María Luisa Del Río, viuda del fallecido Agustín Edwards Eastman, ingresó ante el 27° Juzgado Civil de Santiago una solicitud para comenzar el proceso de donación de parte de su patrimonio a sus seis hijos.
La acción patrocinada por el abogado Enrique Barros, busca traspasar una serie de inmuebles a los seis hijos del matrimonio: Agustín (69); Isabel (68); Carolina (67); Cristián (64); Andrés (63) y Felipe (62).
Tras el fallecimiento de Edwards en abril de 2017, Del Río y los hijos del fallecido dueño de El Mercurio, acudieron en 2020 a la 18ª Notaría de Santiago para determinar la adjudicación de bienes, instancia en la que la viuda se adjudicó 51 inmuebles.
Respecto a la donación, el documento ingresado al juzgado civil señala que “una vez aprobada la donación que se mandata en esta escritura, y luego de perfeccionarse el acto de donación, doña María Luisa del Río Fernández conservará una sólida situación financiera; todo lo cual será acreditado en la instancia procesal correspondiente”.
Felipe Lyon, albacea de la herencia de Edwards tras su muerte, explicó que Del Río “estaría donando casi nueve mil millones de pesos y el patrimonio de ella debe andar cercano a los cien mil millones de pesos, por lo que esta donación representaría, más o menos, un diez por ciento de su patrimonio total”.
En ese sentido, uno de los inmuebles que busca donar la mujer a sus hijos corresponde a una casa familiar avaluada en $8.231 millones, lo que contemplaría casi el monto completo del porcentaje que busca donar de su fortuna.
Repasemos ahora algunos hechos criminales de esta familia, que dan cuenta de la impunidad en que han vivido y de sus posesiones manchadas con sangre.
Guerra del Pacífico
De acuerdo a Víctor Herrero en su Agustín Edwards Eastman: Una biografía desclasificada del dueño de El Mercurio:
Vale la pena recordar algunos de los hechos que dieron origen a la Guerra del Pacífico. Y resulta que hubo un empresario chileno que contribuyó a desencadenar esa guerra y que, ciertamente, también rentó con ella. Se trata de Agustín Edwards Ross, el bisabuelo de Agustín Edwards Eastman.
La forma cómo Agustín Edwards Ross contribuyó a desencadenar la Guerra del Pacífico comienza en 1873, cuando su padre le pidió que asumiera la presidencia de la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta, una sociedad anónima donde los Edwards tenían 42 por ciento de las acciones. En febrero de ese año, el joven Agustín Edwards de 21 años de edad envió a un emisario suyo a La Paz para gestionar con el gobierno de Bolivia el reconocimiento de los derechos y concesiones de esa compañía para explotar y exportar salitre en amplias zonas de la región de Antofagasta, que entonces pertenecía al país vecino. Estas concesiones habían sido adquiridas cinco años antes al gobierno paceño por la firma Melbourne Clark & Compañía, conformada por capitales chilenos proporcionados por Francisco Puelma, Jorge Smith, la Casa Antony Gibbs & Sons, Agustín Edwards Ossandón (padre de Agustín Edwards Ross) y su protegido José Santos Ossa. El emisario enviado por el empresario chileno obtuvo del gobierno boliviano un contrato que autorizaba a la Compañía de Salitres y Ferrocarril la explotación del salitre por un período de 15 años, libre de derechos e impuestos.
Ese contrato favorable para los intereses salitreros chilenos nunca fue ratificado por el Congreso de Bolivia. Cinco años después, en febrero de 1878, la Asamblea Constituyente de ese país aprobó la ratificación del contrato con la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta “a condición de hacer efectivo, como mínimo, un impuesto de diez centavos el quintal de salitre exportado”. Los capitalistas chilenos estaban indignados. Consideraban que se trataba de una abierta violación de su tratado firmado en 1873. Reclamaron airosamente ante el gobierno boliviano y ante su propio gobierno en Santiago para revertir la decisión.
El problema era que ninguno de los dos gobiernos consideraba en esos momentos que fuera un asunto tan grave.
