Uno de los conceptos más divulgados sobre los incendios tras la «tormenta de fuego» que azotó principalmente a las regiones de O’Higgins, el Maule y el Biobío en 2017, es el Factor 30-30-30, premisa que plantea como parámetro de riesgo para la propagación de incendios la confluencia de temperaturas sobre 30°, vientos por sobre los 30 kilómetros por hora y una humedad relativa del ambiente inferior al 30%.
Respecto a la primera de estas variables, si bien el cambio climático ha favorecido y normalizado las altas temperaturas en verano durante los últimos años, las tres olas de calor registradas este mes de noviembre, y que marcaron un peak de 35° en Santiago, hacen temer por un verano con calores extremos.
Sin embargo, la recurrencia de estos eventos en noviembre no necesariamente son un predictor de un verano marcado por episodios de temperaturas extremas, sostiene el académico del Departamento de Geofísica de la Universidad de Chile, Nicolás Huneeus.
Aun así, enfatiza que es importante tener presente que «las proyecciones a largo plazo, por lo menos las que se hacen para el IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático), sí dicen que las olas de calor están siendo y serán más recurrentes por efecto del cambio climático».
El antecedente de los mega incendios
Miguel Castillo, académico de la Facultad de Ciencias Forestales y de la Conservación de la Naturaleza de la U. de Chile y especialista en incendios, plantea que hoy además debemos prestar particular atención a la humedad de la vegetación.
La razón tiene que ver con las lluvias del pasado invierno, que registraron niveles por sobre lo normal para los últimos años.
«Efectivamente, este año llovió más de lo habitual en el quinquenio, es decir, en los últimos cinco años. Sin embargo, seguimos con déficit de precipitaciones para el último decenio, y el déficit es aún mayor si lo comparamos con los últimos 20 o 25 años», comentó Castillo.
«Nosotros hemos realizado un seguimiento de las condiciones meteorológicas asociadas a incendios y hemos llegado a la conclusión de que lluvias abundantes en primavera son un predictor del aumento de la carga de vegetación combustible fina y muerta en verano. Eso es un hecho», asegura el académico.
«Estamos hablando de un contenido de humedad bajo el 8%, que ya es una condición propicia para el encendido. Es decir, si acercas un fósforo, lo más probable es que si hay viento y oxígeno, se va a encender, independiente de dónde sea», detalla el profesor Castillo.
Sobre este punto, agrega además que una de las variables fundamentales para la propagación de los mega incendios de 2017, sobre los cuales cumplió labores periciales, fue la existencia de esta vegetación seca.
«Ahí vimos una alta carga de combustible, plantaciones básicamente y algo de bosque nativo, propicio al encendido porque venían de una condición de abandono en cuanto a su manejo. Fue probado que hubo un descuido con el tema de las líneas eléctricas, pero dentro de los hallazgos determinamos también que cerca de un 70% de los incendios ocurrieron porque había mucha carga de vegetación fina, combustible que propició la propagación hacia otros sectores», puntualizó.
Sequía, cambio climático y ruralidad
Otro factor de riesgo más constante en el escenario actual tiene relación con el cambio climático y la sequía que afecta con particular gravedad a la zona centro del país desde hace más de una década. Este contexto ha favorecido un menor contenido de humedad en la vegetación no solo pequeña, sino también de los árboles.
«El cambio climático está provocando que tengamos menos agua y que los bosques se sequen, lo que los hace más vulnerables a plagas y enfermedades y, en consecuencia, a los incendios», sostiene el académico de la Universidad de Chile, quien hace referencia a un estudio de la profesora Amanda Huerta que establece este nexo.
«Si tú tienes un bosque atacado por polillas o por la avispa de la madera, lo más probable es que ese árbol va a tratar de sobrevivir modificando su sistema hídrico para minimizar su transpiración y proteger el cambio vascular. Pero una de las consecuencias es que parte del follaje se va a secar y, por lo tanto, va a ser más propicio a ignición», sostiene.
A esto se suma la incidencia de la presencia y actividad humana en este tipo de eventos.
«Normalmente, las áreas con mayor riesgo de incendios forestales son las que tiene mayor actividad humana, de movilidad y de permanencia. También hay un componente que hemos visto aumentar, que tiene que ver con la intencionalidad», indica.
Por otro lado, apunta a un entramado territorial donde hay cada vez mayor competencia por el uso del suelo y la extracción de agua.
«Eso hace que las cuencas se vayan secando y que, por lo tanto, haya menos agua disponible. Se encarece el uso y también se deteriora la infraestructura para el combate de incendios forestales. Esto es lo que está pasando, por ejemplo, en Valparaíso», advierte.
