Por Rodrigo Mallea, abogado y fundador de Disidencias en Red
En las últimas semanas hemos presenciado gravísimos actos de violencia en contra de la comunidad LGTBIG+ de nuestro país. El pasado 11 de septiembre una pareja gay fue expulsada del supermercado Líder de Quilpué por parte de guardias de seguridad a la vez que recibían insultos homofóbicos. Esta semana conocimos el caso de una pareja de lesbianas de Talca que recibieron ataques lesbofóbicos por parte de su arrendador, un fanático religioso que también intentó expulsarlas de su domicilio por razón de su orientación sexual. El pasado fin de semana, un joven de veintiocho años sufrió brutales agresiones en Lampa producto de un sangriento ataque homofóbico producido por cinco sujetos. El colofón de esta dolorosa secuencia de actos de violencia se produjo con el doble homicidio de dos activistas LGTBIG+ en la comuna de La Cisterna, Miguel Arenas y el joven trans Vicente González. Ya nos cansamos.
Esta preocupante situación que estamos viviendo se enmarca en un contexto internacional en el que han venido proliferando ataques indiscriminados y violentos en contra de la población LGTBIQ+. Existen situaciones límite como es el caso de Polonia, en donde más de cien ciudades del país han aprobado resoluciones en las que se declaran libres de “ideología LGTBIQ+”.
La violencia de género en contra de la población sexodisidente es un fenómeno estructural y permanente en el tiempo. Se manifiesta como cualquier tipo de acción u omisión que resulte en un perjuicio a una persona solo por su sexo, género, identidad, expresión u orientación sexual. Se reproduce mediante la imposición de estereotipos y expectativas obligatorias, como la masculinidad para los hombres o la feminidad para las mujeres, o bien, el mismo hecho de pensar en términos binarios y opuestos “hombres y mujeres” siendo que los espectros identitarios representan una gama mucho más amplia.
Los preocupantes niveles de violencia en contra de las personas LGTBIQ+ ameritan una respuesta contundente y firme por parte del Estado de Chile. Sabemos que existe una grave debilidad a nivel institucional de la cual esperamos hacernos cargo a través de la Nueva Constitución que el pueblo de Chile ha exigido en las calles, pero esto no debiera impedir una respuesta clara e inequívoca del gobierno de Sebastián Piñera, quien, hasta el momento, no ha situado esta tragedia dentro de sus prioridades políticas. Hoy día la voluntad política de parte del conservadurismo oficialista no existe.
El rol del Estado sin duda debe ser el de implementar políticas y medidas necesarias para cumplir las obligaciones de prevención, investigación y sanción de estos graves hechos, garantizando la integralidad de derechos y deberes de todas las personas sexodisidentes. Sobre esto mismo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha reconocido que, respecto de grupos vulnerables y víctimas de discriminación estructural, existe un deber específico y reforzado de protección efectiva. Lo anterior siempre tomando en cuenta todas las estructuras de la sociedad que generan opresiones múltiples y generalmente simultáneas, las que debiesen ser registradas por las instituciones mediante estadísticas, informes o cuentas que puedan servir como insumo para políticas públicas de prevención.
Es de perogrullo afirmar que las materias de género y diversidad sexual son inherentemente de derechos humanos, aquellos que le son inherentes a las personas sin distinguir sus cualidades personales. Ello implica, consecuentemente, que Chile cumpla y respete sus las orientaciones y obligaciones internacionales en la materia, reflejadas en pronunciamientos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, sobre educación, protección y prevención sobre la erradicación de violencia de género (Convención Belém do pará), prohibición de discriminaciones a grupos protegidas (Atala Riffo vs. Chile), la obligación de respetar la expresión real o percibida de las personas (Flor Freire vs. Ecuador), la igualdad de derechos patrimoniales (Duque vs. Colombia), la prohibición de tratos inhumanos y tortura (Azul Rojas Marin vs. Perú) y el necesario respeto social y registral irrestricto a personas trans (OC 24/17).
Por último, y no menos importante, es vital resignificar el rol de los medios de comunicación, masivos, tradicionales y también aquellos de líneas alternativas y autogestionadas, en torno a la visibilización de las situaciones de violencia en la agenda pública. Dar a conocer estos hechos en medios permite situar una oportunidad de enfrentar la labor comunicativa sobre los crímenes de odio y la discriminación como un fenómeno social y no personal, que tiene soluciones y formas de enfrentarlos, y no solo como un anécdota casual y servil al morbo. Los medios son responsables de la violencia de género cuando reproducen contenido patriarcal y se omiten activamente de lo esencial de su labor: informar.
El Chile constituyente de la revuelta tiene un horizonte claro: una democracia disidente, activa y participativa, para conquistar una vida digna, plena y libre de violencias. Una cosa es clara y debe ser una máxima para todas las personas, LGBTIQA+ o no: No podemos ser indiferentes.