Por Ivo Castillo Osorio

Dicen que la política es el arte de lo posible. Pero en Chile, parece haberse transformado en el arte de lo imposible… especialmente si uno mira a la izquierda.
Basta con revisar los números, sin pasiones ni cábalas. Ninguna candidatura del sector, por sí sola, tiene posibilidades reales de pasar a segunda vuelta. Y no lo digo con ánimo derrotista. Lo dicen las encuestas —sí, esas mismas que todos critican, pero igual revisan con morbo cada domingo— y lo dice el termómetro social: la ciudadanía no está para aventuras ni egos desatados. Pide certezas, pide unidad. Y lo que recibe, en cambio, son pulsos de orgullo mal entendido.
En una esquina, partidos tradicionales —algunos con el ADN de la vieja Nueva Mayoría— que siguen atrapados en una lógica de administración, sin conectar con los anhelos de transformación que alguna vez representaron. En la otra, nuevas fuerzas progresistas que, si bien traen ideas frescas, muchas veces caen en el fetiche de la pureza y se niegan a construir puentes. Y al medio, una ciudadanía que mira desconcertada cómo se repite la misma escena de siempre: la izquierda peleando consigo misma, mientras la derecha se organiza, se alinea… y avanza.
¿En qué se están basando algunos asesores políticos? Cuesta entenderlo. Porque los datos no acompañan el voluntarismo. Si las fuerzas progresistas no logran converger en una candidatura unitaria, no solo será difícil llegar a segunda vuelta: será, directamente, una fantasía. Y ese escenario no es neutro. No es simplemente una derrota electoral. Es un retroceso profundo y prolongado, que puede costar una década recomponer.
Pero el problema no se limita a las urnas. También se expresa en el territorio, en las regiones, donde los servicios públicos —los mismos que deberían ser el rostro del Estado y del proyecto político que hoy gobierna— están acéfalos o a la deriva. Falta conducción, falta coherencia, falta presencia. Y ese vacío no es casual. Es fruto de decisiones tomadas a puertas cerradas por quienes tienen la facultad de poner y sacar nombres, y que lo han hecho con criterios más bien clientelares o personales que estratégicos.
El resultado es una fragmentación paralizante. Equipos sin liderazgo, proyectos sin continuidad, iniciativas que se frenan porque nadie quiere ceder un espacio. Se gobierna como si se tuvieran diez años por delante, cuando en realidad no hay ni dos asegurados. Y mientras tanto, los egos ganan la batalla. No la derecha, no el empresariado, no los medios. Los egos. Los mismos que se indignan si no encabezan una lista, que vetan alianzas si no llevan su firma y que confunden identidad con intransigencia.
Así, la izquierda está logrando lo impensado: que la posibilidad de una segunda vuelta sea vista hoy como un milagro, no como una expectativa razonable. Y eso no es solo un error táctico. Es una irresponsabilidad histórica. Porque no estamos ante una elección más. Estamos ante un punto de inflexión. Si no se detiene la lógica del sálvese quien pueda, lo que viene no es la continuidad: es la demolición de los pocos avances que —con mucho esfuerzo— se han conseguido.
La pregunta no es si hay tiempo. La pregunta es si hay coraje. Coraje para decirle la verdad a quienes se creen dueños de los territorios. Coraje para poner al país por delante del ego. Coraje para entender que, sin unidad, no hay futuro.
Mientras tanto, la derecha espera. Callada. Fría. Lista para volver con todo.
Por Ivo Castillo Osorio
Asesor político. Administrador público. Licenciado en Gestión Pública.
14 de abril de 2025.
Fuente fotografía
Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.