El establecimiento nace en 1936 en calle Bandera y se traslada en los 70 a su ubicación actual del Barrio San Diego, donde aún resiste conservando indemne su encanto. El lugar se ha elevado a la categoría de institución popular, producto de ese cariño incondicional por nuestras alegrías más remotas. Para mí fue siempre un espacio de júbilo. Solía llevarme mi padre varias veces al año, en un intento por redimir su ausencia obligada, lo que me servía para escapar de la melancolía de domingo nublado con mi madre planchando y escuchando Radio Aurora, para olvidar esa maqueta imposible del Técnico Manual. Recuerdo siempre el puesto de chucherías para niños que todavía está en su entrada, y que vendía esas espadas de plástico transparente rellenas con agua y confeti, y las máscaras de Drácula, Skeletor, los PowerRangers, Hugo (sí, el de Ivette Vergara) y de íconos imperecederos de la cultura popular, como el Hombre Araña (nombre que por ese entonces se le daba a Spiderman) o Batman, objetos sustitos de los comics que tan tarde llegarían.
No es raro que hoy en día te encuentres con amantes del kitsch y lo retro, pues el lugar es centro de entretenimiento y a la vez museo. Reúne bajo el mismo techo elementos de las antiguas ferias de atracciones, invenciones residuales de la Era Industrial como el carrusel, la rueda de la fortuna, el tiro al blanco, el martillo de fuerza o los espejos deformantes; versiones pequeñas de aparatos clásicos de los parques de atracciones de la Sociedad de Masas de Postguerra, como la montaña rusa o el barco pirata (némesis de mi niñez); y entretenciones más modernas propias de la Sociedad del Consumo Individual, como los flipper, las máquinas Arcade y los diversos juegos de video.