Por Héctor Vega Tapia
La Resolución 1803 de 1962 de Naciones Unidas declara la soberanía permanente de las naciones sobre sus recursos naturales y contempla la facultad de las naciones para nacionalizarlos y de esta manera, disponer de sus riquezas naturales sin trabas ni chantajes. Llama al mismo tiempo a los estados miembros a respetar este derecho soberano de las economías menos desarrolladas. Con esto se abre la puerta para la nacionalización de los recursos mineros que las empresas transnacionales explotan en nuestros países bajo el cubierto de gobiernos extranjeros.
Allende nacionalizó lo que Frei ‘chilenizó’, cayendo bajo este régimen los yacimientos de Chuquicamata, Exótica, Salvador, Andina, El Teniente. Mandatados por el gobierno del presidente Frei Montalva, el ingeniero Raúl Sáez y el abogado Javier Lagarrigue, condujeron las negociaciones con las empresas norteamericanas Kennecott Copper Co. y la Anaconda Co. bajo cuyo control se encontraban los yacimientos citados. Voz disidente en estas negociaciones fue la de Radomiro Tomic, quien en esa época representaba al gobierno de Chile como embajador en Washington. Tomic pensaba que los términos de la asociación mixta, chilena-estadounidense, eran lesivos para el interés del Estado de Chile. Su lógica correspondía a una operación de auto financiamiento del Estado, que se constituía en garante de las deudas contraídas por las sociedades norteamericanas con los organismos internacionales de crédito, especialmente el Eximbank y la AID.
Cuando el gobierno de Salvador Allende nacionalizó los yacimientos del cobre y reemplazó la administración de las empresas norteamericanas por el pleno control del Estado de Chile, el gobierno norteamericano aplicó la Enmienda González, a lo que se agregaron otras sanciones por cuenta de las mismas compañías. El mayor efecto fue el embargo del mineral ante tribunales extranjeros.
El secretario de Estado del gobierno Nixon, W. Rogers, comentando la Ley de Nacionalización del gobierno de Allende y específicamente sobre las ‘rentabilidades excesivas’ incurridas por las compañías, expresaba que se trataba de una ley de ‘expropiación’. Históricamente las compañías extranjeras siempre consideraron que los yacimientos eran de su propiedad. En 1904, las compañías norteamericanas argumentaban que Anaconda y Braden habrían comprado los ‘derechos mineros’ sobre los principales yacimientos mineros de Chile, en consecuencia, eran propietarias. Por lo que justificaban la indemnización que demandaban en el proceso de nacionalización, argumentando que tenían un derecho de propiedad sobre los yacimientos.
En los meses previos a la elección de Salvador Allende por el Congreso (1970) las compañías norteamericanas comentaban por la prensa ante un eventual gobierno de la Unidad Popular, la conveniencia de mantener los acuerdos a que habían llegado con el gobierno Frei Montalva, a saber, compañías mixtas. Esto, argumentaban las compañías, significaba ‘mantener un circuito integrado entre pocos productores y unos pocos consumidores, en donde los consumidores son los mismos productores’. Esos acuerdos no podían ser desechados pues ‘fuera de ese circuito no existe ningún otro mercado de significación’. Salvo, agregaban, el de la Unión Soviética, que en compensación paga con ‘bajas tecnologías y mercancías de muy pobre calidad estableciendo así un dumping invertido’.
Concluían, si todo se mantiene en el circuito de las compañías mixtas, éstas podrían escoger ofertas pendientes irrefutables, como la de Sumitomo y Mitsubishi, sobre la mina del Cerro Río Blanco, quienes ofrecían un avance en efectivo de 32 millones 100 mil dólares. Hasta ahí, según las compañías norteamericanas, las conveniencias de respetar los acuerdos acordados con el gobierno de Frei Montalva. Si estos no se respetaban, la comercialización del mineral en los mercados mundiales se vería gravemente afectada. La amenaza no podía ser más clara.
En el ínterin, ante el peligro que el candidato Salvador Allende fuera elegido por el Congreso y llevara a cabo sus promesas electorales de nacionalizar las minas, las compañías Kennecott, Anaconda y Cerro Andina amenazaban con bloquear las ventas chilenas del producto en los mercados internacionales. El Plan se sustentaba en la diversificación de sus operaciones, lo que les permitía llevar el cobre extraído directamente de la mina al consumidor. La complicidad de las compañías con el gobierno de los Estados Unidos era tal que les aseguraba no depender en sus negocios de eventuales importaciones competitivas en el mercado de su país. Por lo tanto, alardeaban, que si Allende llegara a cumplir sus promesas electorales, los que sufrirían las consecuencias serían los mismos chilenos.
