Por Andrés Giordano, candidato a la Convención Constitucional por el Distrito 8 (Cerrillos, Colina, Estación Central, Lampa, Maipú, Pudahuel, Quilicura y Tiltil)
Tres días después del aplastante plebiscito de octubre donde Chile dijo fuerte y claro que quería un cambio estructural, el oficialismo logra acordar un “aumento” miserable de $6.000 al sueldo mínimo, en un debate marcado por la tradición patronal de decidir sobre realidades ajenas sin criterio del costo real de la vida, y manteniendo la lógica de subsidio fiscal al empresariado, además, a través del Ingreso Mínimo Garantizado; ambos debates enmarcados en una crisis sanitaria, económica y laboral.
En Chile, el sueldo mínimo apenas alcanza para costear el transporte público, el arriendo de una habitación pequeña, la “seguridad” social y un kilo de pan; de hecho, una familia de cuatro personas queda cerca de $130.000 por debajo de la línea de la pobreza si subsiste con este salario. Pero el nulo margen político para debatirlo, así como la debilidad colectiva de las y los trabajadores, ha cerrado los espacios para cambios estructurales, cuya consecuencia más patente es la desigualdad grosera en nuestro país.
Probablemente por aquella burla que audazmente llamaron “aumento”, la segunda discusión sobre el Ingreso Mínimo Garantizado y la Renta Básica Universal (RBU), irrumpió con cierta fuerza -pese a no ser una idea nueva-. Pero el debate entre defensores y detractores cobró rápidamente un tono técnico, redundando, como en el caso del sueldo mínimo, en un discurso alejado de las necesidades concretas de las trabajadoras y los trabajadores, pese a ser éstas las que debieran darle urgencia.
En este contexto, me parece importante explicitar que como candidato a la Convención Constitucional por el distrito 8, mi postura es que si somos todas las ciudadanas y ciudadanos de este país quienes generamos colectivamente la riqueza, la RBU es un derecho que debería estar reconocido constitucionalmente, con el Estado como garante del retorno de estas riquezas a la ciudadanía que las produce.
Lo cierto es que, como idea, la RBU es casi tan vieja como el capitalismo, pero fue desde la crisis de los años 80 que ésta comenzó a plantearse en el marco de los principios de justicia social. En Chile, junto con las severas deficiencias del sueldo mínimo y la capacidad negociadora de la clase trabajadora antes mencionadas, han sido las feministas quienes le han dado una nueva forma al debate, instaurando la discusión sobre el trabajo no remunerado -ejercido mayoritariamente por mujeres mediante labores domésticas y de cuidados- y abogando por su reconocimiento y colectivización. En la misma línea, las AFP anuncian un trágico eco de estos ingresos en forma de pensiones, cerrando un panorama verdaderamente devastador en todos los frentes: malos salarios, trabajo no pagado, malas jubilaciones.
Es por esto que la RBU no debe plantearse como resultado de una hiperabundancia generada por “la economía” -que ya sabemos que se va a los bolsillos empresariales que nunca están lo suficientemente llenos-. Por el contrario, la RBU debe entenderse a partir del carácter intrínsecamente social y como una retribución justa del trabajo de quienes producen o posibilitan la producción de la riqueza del país.
La actual crisis, y especialmente el modo de “sortearla” que ha tenido nuestro actual gobierno de empresarios, han vuelto demasiado evidente la necesidad de mantener fuera de riesgo la subsistencia de las trabajadoras y trabajadores; y especialmente de quienes tienen menores o ningún ingreso. Como política de “trabajo recompensado”, por tanto, la Renta Básica Universal es, no sólo un imperativo a defender, sino una prioridad a instaurar de forma soberana en la nueva Constitución, así como nuestra participación en las decisiones políticas que nos afectan.