Lili Marleen

"Ahí comencé a odiarte. Cuando cumplí catorce años, nos llevaste a mi hermano y a mí a un café del barrio y nos contaste que eras policía. De los buenos, agregaste. Tenías una mirada rara. Fumabas mucho, tus uñas estaban amarillas".

Lili Marleen

Autor: Odette Magnet

Tengo fijo en mi memoria una escena en que voy gateando a colgarme de tu pantalón. Me levantas en brazos, me abrazas, me das besos en el cuello, me haces cosquillas. Mi risa, aguda, mi risa de niña llena la sala de estar y las cortinas de gasa blanca aletean con la brisa suave del verano. Antes de dormir, me cantas canciones y me cuentas cuentos. Ya más grande, me decías que yo era tu novia, yo te contestaba que eras mi héroe. Durante muchos fines de semana me llevaste a pescar a un río muy bonito, cerca de Rancagua. Hacíamos largas caminatas y nos tendíamos al sol como lagartijas. Tenías buena pinta, papá, un mostacho tupido, te movías con desplante, orgulloso. Según las fotos que había en la casa, tenías el pelo largo, fumabas, usabas camisas sueltas y floreadas, era la onda de los 70. Escuchábamos música prohibida, como las canciones de Serrat. Decías que eras abogado. Yo te creía todo.

De repente, la cosa cambió. No puedo precisar cuándo.

Cierro los ojos y escucho ese ruido inconfundible, ese giro breve cuando metías la llave en la cerradura de la puerta de calle. A las siete de la tarde, en punto, de lunes a viernes. En ese preciso segundo, comenzabas a silbar tu melodía favorita que, mucho después, supe que se llamaba Lili Marleen. Mi mamá preparaba la comida en la cocina, con la puerta cerrada. No le gustaba que nadie la interrumpiera. No cantaba, tampoco tenía radio. A mi madre, que en paz descanse, le gustaba cocinar el pollo arvejado con arroz blanco, o un asado al horno con papas fritas y unas peras borrachas de postre. Me llegaba el olor de la comida desde el jardín donde yo coloreaba en un libro. Los fines de semana hacía un queque o algún postre especial y la casa entera olía a canela o café. Los nombres de los guisos los aprendí más tarde porque yo entonces tenía unos ocho años; Mauricio, mi hermano menor, cinco.

Entrabas con tu maletín de cuero negro y te dirigías derecho a las escaleras. Subías al segundo piso, lentamente, sin interrumpir el silbido. Escuchábamos tus pisadas, la madera crujía bajo tus pies. Entrabas a tu dormitorio y cerrabas la puerta. Te quedabas allí en completo silencio (al menos nosotros no escuchábamos nada). Durante buena parte de mi infancia mi hermano y yo nos escondíamos en el closet de la pieza que compartíamos cuando comenzabas con ese silbido pegajoso. Tu pieza era contigua a la nuestra. Te temíamos. Cada tarde, después de hacer nuestras tareas, rezábamos para que no volvieras a la casa. Pero siempre lo hacías. Comías solo, encerrado en tu dormitorio. Mi mamá te llevaba la bandeja: debía dejarla pegada a la puerta y golpear tres veces para que tú supieras que podías recogerla.

El papá está cansado, decía la mamá cuando le preguntábamos por qué no comías ni jugabas con nosotros. Veíamos la televisión todos juntos los sábados por la tarde. Te gustaba el futbol y las películas de guerra. No podíamos elegir nada distinto. Con el tiempo te fuiste poniendo huraño, violento, casi no nos hablabas, a la mamá tampoco. Cuando te enojabas, de un minuto a otro, sin razón, a Mauricio le pegabas un par de cachetadas hasta que le sangraba la nariz y la camisa de su uniforme del colegio quedaba toda manchada. A mí me tirabas las trenzas, me tendías sobre tus piernas y me pegabas unas palmadas en las nalgas mientras me decías «para que aprendas a ser una niña buena, para que le obedezcas siempre a tu papito que te quiere como a nadie». Siempre repetías que la familia es la familia.

