Tras las elecciones de noviembre la política chilena ha ingresado en un nuevo trance. Es tal vez el comienzo de un periodo que transparenta y expresa energías contenidas por largas décadas, una fuerza que, por el momento, deberá buscar su salida mediante las nuevas formas de representación. No sólo es, como ya repiten no pocos observadores, el fin de la transición, sino el inicio de no evaluadas aventuras políticas. Sabemos que algo ha cambiado, que las transformaciones contienen proyecciones de gran magnitud, pero no conocemos sus alcances, aún impredecibles.
Hay elementos estructurales que apoyan esta percepción y afirmación. Los cambios no son sólo electorales, son el efecto político de fuerzas profundas que han presionado durante décadas por su liberación. Responden a una alteración social que empuja, hoy a través de la representación política, por una transformación y desinstalación de una institucionalidad corroída. Las energías liberadas el pasado 19 de noviembre apuntan hacia el fin de la anomalía neoliberal. Porque al hablar de neoliberalismo, de sociedad de consumo, de modernización capitalista, no nos referimos sólo al mall ni al retail. Hablamos de la privatización y mercantilización de derechos históricos básicos como el acceso a una salud, a una educación de calidad y a pensiones dignas. Hablamos de un engendro que ha perfilado uno de los países más deformes en su distribución económica, social y cultural.
En esta escena, que destapa y destraba los procesos históricos de las últimas tres décadas, llegamos este domingo a la Segunda Vuelta presidencial. Cambios desatados y un electorado transparentado y escorado a la izquierda tras el fin del sistema binominal. Partidos fragmentados y minimizados, proyectos disipados por un torrente que canaliza las demandas de clausura a las lógicas y los valores de la transición, por los clamores de cambios y de inclusión y representación democrática. Es el inicio de un proceso que empuja y levanta, de un modo inédito desde el fin de la dictadura, la candidatura de Alejandro Guillier como continente de estas demandas por cambios, acaso reformas.
En este torbellino en pleno desarrollo hay dos factores que destacan por su dimensión económica y política e histórica realidad: uno es el muro de contención capitalista que refuerza la coalición de Chile Vamos y la candidatura de Sebastián Piñera. El otro es la misma candidatura de Alejandro Guillier, que canaliza en la propuesta de Fuerza de Mayoría, junto con el llamado a los cambios, también los despojos y decadencia política de la otrora Concertación y Nueva Mayoría. Esta torcedura programática, forzada por la irrupción del Frente Amplio, ha tendido con el paso de las semanas, y especialmente de los últimos días, a abrirse y extenderse, generando en el electorado un interés y pasión política no percibida desde hace décadas. La lenta -aun cuando constante apertura de la candidatura de Guillier a absorber algunas de las demandas ciudadanas levantadas por el Frente Amplio- ha fortalecido su peso político y entusiasmado a sectores otrora desconfiados en las veleidosas políticas socialdemócratas.
Este 17 de diciembre el país no elige entre las dos clásicas fuerzas de la transición, ambas en decadencia cruzadas por escándalos de corrupción. La derecha neoliberal, aún bajo un blindaje político y apoyo electoral, que defiende un proyecto agotado, y una diluida socialdemocracia, que sufrió el 19 de noviembre el mayor retroceso de las últimas décadas y espera revivir y reinventarse con el apoyo del Frente Amplio y un discurso que absorbe las demandas ciudadanas. Este cambio en la composición de las fuerzas ha penetrado en un electorado motivado, por primera vez en décadas, por posibles cambios a un modelo económico e institucional instalado por la dictadura y cristalizado en la Constitución de 1980.
El Frente Amplio ha dado su apoyo a la candidatura de Guillier, que requiere de prácticamente todos los electores de la joven coalición para ganar la presidencia. Aun cuando el apoyo otorgado por el FA se inscribe en la lógica de parar un posible retorno de la derecha conservadora y «cavernaria», en palabras del Premio Nobel Mario Vargas Llosa, el impulso ganado por el FA desde noviembre conlleva una fuerza en expansión que no se detendrá este domingo. Una eventual y exitosa combinación entre la izquierda y la socialdemocracia podría ser el inicio de un proceso de cambios a la institucionalidad, cuya profundidad aún ni la imaginamos.
Para los electores del Frente Amplio y la izquierda chilena el apoyo entregado a la candidatura de Alejandro Guillier no puede inscribirse en las lógicas que ordenaron la transición. No se trata esta vez sólo de un voto acotado al duopolio, en un voto por el mal menor, en una disputa entre la ultraderecha y la socialdemocracia neoliberal, entre la continuidad mercantilista contra su amortiguación social vía livianas reformas. Por primera vez en varias décadas las cargadas y urgentes demandas sociales -como el fin de las AFP, la gratuidad en la educación o la eliminación del CAE-, tienen sus referentes, por cierto que matizados, en la representación política.