Por Amanda Durán

A las 15:16 horas del 25 de febrero de 2025, la electricidad desapareció en prácticamente todo Chile. De Arica a Chiloé, el país quedó a oscuras: El Metro de Santiago quedó inmovilizado, con miles de pasajeros varados en la oscuridad, obligados a caminar por las vías. Calles colapsadas sin semáforos, supermercados cerrados, personas atrapadas en ascensores, vagones y oficinas. Como en las películas más sombrías—pero sin superhéroes—el crimen se aceleró. Con las cámaras de seguridad apagadas y la policía desbordada, pasamos al siguiente acto, uno que ya es un lugar común en nuestros desastres: saqueos y estado de excepción. En el norte, las minas de Codelco y Escondida detuvieron operaciones, acumulando pérdidas millonarias en minutos.
Y aunque hubo luz: velas encendidas en casas y balcones, conversaciones sin pantallas, miradas reencontradas y miles de estrellas que la ciudad ya había olvidado. También hubo muerte, los hospitales activaron sus protocolos de emergencia, pero no todos tenían respaldo suficiente. El deceso de pacientes electrodependientes pudo ser evitable.
Aun así lo más oscuro fueron las respuestas: ¿Qué pasó? ¿Quién es responsable? ¿Cómo es posible que una sola falla desconecte un país entero?
Las teorías conspirativas eran un bálsamo para las narrativas fantásticas que tan bien alimentan a nuestra literatura: ¿Ciberataque? ¿sabotaje? ¿meteorito? ¿apocalipsis zombie?
Cualquiera de esas explicaciones hubiera sido reconfortante. Si hubiera sido un ciberataque, al menos podríamos decir que alguien nos atacó y tendríamos un plan en consecuencia. Frente a un apocalipsis zombie podríamos asegurar que esto fue excepcional. Si hubiera sido un fenómeno natural, sin duda era un evento inesperado.
Pero no. La versión oficial hablaba de una “activación no deseada” en la línea de transmisión Nueva Maitencillo – Nueva Pan de Azúcar, operada por ISA Interchile. Como todo problema de operación de una empresa privada sin plan de contingencia difícilmente hablamos de un error, hablamos de un diseño.
Cuando finalmente la energía volvió —con sectores esperando hasta el día siguiente— lo que quedó en el aire fue una evidencia mucho más profunda que el apagón mismo: Chile está operando en el límite de su infraestructura.
Si un país moderno colapsa en minutos y no tiene un plan de contingencia ni una estrategia de recuperación inmediata, no es un incidente aislado. Es la consecuencia de un sistema donde las utilidades son privadas y las crisis, públicas.
ISA Interchile, la empresa que operaba la línea donde se originó el apagón, es una empresa de origen colombiano que opera las líneas de transmisión clave del país. Enel, es otro actor clave del sistema: controlado por el Estado italiano, tiene a su haber una porción significativa del mercado de distribución, y el mayor porcentaje de energía vendida a nivel nacional. El resto del mercado se divide entre importantes empresas extranjeras y chilenas, todas operando bajo la misma lógica: maximizar ganancias, minimizar costos y presionar al Estado cuando algo no cuadra en sus balances.
¿Consecuencias? Ninguna. No hubo un mea culpa de las empresas. No hubo un plan de contingencia. Ni siquiera una mínima garantía de que esto no vuelva a ocurrir. Solo contamos con una promesa: habrá “investigación”. Mientras tanto, el presidente observa, pero no interviene. Como es esperable, saca la carta del “Estado subsidiario” y sanciona en los titulares, nunca en los hechos.
El colapso no solo apagó las luces. Dejó al descubierto la fragilidad de todo el sistema eléctrico chileno. No fue un accidente. Fue el resultado de décadas de un modelo diseñado para funcionar hasta que deja de hacerlo. Hoy fue un fallo técnico, pero mañana, ¿si no lo es?
Lo más duro de aceptar no es la falla, sino la convicción de que esto volverá a ocurrir. Porque no fue un desastre natural. No fue un ataque externo. No fue un meteorito. Fue negligencia, falta de inversión y un modelo diseñado para que nadie tenga control. Y eso es peor que cualquier teoría de conspiración. Porque cuando un sistema está diseñado para fallar, la única certeza es que fallará otra vez.
Por Amanda Durán
Fotografía: Imagen creada con IA.
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