Comienza hoy (6 de marzo) la última semana del peor gobierno que ha tenido Chile desde que gobernaron a punta de fusil los militares con Pinochet a la cabeza. Y pese a que “las instituciones funcionan” tal como las dejó programadas el régimen de 1980, Sebastián Piñera gobernó en las fronteras legales del Estado chileno, con despliegue militar para conflictos internos y control de poblaciones, con estados de excepción en momentos poco excepcionales y toques de queda pandémicos sin ninguna justificación epidemiológica. Además, enfrentado a las amenazas económicas de la crisis global, el estancamiento interno y la pandemia, su gobierno respondió con apasionada predilección por los sectores empresariales, cargando la mata de la crisis sobre los hombros de la clase trabajadora plurinacional de Chile. Alguien podría decir que al pobre Piñera le tocó gobernar en tiempos difíciles. Pero estos han sido tiempos difíciles para todo el mundo, y Piñera logró gobernar de la peor manera posible, cometiendo todos los errores políticos que estuvieron a su alcance. La respuesta autoritaria fue su principal carta para enfrentar situaciones complejas. Podemos recorrer decenas de situaciones en los que el gobierno respondió con las armas y la intimidación, pero hay tres que evidencian el autoritarismo instintivo de la derecha chilena.
14 de noviembre de 2018, Camilo Catrillanca es asesinado por la fuerza policial militarizada conocida como Comando Jungla (demás está señalar las resonancias orientalistas y racistas de dicha denominación), y el menor de edad que lo acompañaba es torturado por los mismos efectivos policiales. La avanzada autonomista de sectores del pueblo Mapuche lleva años siendo enfrentada con violencia armada estatal y paraestatal, pero el asesinato de Camilo acelera un proceso de unidad mapuche y vuelve a poner al Wallmapu (llamada Araucanía por los colonos y sus defensores) en el corazón del conflicto existencial del Estado de Chile. Luego de años de enmarcar su defensa de las forestales y los terratenientes en un relato de “guerra contra el terrorismo y el narcotráfico”, el 12 de octubre de 2021, fecha ahora doblemente nefasta, el gobierno logra imponer un estado de excepción para militarizar la zona, con acuerdo transversal del partido ampliado del orden, que incluye a los sectores de la ex Concertación. Se trata del “Consenso de Santiago”: que las fronteras expandidas del Chile de fines del siglo XIX son irrenunciables, porque siguen siendo el sustento de la máquina capitalista nacional.
18 de octubre de 2019; años de precarización de la vida y de atisbar alternativas antineoliberales se convirtieron en una masiva explosión nacional. La apuesta del gobierno es ahogar el fuego de las protestas. Cierra las estaciones de Metro en Santiago, acorrala a estudiantes insurgentes en las calles, dispara balines contra manifestantes. Antes que se incendiara cualquier estación o bus, la televisión nos mostraba las piernas sangrantes de una estudiante de secundaria por un ataque policial. La represión siempre llega temprano. Y aquí ocurre el que probablemente sea el mayor error en la gestión gubernamental de Sebastián Piñera. Luego de una tarde y una noche de protestas en todo Santiago, el gobierno le declara la guerra al pueblo y decreta estado de excepción, anunciando la militarización de Santiago. Antiguas escenas de la dictadura, dicen algunos. Escenas permanentes en el Wallmapu, dicen otros. Desde el sábado 19 de octubre, Chile dejó de ser el mismo, y se rompe el espejismo democrático que había construido la administración neoliberal de los últimos 30 años. Comenzaba una revuelta popular que adquirió en todos los centros urbanos de Chile un carácter de confrontación abierta con la represión estatal, exhibiendo la rabia de quienes defienden un mínimo de dignidad y la constancia de quienes saben que se requieren grandes cambios. No por nada las consignas más transversales de la revuelta fueron la renuncia de Piñera, la asamblea constituyente y el fin de las violaciones a los derechos humanos, incluyendo la mutilación y la prisión política.
10 de febrero de 2022, la prensa reproduce información de Carabineros que señala que Byron Castillo, joven camionero, fue asesinado por personas extranjeras “en situación irregular en el país, sin registros migratorios”. ¿Por qué el énfasis en la nacionalidad o situación migratoria de las dos personas detenidas? Porque la frontera norte de Chile se ha convertido en una de las membranas más sensibles de la crisis global del capitalismo, donde duelen las interacciones que evidencian la insensata ridiculez de las fronteras. El asesinato de Byron Castillo impulsa protestas de camioneros que, como siempre, exigen mano dura contra la delincuencia. Todo esto con el trasfondo de la acumulación de riquezas y pobrezas en las regiones del norte minero, donde crece la población de trabajadoras y trabajadores (de Chile y otros países) que parece sobrar para el Estado y el mercado laboral, que les abandonan en campamentos sin servicios y una existencia sin derechos. El gobierno se reúne con los camioneros y les promete, otra vez, un estado de excepción para controlar militarmente la situación. Despliegue militar en la ciudad y la frontera, así ha funcionado Chile durante el gobierno de Piñera.
