de la Fundación Sol, ese pensionado tendría muy pocas posibilidades de hacerse cargo de estos últimos gastos u otros, así como de alguna emergencia económica.

LAS SALVADORAS SOPAIPILLAS

La señora Blanca Flores tiene 63 años. Jubiló hace dos. Trabajó toda su vida en hogares de ancianos y clínicas, la Santa María entre ellas, en atención de pacientes. “Lo que hoy se conoce como técnico paramédico”, apunta. “Me jubilé, pero resulta que ahora tengo que sacarme la mugre igual, tengo que trabajar más duro que antes”, señala. Recibe una pensión de invalidez de 74 mil pesos.

“He hecho de todo. Salir a hacer planchado, lavar, hacer aseo, almuerzos, he dado pensión, lo que sea”, cuenta. Finalmente decidió instalarse con un carro de sopaipillas en la Avenida Portugal, cuando se dio cuenta que su pensión no le alcanzaba para pagar la universidad de su hija de entonces 21 años. “Pasamos 20 días a pancito y tecito. No podíamos hacer comida, un almuerzo, como corresponde”, dice Blanca.

Vive en una pieza en el centro de Santiago. “Las pensiones en Chile son vergonzosas, porque uno trabaja, se saca la mugre, y ya sea dependiente o particular una misma se va pagando sus imposiciones para que después le paguen una mugre. Imagínese, ¡¿quién vive con 74 mil pesos?!… si hay que pagar luz, agua, gas, arriendo, en eso a lo mejor se va todo”, plantea la mujer.

¿Opción de retirarse a descansar? “Voy a trabajar hasta cuando el Señor me dé la vitalidad”, dice Blanca.

“ESTOY OBLIGADO A SEGUIR TRABAJANDO”

Cerca de ella trabaja Raúl Raposo. Tras tener que abandonar sus estudios de Administración Pública en la Universidad de Antofagasta en medio de la dictadura, el año ´81 ingresó como administrativo contable al Banco de Santiago (hoy Banco Santander). Allí estuvo por alrededor de nueve años. Asegura que tenía un muy buen sueldo para ese tiempo y que pudo estudiar y capacitarse permanentemente gracias a ese empleo. Eso hasta que fue despedido en el contexto de la intervención que hizo el Régimen para ayudar a la empresa, tras la crisis económica de 1982.

Trabajó en distintos lugares, llevando la contabilidad de casas comerciales y restaurantes, hasta que en el año 2000 encontró un empleo como conserje en un edificio de Avenida Portugal, casi al llegar a Santa Isabel. Tiene 59 años. Le quedan solo 6 para dejar de trabajar. Eso, en teoría.

“Estoy obligado a seguir trabajando”, advierte don Raúl. Hoy gana alrededor de $600.000. “Con las cartolas que me llegan, me dicen que si yo llego a los 65 años imponiendo todos los meses, sin lagunas, tendría una pensión más o menos de $350.000. Yo no puedo vivir con eso, eso no alcanza para nada”, critica el conserje y explica: “En las cuentas se nos van casi 100 mil pesos, y quedaría con 200 mil para comer, vestirme. La gente está obligada a seguir trabajando después de la edad de tope de jubilación. Yo voy a jubilar a los 65, esa decisión ya está tomada, y voy a tener un trabajo paralelo”.

El conserje es consciente de que su situación es “mejor” que la de muchos chilenos. No debe pagar arriendo, pues heredó una casa de su padre, sus dos hijos ya son profesionales y su pensión al menos sobrepasa los 300 mil pesos. Otros, apunta, “ni siquiera los 150 mil reciben, porque hay un porcentaje que recibe menos de 100 mil. Los viejitos que usted ve en los bancos a fin de mes, con 70, 80 mil pesos… ¡Es miserable! Entonces, como que esto da impotencia”, dice.

“Uno debiera poder tener sus ahorros, sacarlos al jubilar. Porque empiezan las enfermedades, entonces la miserable plata que va a recibir uno la va a gastar en remedios, como lo hacen los viejitos ahora”, apunta don Raúl, poniendo como la realidad opuesta el caso peruano. Desde este año, quienes se pensionen en ese país a los 65 años pueden retirar el 95,5% de sus ahorros. “En vez de que los capitales se vayan al extranjero, ellos prefieren dárselos a sus conciudadanos. Son inteligentes”, dice, y añade: “Eso se debiera hacer en Chile. Acá hay una sinvergüenzura total, es un robo lo que están haciendo, se quieren enriquecer los empresarios y que los demás se mueran de hambre. Ese es el lema”.

La realidad expuesta por estos jubilados da cuenta de que las AFP han convertido a Chile en una suerte de cementerio de elefantes. Una de las tesis que intentan explicar estos lugares encontrados a lo largo de la historia dice que al llegar a una avanzada edad, estos animales se ven imposibilitados de levantar su trompa para tomar agua, por lo que deben comenzar a adentrarse cada vez más en los lagos para conseguirlo. Los años, su peso, la pérdida de fuerza, no les permitirían en algún momento volver a salir de allí, por lo que terminan inevitablemente muriendo en ese lugar.

Nuestros elefantes son chilenos y chilenas imposibilitados de retirarse a descansar a un lugar mejor, obligados a continuar sumergiéndose día a día en el trabajo para seguir viviendo, asaltados por extraños cazadores que se han apropiado de sus ahorros de toda una vida como si se tratara de valiosas piezas de marfil.

RECUERDA QUE LA ACTUAL EDICIÓN DE EL CIUDADANO EN KIOSKOS VIENE CON ANÁLISIS A FONDO Y REPORTAJES SOBRE LAS AFP

 

 


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