Entonces, la estrategia de la compañía salitrera chilena fue aumentar la presión sobre el gobierno en Santiago. Francisco Puelma y Agustín Edwards Ross visitaban periódicamente La Moneda demandando apoyo oficial del gobierno de Aníbal Pinto, quien, por cierto, era deudor del Banco Edwards. Pese a su lobby, el gobierno chileno seguía sin interesarse mucho por la situación. Después de todo, unos años antes, en 1875, el gobierno de Perú había expropiado a los dueños de las salitreras en la región de Tarapacá, entre ellos varios chilenos, y la situación no había pasado a mayores. Ahora sólo se trataba de unos impuestos. Además, en esos meses, el gobierno chileno estaba lidiando con un problema fronterizo mucho más grave con Argentina en el sur del país.
Ante la tibia respuesta del gobierno, la compañía salitrera presidida por Agustín Edwards Ross decidió adoptar una táctica más dura: simplemente se negó a pagar los impuestos decretados por Bolivia. Y así, la situación comenzó a escalar.
Transcurridos nueves meses sin que la compañía pagara el tributo, al tiempo que continuaba operando normalmente sus minas en la región boliviana, finalmente al gobierno de La Paz se le agotó la paciencia. El 11 de noviembre de 1878 el prefecto de Antofagasta ordenó la detención y encarcelamiento de George Hicks, el británico que era el gerente general de la Compañía de Salitres y Ferrocarril, por ser “deudor al fisco de la cantidad de 98.848 bolivianos y 13 centavos”. Sin embargo, la compañía continuaba negándose a pagar los impuestos y a los pocos días los bolivianos dejaron en libertad a Hicks.
Dos meses después, los acontecimientos se precipitaron. El 5 de enero de 1879, La Paz aprobó un decreto para confiscar los bienes de la compañía chilena, y anunció que remataría sus activos el 14 de febrero con el fin de recuperar los impuestos que adeudaba al fisco boliviano. Con ello, las operaciones de la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta quedaron efectivamente paralizadas y más de 2.000 mineros se quedaron sin trabajo.
Entre tanto, el gobierno de Pinto había cedido un poco a las presiones de los empresarios salitreros y había despachado al Blanco Encalada, su buque de guerra más poderoso, a Caldera, el último gran puerto y también el punto terminal de las líneas de telégrafo en territorio chileno. Era una primera señal de Santiago que estaba prestando más atención al pleito entre la compañía chilena con el gobierno del país vecino. Cuatro días después del decreto de confiscación, el buque de guerra ancló frente a la bahía de Antofagasta. Era una acción seria pero todavía fanfarrona del gobierno chileno que en esos días, aún creía en una solución diplomática al conflicto.
Animados por esta movida de su gobierno, aunque decepcionados por no lograr acciones concretas para revertir la paralización de sus minas, la compañía redobló sus apuestas. El 14 de enero, bajo la presidencia de Agustín Edwards Ross, se reunió en Valparaíso el directorio de la empresa salitrera. En una carta que el representante de la firma Gibbs & Sons en el directorio de la compañía envió a sus superiores en Londres, resumía de la siguiente manera la nueva táctica de la empresa:
“El señor Puelma recomendó gastar algún dinero para estimular a periodistas en los diarios para que publiquen artículos de naturaleza patriótica, es decir, de nuestro lado en este problema, y así fue acordado, de manera que podemos esperar la inmediata aparición de una serie de esos artículos en un diario de Santiago, probablemente El Ferrocarril, y en uno de Valparaíso, tal vez La Patria”.
Efectivamente, en los días y semanas siguientes, ambos periódicos comenzaron a abandonar su línea periodística que se limitaba a informar del impasse en Antofagasta como parte de una serie de problemas en la política exterior chilena, para adoptar una postura más beligerante. Otros medios se sumaron a este nuevo tono. El 5 de febrero, por ejemplo, el diario Los Tiempos le hacía la siguiente pregunta a sus lectores respecto de Antofagasta:
“¿Quién descubrió el cobre ahí? ¿Quién la plata? ¿Quién el guano? ¿Quién el salitre? Nosotros. Estamos ciertos de que vendrá de Bolivia la reacción del buen sentido. Mientras tanto, tengamos seca nuestra pólvora”.
