Por Francisco Cabrera P., Sociólogo
Fuimos ingenuos, incautos. Una vez más creímos que la historia era una línea recta sin retorno a un mejor futuro. Una vez más pensamos que el proceso de cambios era “ineluctable” y que “Chile había despertado”… para siempre. Sin embargo, las personas que viven su día a día toman decisiones racionales más y mejor de lo que uno espera. Esas personas nos sorprendieron y votaron mayoritariamente Rechazo. Y dichas decisiones no las toman porque la opción electoralmente ganadora “sea más sensata”, “tenga más sentido común” o “a la gente no le gustan los extremos”, como concluyen ciertos profesionales de la política o “destacados” intelectuales de los medios tradicionales de prensa, echando por la borda, con ese tipo de frases, cualquier análisis científico serio. No. Las personas actúan racionalmente porque mientras no se les solucionen sus principales problemas de sobrevivencia diaria, no están, ni estarán dispuestos, a ponerse detrás de ningún proyecto que les prometa lo que para ellos son consignas abstractas, de un futuro por venir, sin replicabilidad para su inmediato vivir.
Y, seamos intelectual y lógicamente honestos: la Convención Constitucional fue, para esas personas, en gran parte, eso. Fue un mar de promesas con escaso sentido práctico para esa población. Funcionó como cualquier grupo político tradicional. Tal como lo hace el Senado o las instituciones políticas vigentes (el “caso Rojas Vade” vino a ser la mejor expresión de esa misma forma gastada de la política, llena de engaños y mentiras, y le pegó de lleno al punto de equilibrio y a la confianza entregada por la ciudadanía a la Convención); su funcionamiento produjo un desacople del universo simbólico del cual había nacido en octubre; la racionalidad ilustrada y las causas identitarias se mostraron desapalancadas y llenas de sin sentido respecto del mundo social. Y, además, perdimos de vista algo obvio: no tuvimos conciencia de que seguíamos jugando en el terreno de la política tradicional y de que en ese terreno los sectores tradicionales nos dan “cancha, tiro y lado”; que para desafiar las vivencias y formas más tradicionales de cómo las personas viven y perciben su realidad (la noción de patria, la bandera, la propiedad), era necesario ser más sutiles, más empáticos y menos entusiastas a la hora de forzar, a lo menos, conceptualmente los cambios. Sintonizar con ese sentido común requería un discurso menos sofisticado, más práctico, menos teórico.
Por eso, si queremos entender el triunfo del Rechazo de manera política, debemos desembarazarnos de todas aquellas explicaciones que nos llevan a pensar que la “gente no está preparada”, de que es “ignorante” o fue “engañada”. Es cierto que algo de eso hay y hubo. Es cierto que las “fake news” fue un campo fértil para que los sectores más retardatarios de nuestra sociedad hicieran su trabajo más eficaz; pero ese hecho no puede ser el punto de llegada, sino que sólo puede ser el punto de partida para poder realizar un diagnóstico y análisis político y teoricamentemente serio. De hecho, si la falta de educación política y cívica de la gente es una explicación posible para muchos, entonces lo que queda es “bajar los brazos” y quedarse en la casa los próximos años porque, a decir verdad, hay malas noticias: eso no va a cambiar al corto y mediano plazo. Además, basta ver los datos para darse cuenta de que tampoco la mayor educación formal de las personas asegura que hubiese ganado el “Apruebo”.
Aún más, si la escasa preparación de la gente para entender lo que proponía la Convención es una o la única explicación, eso habla muy mal de la capacidad que tuvimos para habernos dado cuenta y hacernos cargo de esa debilidad; y, en vista de aquello, haber levantado una estrategia de trabajo y un diseño político-electoral que permitiera salir al paso de aquella deficiencia que debiera haber sido parte de los antecedentes con los cuales haber desarrollado una campaña que permitiera el triunfo del Apruebo. Un buen diseño político debiera haber considerado, como punto de partida (lo mismo para el futuro), la escasa educación cívica de las personas y la falta de cotidianeidad discursiva con temas de alta complejidad técnica. Su falta de sintonía con temas como la plurinacionalidad, los efectos actuales del cambio climático, la equidad de género, los beneficios de la descentralización, etc., eran elementos que debieran haber sido parte de un integral diseño de trabajo para el plebiscito de salida.