Pero el autoritarismo (el de Pinochet, el de Putin, el de Piñera) no es un rasgo moral de individuos malvados, ni una inclinación mental de ciertas figuras de poder. Es el principal mecanismo de defensa del Estado moderno en tiempos de crisis, y por lo tanto tiene un carácter estructural. La crisis que vivimos no fue creada por la resistencia Mapuche, las evasiones secundarias o las migraciones. Esas son, a su vez, formas que tienen los pueblos de enfrentar a su modo la crisis. Lo que vivimos es una confrontación entre maneras de resolver una crisis del capitalismo que arrastramos desde hace décadas, que se agudizó desde 2008 y en medio de la cual una economía estancada como la chilena no logra arrancar. La derecha, y el conjunto de los partidos que administraron el Chile postdictadura, optaron por una apuesta conservadora que implicaba mantener los rasgos estructurales del régimen político y económico chileno, y que por lo tanto requería precarizar la vida de la clase trabajadora para mantener los índices de crecimiento que necesitan desesperadamente las empresas. Piñera nunca renunció a la agenda con la que llegó a La Moneda: reforma tributaria pro-empresarial, profundización del sistema de pensiones, fortalecimiento del aparato represivo y de la industria extractiva. Por su parte, los pueblos que habitan Chile han respondido con viejas y nuevas herramientas de lucha, que van desde la recuperación de tierras ancestrales hasta la huelga general feminista. En medio de esa confrontación por las salidas a la crisis, se abrió un proceso constituyente como solución intermedia para ambas fuerzas en confrontación.
Uno de los rasgos inéditos de la Convención Constitucional en Chile es que está compuesta por representantes de movimientos sociales y pueblos indígenas, que llegaron allí gracias a un sistema de elecciones que abrió un espacio a la paridad, la participación de independientes y los escaños reservados indígenas. Esas modificaciones electorales no son un mérito del Congreso que aprobó las reformas que las hicieron posible, sino de las luchas de dichos grupos para hacerse un lugar en la Convención. El carácter avanzadamente progresista que está tomando el borrador de la nueva Constitución se debe, principalmente, a que lo están escribiendo nuevas fuerzas sociales, devenidas en el camino en emergentes fuerzas políticas. Estas fuerzas representan la realidad y la diversidad de los pueblos de Chile, y con ello sus aspiraciones. Su éxito constitucional será el principal indicador de una posible nueva democracia en Chile.
Una de las apuestas constituyentes más interesantes de la transformación de la democracia chilena es aquella que reconoce la existencia de movimientos político-sociales como organizaciones que pueden dar forma a la voluntad política de los pueblos. Esta ha sido propuesta por la convencional Alondra Carrillo (D12, Movimientos Sociales Constituyentes), reconociendo explícitamente la quiebra del sistema de partidos políticos y su forma de representación asociada a la política de los acuerdos elitarios. Estos movimientos podrían constituirse en cualquier nivel de la política plurinacional, lo que daría un tremendo impulso, por ejemplo, a que organizaciones territoriales con presencia en una sola comuna puedan disputar a nivel de los poderes locales. Este tipo de organizaciones tendrían las mismas exigencias de probidad, transparencia y financiamiento que los partidos políticos, pero además para ser reconocidas tendrían que garantizar una participación viva y constante, lo que permitiría evitar la creación de organizaciones de papel para otros fines.
¿Qué oportunidad abriría esta propuesta para los pueblos? En primer lugar, sin duda que daría un canal formal y públicamente reconocido a las miles de organizaciones populares, cuya potencia para la disputa de poderes se ve reducida solamente a la acción civil voluntaria. Les permitiría “hablar con voz propia” a millones de personas excluidas de las formas de representación política restringidas que conocemos hasta ahora, incentivando que esa representación tome la forma de una disputa de las nuevas instituciones políticas abiertas por la nueva Constitución.
Pero ¿no será más de lo mismo, nuevas formas de hacer partidos políticos, abrir el camino a nuevas formas de cooptación política? Se trata de un riesgo siempre presente en las democracias capitalistas. Pero los riesgos eventuales nunca han sido un buen argumento para no seguir avanzando. Con el proceso constituyente, estamos ante la posibilidad de establecer nuevas bases para la disputa política en Chile, que incluyan instancias de autorrepresentación para los sectores populares, en sus propios términos. Se trata de una oportunidad única para nuestra generación, que nos permite proyectar hacia las próximas décadas este momento inédito en el que la “forma movimiento” ha puesto en jaque a la “forma partido”, y que por lo mismo encarna un futuro de disputa permanente contra el autoritarismo del Estado de Chile, en mejores condiciones. En este punto, como en todos los demás, la nueva Constitución no será la solución inmediata a todos los problemas, sino la apertura de un periodo político cuyos contornos habrán sido definidos ya no por los mismos de siempre, sino por nuestro mismo pueblo y sus constituyentes.
Por Pablo Abufom
Militante del movimiento Solidaridad y editor de Posiciones, Revista de Debate Estratégico.