Justo el día en que la Compañía de Salitres y Ferrocarril iba salir a remate, el 14 de febrero de 1879, las tropas chilenas desembarcaron en el puerto de Antofagasta. Con ello, se evitaba que la empresa fuese adquirida por una firma de otro país, por ejemplo de Estados Unidos, con lo cual Chile ya no tendría oficialmente un interés en el conflicto. Ese mismo día, la empresa chilena pudo reanudar su producción salitrera. Dos semanas después de la ocupación de Antofagasta, Bolivia le declaró la guerra a Chile, y en virtud de un pacto secreto de asistencia mutua con Perú, este país también entró al conflicto. Un mes después, en abril de 1879, Chile les declaró oficialmente la guerra a ambos países. El conflicto bélico duraría poco más de cuatro años y causaría unos 14 mil muertos, según estimaciones conservadoras.
Llama la atención que tres de los cinco ministros que conformaron el primer gabinete de guerra chileno eran accionistas minoritarios de la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta. Ellos eran Antonio Varas, ministro del Interior; Domingo Santa María, ministro de Relaciones Exteriores, y Jorge Huneeus, ministro de Justicia.
Agustín Edwards Ross sacó dos lecciones valiosas del conflicto de 1879. La primera era que las guerras victoriosas son un negocio muy rentable. La segunda fue que la prensa es un factor clave en formar una opinión pública favorable a los intereses propios. De hecho, su compañía de salitres había logrado transformar un problema contractual entre una empresa y un Estado extranjero en una causa patriótica.
Respecto a la primera lección, los datos avalaban la intuición de Edwards. En 1879 la economía chilena creció 15,2 por ciento y en 1880 se expandió en 12,4 por ciento, los niveles más elevados en toda la segunda mitad del siglo XIX. Además, los negocios personales de Edwards Ross florecieron durante la guerra. Los siguientes acontecimientos ilustran este punto.
Pocas semanas después del comienzo de la guerra, el 31 de julio, apareció ante el notario de Antofagasta el estadounidense Charles C. Greene, el nuevo gerente general de la Compañía de Salitres y Ferrocarril. Greene, quien años después sería el cónsul de Estados Unidos en Antofagasta, pidió a nombre de 21 empleados de la empresa un permiso notarial para explorar yacimientos salitreros y de otros minerales en la región recién ocupada por Chile. Poco después, el 19 de agosto, Greene se presentó ante el nuevo gobernador chileno de Antofagasta e inscribió formalmente 51 estacas de salitre a nombre de este grupo de empleados. Los solicitantes no tuvieron que pagar nada por registrar estos yacimientos. Pues bien, el 29 de enero de 1880 los veintiún empleados que habían obtenido las concesiones comparecieron ante el notario de Antofagasta Benjamín Molina para ceder gratuitamente sus pertenencias a la Compañía de Salitres y Ferrocarril, que pasó así a ser dueño exclusivo de estas minas. El directorio que intervino en esta maniobra estaba compuesto por Agustín Edwards Ross, Francisco Puelma, Miguel Saldías, que era el abogado de la empresa, y Ricardo Escobar, que era el representante de las acciones de Gibbs & Sons.
La operación se mantuvo en secreto por más de 30 años. Pero en 1911 salió a la luz pública cuando Alberto Valenzuela de la Vega, una ciudadano común y corriente que se había enterado de las concesiones, entabló una querella en contra de la compañía con la esperanza de obtener una recompensa por denunciar “bienes fiscales indebidamente poseídos por terceros”. Pero el fisco no se hizo parte de la demanda y cuando el conflicto judicial escaló hasta la Corte Suprema, la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta contrató a un abogado de primer nivel: Luis Barros Borgoño, un exrelator de esa misma corte y futuro vicepresidente de Chile. El juicio recibió bastante publicidad y en algunos diarios, en especial los de mancomunales obreras, era descrito como un ejemplo de cómo la oligarquía y el Estado se confabulaban para favorecer los intereses de los grandes empresarios.
Para cuando sucedieron estos hechos, Edwards Ross ya había fallecido y era su hijo, Agustín Edwards Mac-Clure (fundador de El Mercurio de Santiago), quien resguardaba los intereses patrimoniales de la familia en esa compañía que, precisamente a partir de la Guerra del Pacífico, llegó a ser una de las más grandes en el negocio mundial del salitre. Por cierto, la compañía ganó la demanda.
Con el término de la Guerra del Pacífico, Agustín Edwards Ross emergía como una de las figuras más poderosas de Chile. No solo había logrado expandir la vasta fortuna familiar, sino que ejercía también una enorme influencia empresarial y política. Los Edwards, que habían hecho fortuna en las inhóspitas y polvorientas ciudades y pueblos del norte chico, se instalaban ahora cada vez más cerca del centro mismo del poder.