Sacar conclusiones como las del “facho pobre” es engañarnos o, por lo menos, es caer en conclusiones y análisis que se escapan de la Sociología y la Ciencia Política. La racionalidad de las personas se ha expresado muy claramente: “si no hay un cambio de nuestras condiciones materiales de vida no nos interesan las expresiones ilustradas del desarrollo”. Y son varios los analistas que han visto una continuidad más que una ruptura, una racionalidad más que un sin sentido, en dicha decisión. La alta inflación (precios por las nubes), la falta de vivienda propia, los problemas para acceder a una atención de salud digna y a una educación gratuita y de calidad, son los principales temas que siguen aquejando a las personas de sectores socioeconómicos bajos. Esos problemas aún no han sido resueltos. Incluso, de ganar el Apruebo, la promesa era que había que esperar varios años más para implementar aquellos cambios que cambiaban precarios sistemas de vida.
La racionalidad de la mayoría de las personas de escasos recursos que votaron rechazo no estaba contenida en la promesa futurista de la Convención. La gente quiere soluciones ahora. No en un lustro, ni una década. Hoy necesita comer, requiere medicina, instrucción para sus hijos, un techo para el frio y protegerse del calor. Como diría el profesor Manuel Canales: la agenda de cambio social continúa pendiente, la pregunta de Octubre sigue sin responderse, el cambio y el tipo de modelo de desarrollo es la incógnita por resolver.
Es verdad que dicho escenario es un terreno fértil para propuestas populistas y la aparición de caudillos, pero esas expresiones hace rato están vigentes en Chile. Sólo falta que se exacerben y se radicalicen con personajes que aparezcan rompiendo la institucionalidad vigente, postdictadura. Hoy, hay terreno fértil para eso. Pero también, no es menos cierto, que ese terreno le da a los partidos populares y progresistas un espacio que es un campo de disputa para poder solucionar problemas permanentes de la sociedad chilena. El punto está en que esos partidos no cuentan con un diseño, ni una estrategia política que les permita hacer frente a este desafío. Es más, su actual cuestionamiento, crisis y estructura orgánica, hace que no cuenten con la suficiente masa crítica e “intelectuales orgánicos” que les permitan impulsar el necesario proceso de cambios. La misma autocrítica deben hacerse los movimientos sociales: su capacidad de hacer sentido a un conjunto más amplio de la población es una reflexión que debe estar presente en el análisis post-plebiscito si estos quieren trascender los particularismos.
Por eso, es vital reconocer que la derrota de la crisis del modelo neoliberal de desarrollo impulsado desde el año 73 (o más exactamente desde el triunfo de los Chicago Boys como grupo dominante hegemónico), es un camino sinuoso, sin un destino claro, ni un camino donde al final nos espera el “sol radiante”. Requiere mucho más esfuerzo, diagnóstico, reflexión y análisis. Uno de ellos, es darnos cuenta de que el desmantelamiento del actual modelo no es inmediato, ni siquiera varios 18 de octubres aseguran su caída. El neoliberalismo, como cualquier modelo de desarrollo no es, ni fue, sólo una propuesta económica. De suyo, traía consigo una propuesta política e ideológica. De tal manera que su caída no es algo trivial, toda vez que se encuentra enraizado en las prácticas de todos los habitantes de nuestro país, por ya cincuenta años. El alma de Chile, o parte de esa alma, es neoliberal. El 18 de octubre las personas se rebelaron contra esa alma, pero la pregunta que quedó expuesta es cuál es el alma que la reemplazará.
Y, sin caer en la vieja respuesta del “homus economicus”, aquella respuesta parece ser: el primero que le resuelva o le de sentido de respuesta a sus condiciones de vida más urgentes. La ventaja es que el proyecto neoliberal ya demostró que es un camino que trae crecimiento y acceso al consumo, pero no desarrollo, además de estar carente de sentido de vida, no tiene proyecto trascendente; es regresivo porque se lo come el presentismo y no tiene un carácter progresista. La desventaja es que no existe una propuesta concreta de cambio, no existe un discurso integral, sólo tenemos claro el diagnóstico de que lo que existe no nos gusta y de que el camino trazado por el actual modelo desarrollo indica que todo va a terminar mal; pero a contrario sensu no salimos del diagnóstico y no logramos consolidar una propuesta que haga sentido a los sectores populares y más desposeídos.
Por eso, cabe detenerse a responder la pregunta que se hacía un periodista: ¿Se pueden detener los procesos de cambio social? Y se respondía, claro que se pueden detener. Muy cierto, pero también lo es, que depende de las fuerzas sociales que impulsan esos cambios que estos no se detengan. La historia no es lineal, pero tampoco es determinista; tampoco es circular, ni se repite. La vida continúa desafiándonos y dándonos sorpresas.
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