Por Igor Goicovic
Los resultados del plebiscito de salida del texto constitucional representan una derrota catastrófica para el conjunto de las fuerzas populares. Sobre un total de 13.021.063 personas que sufragaron (el 85,81% del padrón electoral), la opción rechazo obtuvo un 61,86% de adhesión. El rechazo, además, se impuso en todas las regiones del país; es más, en 10 de las 16 regiones se impuso con una votación superior a la media nacional obtenida por dicha opción. Mientras que el apruebo solo logró mayoría en ocho de las 346 comunas del país (cinco en la Región Metropolitana y tres en la Región de Valparaíso).
¿Qué explica esta contundente derrota? En primer lugar, es la derrota de los resabios de la protesta popular de octubre de 2019. La misma languidecía en una ritual cada vez menos relevante de enfrentamientos callejeros entre manifestantes y policías, que se arrastraba desde marzo de 2020. Pero es también la derrota de los movimientos sociales anclados en la identidad (feministas, ambientales, territoriales, etnoculturales, etc.). No están ajenos a esta profunda derrota el Gobierno y los partidos políticos actualmente en el poder y tampoco se pueden eximir de la misma, los sectores radicalizados de la izquierda que no capitalizan absolutamente nada ni de este evento ni de los anteriores.
La trayectoria de este proceso se inició con la suscripción, por el conjunto de las élites políticas del Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución del 15 de noviembre de 2019.
Efectivamente, ese acuerdo definió un itinerario institucional para canalizar el descontento popular que había irrumpido con masividad y violencia en octubre de 2019. La élite política, consciente de la fragilidad del modelo de dominación pero consciente a su vez de la debilidad política y programática de la izquierda radical y de los movimientos sociales desplegados en el espacio público, retomó la iniciativa estratégica y logró transferir buena parte de la energía y vocación de lucha del movimiento popular hacia los eventos electorales: Plebiscito de entrada (25 de octubre de 2020), elecciones de convencionales constituyentes (15 y 16 de mayo de 2021) y elección presidencial (21 de noviembre en primera vuelta y 19 de diciembre en segunda vuelta). En estos eventos, las demandas de erradicación del modelo económico neoliberal y de transformación profunda del sistema político, se fueron diluyendo gradualmente.
No debe sorprender, entonces, que la Convención Constitucional, que sesionó entre el 4 de julio de 2021 y el 4 de julio de 2022, lo hiciera en una cada vez mayor orfandad. Ni los sectores populares, convocados por el Partido Comunista a que rodearan la Convención (4 de diciembre de 2020), ni los movimientos sociales que eligieron a una parte importante de los convencionales, ni el gobierno de Gabriel Boric, que se identificaba políticamente con el proceso, fueron capaces de prestarle a la Convención el apoyo social y político que esta requería. Carente de interlocuciones efectivas con los sectores populares, que no fueran aquellas que proporcionaban los «nichos» de los cuales emergieron los asesores y expertos, la Convención fue hipotecando el apoyo social con el cual había surgido. En ese contexto se convirtió en el blanco predilecto de los medios de comunicación al servicio del capital, que aprovechaban cada oportunidad que le brindaban los convencionales para erosionar su legitimidad y su trabajo. No es extraño, en consecuencia, que la principal consigna del Rechazo («esta es una mala constitución»), se instalara temprana y efectivamente en un amplio espectro de la sociedad chilena.
Pero es necesario profundizar en los problemas de fondo. Los temas instalados en la Convención por los denominados movimientos sociales (feminismo, ambientalismo, territorios, pluriculturalidad, etc.), no causaron mayor adhesión entre el electorado popular. En especial entre los cuatro y medio millones de nuevos electores que concurrieron a las urnas coaccionados por la ley de voto obligatorio (Ley N° 21.200, de 24 de diciembre de 2019). En todas las comunas que los ambientalistas denominaron “zonas de sacrificio” se impuso ampliamente la opción rechazo: La Ligua (58,93%), Quintero (58,11%), Los Vilos (56,93%), Puchuncaví (56,11%), Petorca (56,11%), Villa Alemana (proyecto Los Rulos, 57,82%) y Freirina (55,54%). El rechazo también se impuso en las ciudades próximas a los principales centros mineros del país: Calama (70,64%), Rancagua (60,63%) y Diego de Almagro 52,12%).
No muy distinto fue lo ocurrido en las comunas de la Región del Bio Bío y de La Araucanía (Macrozona Sur), orientadas preferentemente a la explotación forestal, y en las cuales el conflicto entre las empresas madereras y las comunidades indígenas ha alcanzado dimensiones cada vez más radicales. Es más, en la mayoría de estas comunas el rechazo se impuso incluso superando su media de adhesión nacional (61,86%). Tal es el caso de Collipulli (81,40%), Lumaco (80,47%), Cañete (77,95%), Tirúa (77,25%), Nueva Imperial (70,80%) y Temuco (69,47%).