Patrimonio de Federico Santa María
Santa María nombró a Agustín Edwards Mac-Clure albacea principal. Edwards y sus descendientes, Agustín Edwards Budge y Agustín Edwards Eastman, dirigieron la Universidad Técnica Federico Santa María (UTFSM), por 40 años, hasta 1968, fecha en que el gobierno de Eduardo Frei Montalva, tras una larga huelga de los estudiantes, ordenó la autonomía de la Universidad, mediante el Decreto Supremo N° 2.210, e instruyó a los albaceas restituir la herencia. La respuesta de los Edwards fue lapidaria: de la herencia no quedaba casi nada y solo pudieron reintegrar al Fisco el 1,7% del patrimonio real calculado. Esta afirmación vino a coronar el mito ya largamente difundido que señalaba que la fortuna heredada disminuía año a año, debido a gastos institucionales, una galopante inflación y malas inversiones.
Pero la investigación presentada en el libro Cómo defraudar impunemente y a plena vista 27.000 millones de dólares; la familia Edwards y el mito de la pérdida de la fabulosa herencia de Federico Santa María, de Boris Rotman, demuestra por primera vez mediante análisis de archivos, correspondencia secreta de la familia Edwards y memorias financieras de la Universidad, que la herencia nunca se perdió y que, por el contrario, ésta se acrecentó durante 40 años.
¿Dónde está la fortuna actualmente?Boris Rotman encontró parte de la respuesta en los archivos del Hoover Library-Museum de la Universidad de Stanford, California, en la colección de Hernán Cubillos Sallato, mano derecha de Agustín Edwards Eastman. Aquellos documentos indican que parte de la herencia fue ocultada en paraísos financieros, mediante gestiones que llevó a cabo el propio Cubillos. Pero el grueso de la fortuna escamoteada, revela la documentación proporcionada por este libro, fue convertido en acciones de las propias empresas que fueron y otras que actualmente son manejadas por el clan Edwards, tales como: La Chilena Consolidada, la Compañía Industrial Indus, la Compañía Cervecerías Unidas, la Compañía Chilena de Tabacos, la Refinería de Azúcar de Viña del Mar (Crav), la Compañía El Melón y el Banco Edwards (institución que fue usada por Agustín Edwards para lavar los paquetes de acciones).
La Fundación Santa María, administradora de la fortuna del filántropo, más que fundación benefactora, se había convertido en un holding empresarial. Los documentos que respaldan esta aseveración fueron encontrados en las propias oficinas de rectoría y de administración de la UTFSM.
Avanzando en su investigación, Boris Rotman descubrió, en el Archivo Nacional de Propiedades, que la herencia de Santa María incluía también 74 propiedades ubicadas en Valparaíso. Las Memorias Anuales de la UTFSM (de 1969) reportaron la venta de 42 de estas propiedades durante el período en que el clan Edwards administró el patrimonio de Santa María.
Sin embargo, para 1970, la rectoría declaró que el total de los bienes inmuebles reintegrados por los albaceas ascendía a solo cinco propiedades. Nunca ha podido establecerse de qué modo fueron enajenados estos bienes por la familia Edwards, ni cómo es que se desvanecieron las 27 propiedades que faltan para cuadrar la suma; pero, lo que sí está acreditado en esta investigación, es que el grupo Edwards administró los bienes raíces por intermedio de otras empresas de su mismo grupo; es más, los préstamos hipotecarios con que se llevaron a cabo construcciones y remodelaciones de los edificios de la Universidad fueron contratados con dos entidades financieras: el Banco Edwards y la Compañía de Inversiones La Chilena Consolidada.
Ambas, pilares fundamentales del clan. Los créditos (auto otorgados) fueron respaldados con la garantía de los bienes inmuebles pertenecientes al patrimonio legado por Federico Santa María.
Con gran dificultad, y venciendo el hermetismo de todas las fuentes consultadas, gracias a la investigación llevada a cabo por Rotman en los archivos de la empresa Unilever en Inglaterra, el autor descubrió el detalle acerca de la adquisición de acciones llevada a cabo por el grupo Edwards, utilizando para estos fines la herencia, para convertirse en socio mayoritario de 21 empresas, invirtiendo siempre en nombre de la Fundación de Beneficencia Santa María.
