Los y las representantes del mundo político institucional y cierto tipo de organizaciones sociales que desde el inicio del estallido social, no han dado respuesta al llamado hecho por el Gobierno y personeros del oficialismo principalmente, a rechazar “todo tipo de violencia”, han sido tildados y señalados en más de una ocasión, como operadores del odio, del caos y la violencia.
Ellos y ellas no se han sumando, al igual que los sujetos que día a día pueblan de las calles de protesta y más, a un sospechoso llamado a la paz. Paz que aparece cubriendo de blanco en forma de lienzo Plaza Italia la mañana del viernes 15 de noviembre, así como también otras plazas a lo largo del país el jueves 21 del mismo mes. Paz que aparece protagonizando el acuerdo parlamentario que permitiría una nueva Constitución. Se vuelve menester, entonces, aclarar ciertas cosas antes de posicionarse sobre la paz.
Lo curioso del llamado al rechazo, no es solo que se les pide a vocerías de supuestos líderes del acontecer, caras visibles frente a una gente que siempre fue invisible. Se les está pidiendo tener respuesta sobre lo que ha conllevado a esta crisis durante cinco semanas y que se manifiesten en contra de la violencia que irrumpe en la normalidad de muchos, lo que la hace ser una inentendible demanda que se parece más a la pasividad que al rechazo de dicha violencia en el espacio público.
Se puede entrever y pensar que hay un llamado continuo de la autoridad para volver a lo de antes, a como lo dejamos, esperando a que las soluciones vengan desde los representantes, ya desacreditados, y mientras quienes salen a las calles (a veces más, a veces menos y a veces, no sabemos) siguen, ya no acaparando la totalidad de las vitrinas en los medios, mientras es evidente que los castigos y las rugosidades de las instituciones se aplican con más ahínco a unos que a otros, como ya era una incómoda costumbre.
Estamos en un momento en que dicha autoridad se queda cada vez más solitaria, sin las calles, escindida en este confuso llamado a la paz. Basta pensar en las palabras de Mario Desbordes, senador y presidente de RN, haciendo un llamado a reformas más profundas para solucionar el entuerto social y lograr pregonar el alcance de esa paz que se perdió al declarar una guerra imaginaria y a no dar solución al petitorio de justicia en todo ámbito.
Hay un llamado a continuar con un sendero institucional del cual no se tiene ninguna certeza, más aún luego de las declaraciones del senador Andrés Allamand que se pueden entender como la amenaza de no avanzar y continuar con la misma carta fundamental rigiendo el destino del país. Hay un llamado a esperar “en la medida de lo posible”. Se generan mayores disonancias y menores acercamientos en la medida en que se pretenda continuar en la senda de ciertas cautelas conservadoras.
Las calles y sus sujetos que se manifiestan; las cacerolas; las barricadas; los saqueos; los incendios; los llamados autoritarios; los acuerdos y los representantes o están en seria falta de sintonía, o no son interlocutores válidos cuando se sobrepasa el mes de movilizaciones.
El uso indiscriminado de la violencia mostrado desde el inicio, los discursos que no dan respuesta y evitan responder lo consultado, las reformas llenas de letra chica y la espera de un desgaste que no se ha dado con la naturalidad que la autoridad anhela, siguen alimentando a los sujetos que en las calles no ven salida para su descontento ¡con justa razón!
Se rechazan los llamados a la paz en las calles: no se entiende o no va a lugar aquello a que con paz se refieren. Se rechazan los acuerdos de quienes podrían tener la razón, pero no la tienen en tanto no son parte de los que acontece en esas calles. Nunca lo fueron.
Cuando al inicio del estallido, se declara la guerra a la gente en voz del presidente y se pide paz después. Luego, se firma un acuerdo a puertas cerradas de los actores sociales, para continuar violando DD.HH a frente a las cámaras de celulares y a ciudadanos desprovistos de armas, pero muchas y muchos con rabia. Mientras siguen quedando impunes los de siempre y se reviven los fantasmas que se creyeron enterrados para que nunca más, y se niega. De esta forma la paz no llega, porque la paz no se perdió.
Se alumbra solo destrozos. Se habla, como ya lo hizo el general Leigh décadas atrás y el Reich mucho antes, de cáncer, ese “cáncer” metafórico tan real y peligroso. De yogures vencidos. De buenos y malos. Entonces: ¿De qué tipo de paz estamos hablando? ¿Paz para quiénes? ¿Paz para qué?