Al observar el comportamiento electoral de las comunas de la Región Metropolitana encontramos una tendencia histórica: Las comunas de más altos ingresos (Las Condes, Lo Barnechea y Vitacura), votan de manera masiva por la opción rechazo. Las comunas que nuclean preferentemente a sectores medios de la población, como La Reina, Providencia, Macul, Peñalolén y La Florida, también se suman al rechazo, con las excepciones de las comunas de Maipú y Ñuñoa.
Mientras que prácticamente la totalidad de las comunas obreras, entre ellas, Recoleta, El Bosque, La Pintana, La Granja, Lo Espejo, Cerro Navia, Renca e Independencia, que han sido baluartes históricos de la izquierda, también optaron por el rechazo; solo Pedro Aguirre Cerda, San Joaquín y Puente Alto respaldaron el apruebo. ¿Por qué los sectores populares no concurrieron a apoyar de forma masiva la opción apruebo?
A mi juicio existen a lo menos tres aspectos que no fueron considerados por los estrategas de dicha campaña. En primer lugar, ni en el debate político que acompañó el texto constitucional y tampoco en su estructura doctrinaria, se enfatizó el carácter anticapitalista del proceso y del documento. De los 388 artículos del texto constitucional, plagado de incisos culturalistas, solo seis hacían referencia a los trabajadores y a su relación con el capital. Todos ellos, por lo demás genéricos y escasamente debatidos. El trabajo, el subempleo y el empleo precario, su lugar en la esfera productiva y su defensa frente al capital, nunca fueron temas centrales en los foros, en los espacios de discusión y solo fue tocado muy marginalmente en la franja de propaganda de la opción apruebo. Una parte importante de los trabajadores, entre ellos los más duramente golpeados por la explotación y la pobreza, no vieron en este texto nada que supusiera una mejora relativa de sus condiciones.
Por otro lado, el creciente grado de inseguridad que afecta a los trabajadores en sus barrios y entornos laborales tampoco fue debidamente abordado. Es cada vez más evidente que el narcotráfico y la criminalidad ejercen un creciente control territorial sobre las poblaciones obreras. Ello, en muchas ocasiones, con la connivencia de carabineros o, a lo menos, frente a su total indiferencia. Evidentemente, no se trata de darle más atribuciones políticas e institucionales al Estado policial, lo que genera aún más incertidumbre y percepción de amenaza entre la población. Se trata de plantear un marco regulatorio general que priorice a las poblaciones populares en el gasto social, que amplifique la red de coberturas educativas de calidad y que favorezca la recuperación de los espacios comunes. Todo ello acompañado de una estrategia de control vecinal de las prácticas delictivas y de una reforma profunda al cuerpo de carabineros de Chile.
Por último, es necesario hacerse cargo de la representación de la chilenidad entre un amplio espectro del mundo popular. La condición de chilenidad es una construcción histórica, heredera de prácticas sociales y políticas vinculadas a la guerra de Independencia, a la construcción del Estado y de la sociedad, a los conflictos y guerras civiles, a las luchas de montoneras, al surgimiento y desarrollo del movimiento obrero y a los proyectos políticos del Frente Popular, del Frente de Acción Popular y de la Unidad Popular. Bajo esa bandera combatió Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973 y fue esa bandera, consumida por el fuego burgués, el mundo testigo de su holocausto. Es más, durante la lucha contra la dictadura, un comando del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), recuperó la bandera de la independencia desde el Museo Histórico Nacional (1980), y la mantuvo bajo su resguardo por 23 años. De esta forma el símbolo patrio era arrebatado de las manos de la burguesía y de sus verdugos y pasaba a las manos del pueblo. La bandera de Chile es parte de nuestra historia como movimiento popular y si para muchos de nosotros es triste ver como el emblema de la patria es quemado o escarnecido, podemos imaginar lo que esos actos reportan para los trabajadores.
Hoy día la burguesía y sus representantes en los diferentes campos del mundo político (en el gobierno y la oposición), se preparan para ultimar el acuerdo que han venido preparado desde el cierre de las sesiones de la Convención Constitucional. Nos ofrecerán un texto constitucional surgido del “espíritu de unidad nacional”, elaborado de espaldas a los sectores populares y que se convierta en garante de los intereses de las clases dominantes por las próximas cinco décadas. Frente a ese escenario los desafíos que tenemos por delante son muchos.
Debemos construirnos como una alternativa revolucionaria y debemos hacerlo al interior de los trabajadores. Recuperando la centralidad de la clase trabajadora y de su proyecto histórico. Debemos avanzar hacia la formación de un núcleo de convergencia social y político que permita articular las luchas autónomas del campo popular. Debemos adoptar una estrategia de lucha rupturista que tenga la capacidad de sustraerse efectivamente a la institucionalidad burguesa. Debemos desarrollar una política de formación que, reconociendo la centralidad del conflicto de clases, sea capaz, a su vez, de articular los diferentes campos culturales de la lucha social y política. No habrá cambio revolucionario, sin clase revolucionaria, organización revolucionaria y estrategia revolucionaria.
Por Igor Goicovic
Historiador
Columna publicada originalmente el 7 de septiembre de 2022 en El Porteño.