Es más, la pista del dinero develó que, en 1969, Agustín Edwards ofreció, en representación de la UTFSM, un importante paquete accionario a Unilever, por un monto de US $154.397.938. Para entonces, supuestamente la Fundación había sido disuelta para dar cumplimiento al Decreto Supremo N° 2.210.
Se podrá argumentar que la violación del testamento de Federico Santa María y el dolo en el manejo y administración de la herencia, por parte de la familia Edwards, puedan encontrarse prescritos según la ley. Sin embargo, en el Acta Parlamentaria de 1969 se señala que: “Una vez disuelta esta Fundación, los bienes quedarán momentáneamente en poder del Estado, con arreglo a lo que establece el Artículo 561 del Código Civil”.
El mencionado Artículo 561 establece que: “Disuelta una corporación, se dispondrá de sus propiedades en la forma que para este caso hubieren prescrito sus estatutos; y si en ellos no se hubiere previsto este caso, pertenecerán dichas propiedades al Estado, con la obligación de emplearlas en objetos análogos a los de la institución. Tocará al Presidente de la República señalarlos”.
Así, el hecho de no restituir la herencia -como prescribe el S.D. No 2.210 de 1968-, constituye malversación imprescriptible de fondos públicos y, en consecuencia, el Estado se encuentra habilitado para entablar juicio, con el objeto de recuperar la herencia.
“Es mi deseo recordarle a la familia Edwards”, concluye el autor, “que existe un precedente jurídico para entablar dicha demanda: se trata del proceso por corrupción denominado Caso Riggs, dirigido contra Augusto José Ramón Pinochet Ugarte, su descendencia y herederos, por los delitos de enriquecimiento ilícito durante el ejercicio de cargos públicos y ocultamiento de más de US $21 millones en bancos extranjeros”.
Dictadura cívico-militar
Se ha comprobado el vínculo de El Mercurio con la CIA. Por ejemplo, cuando a finales de los setenta, un asesor del Senado estadounidense identificó a Mac Hale, reportero de educación del clan, como uno de los funcionarios pagados para implantar editoriales y noticias en el diario de los Edwards.
En 2003, The Pinochet File, libro del director del National Security Archive, Peter Kornbluh, se rescató una frase dicha por el poderoso exsecretario de Estado de Estados Unidos, Henry Kissinger: “Una visita de Agustín Edwards a Washington gatilló la decisión de Richard Nixon de apoyar un golpe de Estado en Chile”.
La relación con el país del norte era antigua. En 1955, la Escuela de Economía de la Universidad Católica suscribió un convenio con la Universidad de Chicago, clave de la instalación del pensamiento neoliberal que se desató después del golpe. Veinte años después, Los Chicago Boys serían pieza fundamental del puzzle de Agustín.
En 1970, cuando Allende fue electo con una estrecha minoría y esperaba la ratificación del Congreso para asumir, Edwards viajó a Estados Unidos. Allí se reunión con Kissinger y Richard Helms, entonces director de la CIA. El mensaje del presidente Nixon había sido claro: “Evitar que Allende asuma el poder o derrocarlo”.
Edwards y la CIA se conocían desde hace años. Desde la década de 1960, existen nóminas de sueldos de la Agencia de Inteligencia a periodistas del diario. Después, durante el principio de los 70 del siglo pasado, usó a El Mercurio para desestabilizar al gobierno de Salvador Allende. Intervención que se da en el marco de las operaciones Track 1 y Track 2, donde el diario de la familia Edwards aparecía como el brazo propagandístico del derrocamiento del líder del proyecto de la UP.
La relación de interés benefició a Edwards Eastman con importantes recursos para su diario. El proyecto El Mercurio costó varios millones de dólares, sin los que no hubiese podido resistir al tiempo de la Unidad Popular:
“La CIA gastó U$1,5 millones para apoyar a El Mercurio, el diario más grande del país y el canal más importante para la propaganda contra Allende. De acuerdo a los documentos de la CIA, esos esfuerzos tuvieron un rol importante en preparar el escenario para el golpe militar del 11 de septiembre de 1973”, se señala en relatos de prensa.