No obstante, reitera que hay una vulnerabilidad intrínseca más allá del cambio climático y la escasez de agua, que tiene que ver con la disponibilidad de combustible para el encendido.
Hoy existen más de 40 zonas sensibles a la ocurrencia de incendios forestales en la zona centro-sur del país, precisa el especialista, entre las que se cuentan unas 29 comunas críticas, concepto que se asocia a áreas de interfaz urbano-forestal con una alta incidencia y probabilidad de eventos de este tipo.
Algunas de las comunas que concentran la mayor cantidad y densidad de incendios forestales son Valparaíso, Viña del Mar, Quilpué, Casablanca, El Quisco, El Tabo, San Antonio, Cartagena y Melipilla. Más al sur, en tanto, figuran puntos críticos como Lota, Tomé, Coronel, Curanilahue, Penco, Lebu, Tirúa, Mulchén, Collipulli, Ercilla, Cabrero, Concepción, Cañete, Temuco, San Pedro de La Paz, Angol y Santa Juana, entre otros.
Parte importante de estas zonas de mayor riesgo corresponden a áreas rurales cercanas a núcleos de población donde han proliferado loteos o parcelaciones sin mayor gestión del territorio, fenómeno que -además- se intensificó con la pandemia debido al éxodo de las ciudades por el que muchos optaron.
Este hecho, sumado al incremento de las personas que han buscado una segunda vivienda en entornos rurales o semirurales, ha tenido importantes consecuencias, desde la sobredemanda de agua a nivel local y el agotamiento de recursos hídricos, hasta el aumento del riesgo de incendio en estas zonas y de la población expuesta a ellos, que muchas veces desconoce la importancia de medidas preventivas como el desmalezamiento.
Prevenir y estar preparados
La temporada de incendios 2022-2023 ya comenzó con eventos en Coquimbo y el Maule, los que hacen prever un verano complejo frente a las variables descritas por el profesor Castillo. Sin embargo, recuerda que los incendios no van a ocurrir si no se da el factor de encendido.
«Es decir, puedes tener todas las condiciones de altísimas temperaturas, de baja humedad relativa del aire y vientos que se levantan, pero eso no inicia un incendio. Tal como hemos visto en años recientes, en los que se ha dado una baja ocurrencia», aclara.
Destaca, asimismo, que se han implementado diversas medidas, como «capacitaciones en terreno, redes de colaboración campesina y también apoyo técnico. Se han hecho cosas muy valiosas, como la destinación de recursos por más de 180 millones de dólares para el combate, pero también en prevención. El problema es que sigue siendo insuficiente».
Por otra parte, enfatiza la necesidad de seguir trabajando fuertemente en la reducción del combustible «para reducir la continuidad horizontal de la carga de elementos propagadores, pero también es necesario abordar la continuidad vertical, es decir, podar, ya que vienen las altas temperaturas, la vegetación de menor envergadura se seca y puede propiciar la propagación de un evento que escale a la vegetación mayor».
Esa cadena de procesos es la que produce un incendio, afirma, por lo que resulta fundamental aumentar la inversión en labores de silvicultura preventiva y tratamiento de la vegetación, particularmente de los bosques, donde aún observa falta de preparación, presupuestos e incentivos.
«El año pasado tuvimos una jornada reflexiva y llegamos a la conclusión que todo parte por el manejo de la vegetación. Creo que ahí está la clave», sentencia.
Respecto a las formas de reducir esta carga de vegetación altamente inflamable, señala que «hoy existen alternativas a la quema de estos materiales, aunque el fuego sigue siendo una alternativa rústica pero efectiva para poder disminuir el peligro de incendio. Pero la reducción de combustible también se puede hacer de otras maneras, el problema es que son más caras».
Apoyar la toma de decisiones a escala de paisajes, simulando escenarios de propagación en distintos espacios, también es un camino, pero a largo plazo. En esta línea, sostiene la importancia de trabajar ahora mismo a nivel local junto a las comunidades que están más expuestas a riesgos de incendio forestal.
«Cada región tiene realidades distintas y cada comuna responde a prioridades territoriales diferentes. Por eso, me parece que es necesario programas locales que, por ejemplo, ataquen directamente la gestión de la vegetación. La dinámica de ocurrencia de los incendios forestales no va en la misma celeridad que la política pública, por lo que recomiendo no esperar a que las autoridades nos digan qué hacer con la vegetación», plantea.
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