Por Sergio Arancibia, Economista / Durante el mes de julio recién pasado las exportaciones chilenas hacia China aumentaron en un 25% con relación al mismo mes del año pasado. En todo el período enero-julio de este año, las exportaciones aumentaron en un 10 % con relación al mismo período del año anterior.
Se trata, desde un punto de vista de corto plazo, de buenas noticias tanto para China como para Chile, pues ponen de manifiesto que el comercio entre ambos países no se ha detenido a pesar de las dificultades de todo tipo que el comercio internacional ha tenido como consecuencia de la pandemia que recorre el mundo.
Sin embargo, estas cifras recientes nos permiten adentrarnos un poco más en el análisis del comercio chileno con China, en particular, y con el resto del mundo, en general, donde no todo es color de rosa.
China se ha convertido en el principal país receptor de las exportaciones chilenas. Se le vende más a China que a Estados Unidos o que al conjunto de Europa. Pero lo que se le vende a China son básicamente productos primarios, con muy poco valor agregado, y casi nada de bienes manufacturados. Veamos las cifras al respecto.
Según las cifras de año 2019, las exportaciones chilenas a China sumaron 21.677 millones de dólares. De esa cantidad 10.154 millones de dólares estaban constituidos básicamente por exportaciones de minerales y concentrados de cobre, hierro, molibdeno y cinc; 6.467 millones de dólares fueron exportaciones de cobre y sus manufacturas; 1.478 millones de dólares fueron de pasta de madera; 1.438 millones de dólares de frutas y frutos comestibles; 442 millones de dólares de carne y sus despojos; 373 millones de dólares de pescados y crustáceos y 343 millones de dólares de madera. En total, 20.697 millones de dólares, un 95.5 % del total de las exportaciones hacia China, lo fueron de productos primarios de escaso grado de manufacturación.
Es decir, las exportaciones a China, de este año y de los anteriores, son la expresión más acabada del carácter primario exportador de nuestra inserción en el mercado internacional contemporáneo. Vendemos productos naturales, que arrojan altas rentas a sus propietarios locales, y seguimos alegremente comprando en el exterior el grueso de los bienes de consumo y de inversión que necesitamos.
En el comercio con China se pone de manifiesto, casi al desnudo, el modelo de desarrollo que preside el devenir de Chile desde hace varias décadas a esta parte. Esa forma de inserción internacional es causa y consecuencia, a su vez, de las carencias en cuanto a dominio y utilización de las tecnologías modernas que nos permitirían ser productivos y rentables en algunos de los bienes manufacturados propios del mundo contemporáneo.
Pero esta situación no es una maldición de los dioses ni un mandato de la naturaleza. Es consecuencia de la falta de visión estratégica de nuestras clases dirigentes empresariales y políticas, que no son capaces de asumir apuestas de desarrollo de mediano y de largo plazo y que se conforman con un rentismo que agota los recursos con que cuenta el país, sin hacer de ellos la base de una industrialización nacional. Eso tiene que terminar.
La nueva Constitución es una oportunidad como para ello, pero no será tampoco la varita mágica que solucione este asunto de una vez y para siempre. La nueva Constitución tiene que permitir, y no inhibir ni prohibir, la existencia de un Estado emprendedor, no meramente subsidiario, que protagonice una nueva etapa en el desarrollo de Chile como Nación.
Pero además de ello, se necesita que las políticas de desarrollo industrial, tecnológico, de servicios, minero, agroindustrial, etc., vuelvan a ser parte de los grandes debates y de las grandes opciones políticas nacionales, y no se asuma que estamos atados de por vida a un modelo de desarrollo que no se puede discutir ni modificar.
(*) Artículo de Sergio Arancibia publicado en la edición digital de EL CLARÍN (Chile) el día 10 de agosto de 2020.