Cuando el Estado rompió el contrato con sus profesores

El paso dado en 2024 con la promulgación de la Ley N° 21.728 marca un hito histórico. El Estado, después de más de cuatro décadas, asume su responsabilidad y comienza a reparar un daño que no era solo económico, sino fundamentalmente moral. Un daño que pasó de generación en generación, y que hoy —por fin— comienza a sanar.

Cuando el Estado rompió el contrato con sus profesores

Autor: El Ciudadano

Por Pablo Carrizo Orellana

1981 fue el año que marcó la fractura laboral, institucional y moral a través de la transformación estructural más radical del sistema educativo en Chile: “la municipalización de la enseñanza”, lo que implicó el traspaso forzado de la administración de los establecimientos públicos desde el Ministerio de Educación a las municipalidades.

Entre los elementos más críticos de ese traspaso estuvo la exclusión de los docentes de un derecho clave: la Asignación del 90% del sueldo base imponible, establecida por la Ley N° 15.386. Esta asignación era parte esencial de su remuneración como funcionarios públicos. Al quitárselas, miles de profesores vieron mermados sus ingresos, por ende, sus cotizaciones previsionales y, en consecuencia, la calidad de vida presente y futura de ellos y sus familias.

Este profundo error en el traspaso del sistema educativo no fue un error administrativo, sino que fue una decisión política amparada por la lógica neoliberal que caracterizó a la dictadura militar: descentralizar para debilitar, traspasando responsabilidades sin garantía alguna, y, por sobre todo, anular el vínculo entre el Estado y sus profesores. El daño no fue en términos de remuneraciones y derechos, sino que fue el tipo de “contrato social” que estableció arbitrariamente la Dictadura militar.

Crecí en ese Chile, recuerdo que tenía ocho años cuando escuché con mucha tristeza, frustración, impotencia y por sobre todo miedo, a mi madre decir “a los profesores el régimen nos hace tontos”. Recuerdo cómo les cambiaba el rostro a mis padres -ambos profesores de Estado- cada vez que el tema salía a la palestra; pero, que pese a este frustrante y desalentador escenario histórico para el magisterio, continuaron una lucha silenciosa y una entrega de lo mejor de cada uno en las aulas pese a la injusticia. Recuerdo también cómo mi padre falleció esperando que el país saldara esta deuda. Se fue con dignidad, pero con una herida de un Estado que nunca le devolvió lo que le había quitado.

Por eso, es que comparto que esta reparación no puede medirse solo en términos monetarios. Lo que está en juego aquí es algo más profundo: la necesidad de restituir un lazo ético entre el Estado y lo más importante de sus deberes: la educación pública. Esta deuda histórica no es solo con los profesores; es con el alma de nosotros como país.

Luego, desde el retorno a la democracia, todos los gobiernos desde 1990 reconocieron, de alguna forma, la existencia de la deuda. Hubo alentadores y rimbombantes discursos, informes, proyectos de acuerdo, pero finalmente nunca existió una verdadera voluntad política de cerrar el ciclo reivindicando los derechos de los y las docentes. El Colegio de Profesores luchó incansablemente: en las calles, en los tribunales, en las comisiones del Congreso. Incluso la Corte Suprema reconoció el perjuicio, pero siempre se amparó en que, sin ley, no podía haber reparación efectiva.

El paso dado en 2024 con la promulgación de la Ley N° 21.728 marca un hito histórico. El Estado, después de más de cuatro décadas, asume su responsabilidad y comienza a reparar un daño que no era solo económico, sino fundamentalmente moral. Un daño que pasó de generación en generación, y que hoy —por fin— comienza a sanar.

En efecto, ninguna ley puede devolver los años de espera, las pensiones indignas ni las vidas que se apagaron aguardando justicia. Pero este acto de reparación, más allá de su cuestionable contenido financiero, restituye dignidad, reconstruye confianza y reescribe con memoria uno de los capítulos más oscuros de la historia de Chile.

Porque un país que no honra a sus educadores es un país que renuncia a su desarrollo y futuro. Hoy, al fin, podemos decir que el Estado empieza a hacerse cargo.

A la memoria de mi padre, que murió esperando justicia.

A mi madre, que a sus 81 años será reparada con la frente en alto.

Y a todos los profesores y profesoras de Chile, que nunca dejaron de enseñar, incluso cuando el país les dio la espalda.

Por Pablo Carrizo Orellana
Hijo de profesores y de la educación pública.

La foto principal es de principios de los 80’; mis padres iban al liceo a enseñar, vigilados por soldados.
“Enseñar también fue resistir, esta foto es memoria y también es deuda.”


Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

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