En el que probablemente es recordado como el titular más negro de la empresa periodística El Mercurio (La Segunda: Exterminados como ratones), se refleja la forma en que los Edwards manipularon la verdad y gestaron la ideología del golpe tras la muerte de Allende.
El titular publicado por La Segunda hacía referencia a la Operación Colombo, donde 119 opositores fueron asesinados por la DINA.
La publicación, a la postre, se convertiría en un símbolo de la forma en que parte de la prensa chilena abordó las violaciones a los Derechos Humanos durante la dictadura.
Pocas horas después que la Junta Militar se instalara en La Moneda, sobre la mesa de los uniformados se encontraba “El ladrillo”, documento ideológico clave para el nuevo orden económico que se gestaría en el país. El cómo llegó a ese lugar, es otra de las rutas recorridas por Edwards.
En el libro El Mercurio y la difusión del pensamiento político económico liberal, se explica cómo el diario es puesto al servicio de los Chicago Boys para que difundieran su pensamiento y establecieran el nuevo orden.
Agustín Edwards los conocía bien. En 1968 bajo su alero se había formado el centro de pensamiento Cesec que, entre otras cosas, contribuyó a la elaboración de un programa alternativo de gobierno para Jorge Alessandri. Así nacían las primeras líneas del texto que regiría el pensamiento de la dictadura. Cesec también se apoderó de la parte económica de El Mercurio, desde ahí desplegó todas las ideas del neoliberalismo estadounidense.
No solo trabajó con el centro de pensamiento. Agustín Edwards creó a fines de la década del sesenta un círculo de amigos del mar. “La Cofradía Náutica de Amigos del Pacífico”, vinculó al empresario con la Armada, institución que después del golpe tomó el control económico del país.
En mayo del 1973 desde la Cofradía se llamó a diez economistas a redactar “El ladrillo”, texto que en cinco postulados resume la ideología del régimen de Pinochet.
En la década de 1980 El Mercurio siguió escribiendo el plan para sostener ideológicamente a la dictadura. Por sus filas pasaron políticos clave en la historia de la derecha chilena: Joaquín Lavín, Jovino Novoa, Sergio de Castro, Hernán Felipe Errázuriz, Sergio Fernández, Sergio de la Cuadra y Hernán Larraín, etc. Sin embargo, a mediados de esos años, Edwards comenzó a acercarse a la oposición al régimen. Por eso, por ejemplo, muchos políticos detractores de la dictadura aseguran que la historia del país no se puede entender sin El Mercurio, tal como lo señalara Ricardo Lagos en el 2000.
Había una estrategia política. Edwards y Estados Unidos nuevamente estaban detrás. Agustín Edwards hacía propias las ideas de los nuevos dignatarios del país del norte. Así, siguiendo a Reagan, logró instalar la idea de democracia en el corazón de los más férreos defensores del régimen.
Ya con Aylwin en el poder, El Mercurio se abocó a ser un brazo de la transición, con un discurso que abordada todos los temas propios del primer gobierno tras la salida de Pinochet.
Sin Estados Unidos y su apoyo comercial, Edwards necesitaba de dinero para seguir subsistiendo. Con las redes ya tendidas, solo debió empezar a recogerlas para ganar avisaje de todo tipo.
En 2013, Edwards compareció como testigo ante el juez Mario Carroza en el caso que investigaba a los gestores del golpe militar. En 2013, en el aniversario 40 del fatídico 11 de septiembre, Sebastián Piñera llamó a los cómplices pasivos de la dictadura a pedir perdón por sus actos. Agustín Edwards lo ignoró.
En 2015, el Colegio de Periodistas lo expulsó del gremio. En un acto de justicia con las víctimas de la dictadura, el grupo de profesionales decidió que Agustín Edwards no merecía ser parte de una agrupación que busca representar los ideales de justicia y verdad tras el periodismo.
Un año después, las agrupaciones de Derechos Humanos solicitaron su procesamiento por sus responsabilidades en la preparación del golpe militar en 1973. Edwards no alcanzó a ser juzgado como parte de los civiles responsables del capítulo más oscuro de la historia local.
Finalmente, como epítome de la injusticia e impunidad en la que se desenvuelven muchos poderosos de nuestro país, la norma, especialmente en la órbita judicial, continúa inalterable, es decir, la justicia y el peso de la ley no recae sobre ellos.
Por Jorge Molina Araneda
El Ciudadano