En definitiva, todo habría de jugarse en las indemnizaciones. Para determinar las ganancias de la explotación, el gobierno de Allende tomó en consideración las ganancias medias obtenidas por las casas matrices de las compañías funcionando en Chile. De esa manera se determinó una rentabilidad anual de las empresas nacionalizadas y de sus predecesoras de 10% de los valores que aparecían en los libros. Ahora bien, si se comparan las ganancias de las matrices a nivel mundial con las ganancias de las agencias locales se obtienen ganancias de las locales muy superiores a las de las matrices.
Al deducirse las rentabilidades excesivas, más el valor de algunos bienes de capital en mal estado, se obtuvo que Chuquicamata, El Salvador y El Teniente debían pagar al Estado de Chile en lugar de recibir indemnizaciones. Solo recibían indemnizaciones Exótica y Minera Andina. Para el cálculo se tomaron rentabilidades a partir del año 1955, es decir desde el Nuevo Trato, hasta el 31 de diciembre de 1970. A eso debía agregarse el costo que significaba para el Estado de Chile la necesaria remoción de estériles dejados por las compañías con la extracción rápida del mineral sin prever el futuro de las operaciones de extracción. Se calcula que al recibir el Estado la mina de Chuquicamata había una acumulación de unos 30 millones de toneladas de estéril que no había sido extraído, por lo que la mala administración de faenas revenía, a un costo de extracción de un dólar por tonelada, a 30 millones de dólares.
No cabe duda de que el tema de la nacionalización y las eventuales indemnizaciones debe abordarse desde el terreno mismo donde se le da curso concreto y definitivo. Quienes aborden las propuestas para lograr un estatus definitivo para la principal riqueza minera de Chile deberán estudiar exhaustivamente las fuentes que animaron el debate de la nacionalización en la época de los presidentes Frei Montalva y Allende. Me refiero principalmente a la Ley 17.450 de nacionalización de la Gran Minería del Cobre de 11 de julio de 1971, así como la Ley Orgánica Constitucional de Concesiones Mineras (LOCCM Ley 18.097 21/01/1982) y literatura histórica internacional, incluyendo especialmente el derecho indiano y las Declaraciones de Naciones Unidas, Diario de Sesiones del Senado, resoluciones de la Contraloría General de la República, publicaciones de prensa de la época, y, sin duda, los debates parlamentarios respecto a la nacionalización del cobre realizada por el gobierno del presidente Salvador Allende, tema que ha sido abordado en el libro La Batalla del Cobre, del principal asesor jurídico del presidente Allende, Eduardo Novoa Monreal.
La nacionalización consagra el derecho indiano establecido en Chile en el siglo XVIII y reconocido por don Andrés Bello (proyecto del Código Civil 1855), que, por supuesto admite la concesión, pero no a la manera de la LOCCM. Estos antecedentes han sido estudiados acuciosamente por el jurista Julio Vildósola Fuenzalida en su Tratado sobre el Dominio Minero y el Sistema Concesional en América Latina y el Caribe (Editorial OLAMI, CEPAL, 2000).
El sistema jurídico implantado por la dictadura cívico-militar modifica totalmente la tradición patrimonial-regalista heredera del derecho indiano para consagrar la llamada concesión plena o atribución del derecho de propiedad de la mina al concesionario. Lo que va en contradicción con el número 24 del Artículo 19 de la Constitución Política del Estado (CEP, 1980) que declara que el Estado tiene el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible de todas las minas, por lo que puede concesionar el mineral a los privados sin dejar de ser propietario.
Al dictarse el año 1982 la Ley Orgánica Constitucional de Concesiones Mineras (LOCCM) el concesionario pasó a ser propietario, consagrándose así la doctrina de la concesión plena, en contradicción con el artículo 19 ya citado de la Constitución de 1980. Jurídicamente, la concesión no es sino un contrato intuitu personae (o arriendo) y de ninguna manera un contrato real sin respecto a determinada persona y aún oponible ante el Estado. En definitiva, pese a la declaración constitucional, el Estado de Chile pasa a tener la nuda propiedad, o propiedad eminente del Estado de las minas.
Santiago, noviembre 27, 2024.
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