Por Mimi Cavalerie Salazar

En política, como en la vida, las palabras no son simples ornamentos del pensamiento: son actos que, al ser pronunciados, tienden sus raíces en la memoria colectiva. Cuando una figura pública —una posible futura presidenta— afirma que los crímenes de una dictadura eran «inevitables» o que un golpe de Estado era «necesario», no solo expone una visión política: reconfigura, desde el presente, las bases mismas de lo que una sociedad tolera o no tolera como parte de su identidad. Evelyn Matthei, con sus recientes declaraciones, no solo evocó un pasado que hiere todavía la piel del Chile contemporáneo; encendió, también, la alarma sobre el modo en que el poder interpreta la historia para justificar su existencia.
Decir que «nos íbamos derechito a Cuba» como razón suficiente para romper el orden constitucional no es solo una simplificación histórica; es un ejercicio de anulación moral. Hannah Arendt, en su lúcido análisis sobre los totalitarismos, advertía que la banalización del mal no ocurre necesariamente por la acción de monstruos, sino a través de personas comunes que, atrapadas en lógicas burocráticas o de supervivencia ideológica, normalizan la violencia hasta volverla invisible. Cada vez que una lideresa relativiza los crímenes del pasado, banaliza el mal: lo normaliza, lo hace aceptable, lo arrastra desde las zonas oscuras de la memoria hasta el ágora de lo debatible.
Más aún, afirmar que las violaciones a los derechos humanos eran «inevitables» en los años iniciales de la dictadura chilena, pero «injustificables» después del ’78, plantea una arquitectura ética insostenible. Judith Butler, en Marcos de guerra, señala que las sociedades contemporáneas deciden, consciente o inconscientemente, qué vidas merecen duelo y cuáles son descartables. ¿Qué vidas, bajo la mirada de Matthei, eran consideradas sacrificios lamentables pero necesarios? ¿Y en qué momento exacto —qué cifra de cuerpos, qué cantidad de sangre— una vida comenzó a recuperar su valor inviolable?
No se trata aquí de un debate de fechas, ni de cálculos históricos; se trata del corazón de la ética pública. Como advirtió Theodor Adorno en su célebre ensayo La educación después de Auschwitz, la primera tarea de una sociedad que ha conocido el horror es impedir que se repita. Y para impedirlo, es esencial que el horror permanezca indeleble en la memoria, como un recordatorio innegociable de los límites que la política jamás puede cruzar.
La reacción airada de La Moneda, de los candidatos de la centroizquierda, y de algunos miembros incluso de la misma derecha, es señal de que las cicatrices de Chile siguen abiertas. Pero más preocupante es el modo en que ciertos sectores buscan reinterpretar, relativizar o directamente negar la gravedad de los hechos. Walter Benjamin advertía que cada relato histórico es también una lucha por el presente: quien narra el pasado moldea el futuro. Si el relato de la dictadura se convierte en una anécdota necesaria para salvarnos de «Cuba», ¿qué narrativas de violencia futura estaremos dispuestos a aceptar mañana?
Frente a esta tentativa de resignificar la violencia, la juventud chilena tiene una responsabilidad ineludible. La historia no puede ser entregada como un paquete cerrado y sellado; debe ser leída críticamente, tensionada, revisada desde el punto de vista de los vencidos y de las víctimas, no de los vencedores. Como recuerda Achille Mbembe, las sociedades que naturalizan la gestión política de la muerte terminan aceptando la violencia como parte constitutiva de su democracia.
Chile no puede permitirse esa deriva. La democracia, como advirtió Chantal Mouffe, no es un lugar de consenso perfecto, sino un espacio donde los antagonismos se tramitan sin aniquilación del adversario. Y ese trámite requiere memoria, respeto radical a los derechos humanos y un compromiso incondicional con las reglas del juego democrático.
La tentación de justificar el horror en nombre del orden, de la estabilidad o del temor al enemigo, es una tentación antigua. Pero su repetición, en el Chile de hoy, frente a jóvenes que buscan reconstruir un país más justo y más libre, sería una tragedia histórica. Por eso, no basta con indignarse ante las declaraciones de Evelyn Matthei, es necesario entenderlas como síntoma de algo más profundo: la permanente batalla por la memoria y por la ética en el espacio público.
La juventud chilena debe, entonces, recoger las palabras caídas, las biografías fracturadas, los sueños aniquilados por la violencia política, y con ellas construir un relato que no justifique ni una muerte, ni un exilio, ni una tortura, ni un silencio forzado.
Porque la democracia no es un don: es una conquista que se renueva cada día, contra la tentación de olvidar.
Por Mimi Cavalerie Salazar
Editora y periodista Independiente
17 de abril de 2025
Bibliografía utilizada:
- Arendt, Hannah. Eichmann en Jerusalén.
- Benjamin, Walter. Sobre el concepto de historia.
- Butler, Judith. Marcos de guerra.
- Mbembe, Achille. Necropolítica.
- Adorno, Theodor. La educación después de Auschwitz.
- Mouffe, Chantal. El retorno de lo político.
- Richard, Nelly. Cultura y política en el Chile postdictatorial.
- Salazar, Gabriel. Conversaciones con Gabriel Salazar.
Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.