Sin mucha planificación ni aviso, abusando de la hospitalidad, decidí irme algunos días a Puerto Cisnes para conocer al escritor y juez Juan Mihovilovich y su familia. Hacía varios años que intercambiábamos e mails y telefonazos, incluso había escrito el epílogo de mi libro de cuentos, pero jamás nos habíamos visto en persona. No sólo se cumplieron mis expectativas con la geografía de la zona, si no que se sobrepasaron mis expectativas con la geografía de lo humano.
El viaje es fascinante. Llegando al aeródromo de Balmaceda te enfrentas a un viento feroz, que de un cachetazo te adapta y avisa lo que significa la Patagonia. El paisaje se abre con llanuras de amarillo, verde y gris y las nubes corren, generando dibujos en el cielo que cambian cada segundo. Nada es permanente, parecen enseñar.
Camino a Coyhaique la visual se va modificando y es una constante hasta Puerto Cisnes. Según mi amigo Juez, no somos pocos los que hemos dicho “Esto es otro país”. No obstante, tras largo suspiro, qué inocente reflexión: es una soberana ridiculez valorar un fenómeno desde una concepción tan difusa como la idea de “país” (¿Qué es, después de todo, un país?).
La simpática Dagna, quien trabaja en el tribunal de Puerto Cisnes, fue la encargada de recogerme en Coyhaique (“En la primera Copec”). Mientras me mostraba las maravillas del trayecto, escuchamos lo más granado de la música romántica en español, lo cual me hizo recordar a mi madre y varios almuerzos de la infancia, mañanas de día sábado, el sonido de la aspiradora. Sin embargo, camino al frío y la lluvia, yo quería escuchar a Björk, pero qué más da. Dagna es una persona amorosa y conversadora, con quien en dos minutos nos contábamos historias familiares y en diez minutos ya hablábamos de nuestros traumas de la niñez. Claro como el agua. A los costados del camino, centenares de cascadas se estrellaban en el vacío y la lluvia tomaba el lugar que había dejado el viento de Coyhaique.
Independiente de la excepción que se manifiesta con Hitler (a propósito, vimos “Ha vuelto”, documental obligatorio en toda sociedad), siempre he tenido el siguiente juicio: ve como se relaciona alguien con los animales y sabrás qué tipo de persona es. Mihovilovich es uno de esos casos, no sólo tiene una ternura exagerada con sus dos perros y gato, sino que además ha logrado una interacción profunda con ellos. Lanzando palos al agua sus dos perros nadan incansables para volver con ellos a manos de su amigo. Una y otra vez, los animales exigen el juego. Yo les tomo fotografías y subo a un bote muerto. Caen algunas gotas de agua en medio de los rayos de sol, constante en Puerto Cisnes. Hemos caminado bastante y me menciona que ahí, al frente, en Isla Magdalena, vivió un alemán solo durante ocho años. Más tarde sería uno de los libros que me regalaría.
En una de esas caminatas hablamos de la ilusión de la vida. Del engaño mágico de construirnos una realidad, capacidad tan magnífica como peligrosa. A su edad, pasadas las seis décadas, me comenta que el juego sigue igual que a mi edad (35), pero se vive con más tranquilidad y paciencia. Las cosas que buscas, van a llegar solas y ahí debes estar atento, dice con seguridad. Yo lo escucho como un niño. En otro libro que me regala, de Víctor Ilich, se lee citando a Huxley: “La experiencia no es lo que te sucede, es lo que haces con lo que te sucede”. Sabia expresión, en la vorágine de hacer y hacer, viajar, trabajar y cumplir, muchas veces actividades que se realizan sin sentido, sólo por sumar.
Recorriendo Puerto Cisnes te das cuenta que la vida sucede en los hogares y, cuestión fabulosa en comparación a la violenta zona central, las cortinas están siempre abiertas. La gente habla lo justo, hasta que insistes en un par de preguntas, ahí se lanzan a conversar. Un entretenido dueño de botillería, lugar en el que me detuve bastante, animó la conversación discutiendo sobre el sabor de las cervezas. Obligado a cumplir con sus gustos, no sólo me llevé las cervezas artesanales de la zona, sino que una de las tradicionales que era su preferida, para “que se dé cuenta que lo de las cervezas artesanales es puro cuento”. Por supuesto, tras probarlas todas (incluso la común y comercial), él estaba equivocado. Creo que su conversación fue una estrategia de marketing.
El penúltimo día, me fui a recorrer el afamado “Bosque encantado” que termina en la laguna témpanos, belleza natural de color verde claro o turquesa. Según me avisaron, el bosque tiene muy bien ganado el nombre, ya que la sensación de ser observado o acompañado es indudable, pero si no me lo hubieran dicho, ¿habría sentido lo mismo? En fin, tras más de una hora de solitario tránsito por una alfombra de musgo, árboles milenarios, decenas de pájaros y una lluvia salvaje, se llega al frente del témpano, con la tarea de cruzar el río caminando sobre las piedras. En ese instante, aparecieron dos estadounidenses con quienes mantuvimos una amistosa charla sobre la palabra “huevón”. Luego de un rato, estaba claro que ellos esperaban que yo cruzara primero, sin embargo me negué, dándoles el paso con un gesto de cortesía. Naturalmente, se envalentonaron y yo los seguí, saltando de roca en roca, con más miedo que coraje. 10 minutos después, llegamos a la laguna. Cada uno tomó posición a unos 15 metros de distancia y compartimos un silencio sublime. Impresionante como se llega a coincidir en un tiempo minúsculo, en un lugar tan preciso, con seres tan lejanos. Un privilegio.
De igual manera, la mejor experiencia fue compartir con esta hermosa familia sureña. En un momento dado, viajando juntos a Coyhaique, me sentí parte, compartiendo la música de Trilok Gurtu, un picnic, un par de fotografías. Mandi, la hija de Sanna (que a su vez, es la compañera de Juan), nos regaló el canto de “Duerme negrito”; luego, Sanna nos cantó una bella canción finlandesa (Juan al volante, la tarareaba con ella) que hablaba de la relación con la naturaleza y el aprendizaje práctico. Para no ser menos, obviando mi pobre afinación, les canté “El niño salvaje” de Yagé, composición extraordinaria que para mi sorpresa no conocían. Quizás la negaron de cariñosos. Esa noche nos reímos y comimos una pasta fabulosa. Hablamos de estar despiertos, de escapar un poco a la lógica del poder, de aprender de lo sencillo, de la fruta madura que cae, del río que corre, del árbol que se dobla con el viento y se vuelve a enderezar. Para finalizar, le pedí una sentencia a este juez de balanza humanista y narrador brillante que profundiza en la paradoja del ser humano. Como un buen maestro, habló bastante sin responder mi petición. Quizás comprenda sus palabras en el futuro, cuando me acompañe otra ilusión o me abandonen éstas.
Luis Herrera es autor de “La lámpara de Kafka & otros cuentos”, “Comunicación interna” y el “Diccionario de Neologismos, Disfemismos y Locuciones Usuales”. Actualmente es académico universitario y participante en el grupo de música experimental Frecuencia Griega.