Ahí comencé a odiarte. Cuando cumplí catorce años, nos llevaste a mi hermano y a mí a un café del barrio y nos contaste que eras policía. De los buenos, agregaste. Tenías una mirada rara. Fumabas mucho, tus uñas estaban amarillas. No teníamos ni idea, nos quedamos mudos. Nos dijiste que estábamos en plena guerra contra la subversión, en la lucha contra los terroristas, los comunistas, los enemigos de la patria. Aunque nunca vi un arma o un uniforme en la casa. Ninguno de los dos te preguntó nada, en realidad no quise saber. Vivíamos en una villa donde la mayoría de los vecinos eran milicos. Mis compañeras de curso decían que eras espía, de la policía secreta. En la secundaria debíamos empezar el día rezando el rosario y los viernes la misa era sagrada. ‘Creo en dios padre todopoderoso creador del cielo y de la tierra’, recitábamos como autómatas, con la mirada fija en ese cristo crucificado. Esas putas monjas terminaron de matar lo poco de alegría que me quedaba. Mis notas bajaban y mi ira subía.

Un día, saliendo del colegio, nos encontramos con un grupo de mujeres encadenadas a las rejas de la iglesia ubicada al otro lado de la calle. Llevaban unas fotos en blanco y negro prendidas al pecho y levantaban unos carteles que decían ‘¿dónde están?’ Eran como veinte y algunas repartían claveles rojos a la gente que se había detenido a mirarlas. Gritaban ¡asesinos, torturadores, represores! Comenzaron a corear un montón de nombres, como si pasaran lista de curso, levantaban sus fotografías, ampliadas. En el mar de rostros, de pronto apareció el tuyo y gritaron tu nombre. Ahí estabas con tu pelo engominado, sonriente, bien afeitado. Yo, con mi mirada clavada en la tuya, paralizada. Había mucha confusión. Varios fotógrafos y camarógrafos registraban lo que estaba sucediendo. No tardaron en llegar los pacos con el guanaco, las bombas lacrimógenas, el aire irrespirable. Les arrebataron los carteles a las mujeres, les rompieron las cadenas y las subieron a unos buses. A punta de lumazos y garabatos. Algunas caían al suelo, pero yo seguía sin moverme. Mi odio me ahogaba más que los gases, sentí una mezcla de vergüenza y culpa. De nuevo, no te pregunté nada. Tampoco Mauricio. Te ignoramos, ya para entonces no nos escondíamos. Tengo imágenes borrosas de esa época, no sé si son reales o imaginarias.

Cada vez te pusiste más paranoico. No nos dejaba salir con nuestros compañeros, nada de fiestas ni pololeos. Derechito del colegio a la casa, nos advertías con tu dedo índice en el aire. Nada de nada, estamos en guerra, repetías. Casi nos tenías como rehenes. La mamá andaba por la casa con bata y pantuflas, con enormes lagunas moradas bajo sus ojos. No se enteraba de nada. Un par de años más tarde murió de Alzheimer. Apenas pudimos abandonamos el llamado hogar. Tuvieron que pasar veinte años para que finalmente fueras condenado a cadena perpetua y se te reconociera como uno de los torturadores más crueles y sangrientos de nuestra dictadura. Un monstruo, dijeron hombres y mujeres, víctimas de tu locura y barbarie. Dentro y fuera de Chile, con una memoria asombrosa, los sobrevivientes describieron con detalles cómo tú dirigías las sesiones de torturas, los golpes, la picana, la electricidad en las extremidades, en la lengua, los pezones, la vagina, los genitales, los perros y las ratas, las quemaduras, las violaciones, la ruleta rusa, el encierro, la música estridente que ahogaba los aullidos de los detenidos. Tú dabas las instrucciones, cuándo seguir, cuándo parar. A veces tú mismo los rematabas ahogándolos con una bolsa plástica. Te ensañaste con las embarazadas. Dabas la orden de quemar con soplete los rostros y las huellas dactilares de las víctimas para impedir que fueran reconocidas. Los prisioneros recordaban que tú entrabas a la sala silbando una melodía pegajosa, siempre la misma. Luego, te sentabas, prendías un cigarrillo y pedías un café cortado.

Te enfrentaste a un juicio, escuchaste impávido los testimonios de los sobrevivientes que reclamaban verdad, justicia y memoria. Los escuchaste con un rosario en la mano, la mirada muerta, las mejillas flácidas. Parecías un viejo bulldog. Nunca pediste perdón, nunca rompiste el pacto de silencio. Y cuando ya todo estaba dicho y hecho, hacia el final de los alegatos, colapsaste y tuviste un accidente cerebrovascular. Te operaron, pero no recuperaste la conciencia. Mejor así, pensé, quedaste atrapado en la neblina por siempre. Nunca te visité en la cárcel ni en el hospital. No fui a tu funeral. Mi hermano tampoco. La familia es la familia.

Por Odette Magnet


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