Cuando el ejercicio legítimo de la manifestación nunca fue respetado ni cautelado por los guardianes del orden público ni por los timoneles de la gobernanza, no es para sorprenderse la reactividad de la violencia, tampoco que la lógica de esta se encuentre fuera de cualquier parámetro de lo esperado, cuando los lineamientos de lo esperado los han fijado solo algunos.
Y aunque para estos la determinación de rechazarla tajantemente cuando es ejercida por civiles signifique omitir cualquier tipo de explicación racional, equiparando la violencia de estado a los actos vandálicos en esfuerzos absolutamente contraempíricos y deslegitimadores, pensando no desde la complejidad del evento, omitiendo al largo siglo XX que nos prometió enseñar a lo repetir la historia.
Lo que queda para quienes rechazan y más bien matizan desde la cuestionable ley del empate, lo que acontece hoy en las calles, tampoco los deja en un espacio político-público mejor. Todo depende de la vereda y nivel de exposición: no es lo mismo que lo haga un representante desde la institucionalidad a un ciudadano común de esos que tienden a aparecer en los matinales. No se puede saber de quién es la voz de la paz, pero si se sabe que no se debe apelar a ella porque no se perdió o nunca estuvo.
La desconexión entre esferas políticas involucradas no permite la lectura correcta de todos y todas los que piensan a y desde las calles y sus demandas. Esa es su ventaja para seguir, pero su talón de Aquiles al momento de poder trabajar en demandas plasmadas en muros, cárteles, cánticos y experiencias vitales.
Entonces, las calles se niegan a hablar de paz. Esas calles que son muchas, que son acéfalas, pero cuyos descifrables petitorio no son descabellado. Esas calles diversas y con diversas demandas a través del territorio. Esas calles que poco a poco desaparecen del contenido de la televisión luego de la firma del “Acuerdo por la paz social y la nueva constitución”. Esas calles cuyo número de sujetos ocupándolas se ha vuelto indescifrable debido no a la falta de métodos para cuantificarlos, sino que a una cuestión de voluntades contrapuestas para saber quiénes las componen y cuál es su real voz.
Las calles se escapan de numeraciones e intérpretes de sus necesidades. Las calles exceden la imaginación de quienes quieren atribuirse su vocería para dar algún tipo de respuesta insuficiente a sus demandas y a sus actos, al fuego que de ellas se emana.
Pero las calles no son Chile, son solo una parte, y eso también lo saben quienes las ocupan. Saben que allí no están: sus representantes en las instituciones, quienes se han beneficiado hasta el colmo de la desigualdad sistémica; tampoco los que callan porque su situación no es la peor; tampoco quienes creen que en las calles no se logran los acuerdos y avances; ni los cuyos cuerpos no se los permite o quienes, simplemente, se cansaron.
Quienes son parte de las calles hoy, saben que son soberanas y soberanos de su propia participación. Más allá de esas calles, el panorama es nebuloso. Hay voces que sorprenden solicitando más medidas frente al asedio de malestares en formas de delincuencia y criminalidad. Hay quienes temen por sus bienes porque el abismo de esta precariedad de décadas, ese el hilo que les ha tocado habitar en este tambaleante sistema.
La crisis se ha des-velado y no querer hablar de paz no desde una mera cuestión semántica: no hablar de paz es una cuestión de principios. La ética subyacente que pobla las calles en este momento es la de quienes se cansaron de ceder y adherir a los patrones establecidos por la élites políticas, e incluso de las mismas éticas dominantes en décadas pasadas para las movilizaciones.
No hablar de paz en los términos que proponen los y las abanderados de la representación de la gente pone en problemas los términos veritativos en los cuales se discute, el contexto para establecer una verdad en el ahora y una verdad para el futuro que no es la de esa “paz” a la que refieren. No hablar de paz significa, en último términos, no rendirse frente a juego de poder y las titularidades embestidas que enarbolan la bandera de la verdad sin ver lo que realmente ocurre en las calles. Su paz no es bienvenida y alimenta el fuego de cada día.
Por Mariana Valdebenito Mac Farlane, profesora de filosofía y Magíster © en Filosofía Política.