Todos o casi todos fuimos algo como extraños extranjeros a causa de la dictadura. Algunos nunca habían salido de Chile y llegaron a lugares lejanos con otros idiomas, otro clima, otra comida, otros colores y otras voces, se sumergieron en la otredad absoluta. Pero sobrevivieron, se adaptaron, aprendieron.
Yo fui una extranjera no tan extraña desde niña. Porque cuando tenía cinco años nos fuimos con mi papá a Argentina, pues él vendía libros de Zig-Zag, esa gran editorial que había en Chile y que dirigía Carlos De Vidts. Porque en esa época, serian comienzos de los años 40 del siglo XX, en Argentina casi no había industria editorial y en Chile sí. Curioso, verdad.
Cruzamos la cordillera en un auto vetusto y destartalado, que en las subidas se iba para atrás y mi papá apenas lo lograba tirar para el lado del cerro y ahí se afirmaba. Era terrible, mejor no les digo más.
Al final nos establecimos en Buenos Aires, donde íbamos al colegio y allí se nos pegó espontáneamente, a mis hermanos y a mí, el hablar de che, vos y todo aquello, de modo que no fuimos extraños extranjeros, pues éramos iguales a los niños argentinos.
Todos iban con unos guardapolvos blancos, bien planchados y ojalá almidonados, que se ponían encima de la ropa de casa. Y todos los niños los usaban, pero también lo usaba la maestra, la directora, la que limpiaba el piso y el portero. No sé si esa tan democrática costumbre sigue existiendo, ojalá que así sea.
Y después, el año 46, reciencito terminada la guerra, nos fuimos a Francia pues mi padre consiguió un trabajo ahí. En París, mis hermanos y yo éramos al principio unos extraños extranjeros, porque no hablábamos ni una palabra de francés y teníamos zapatos de cuero traídos de Argentina, mientras que todos los demás niños usaban unos zuecos de madera, que al caminar hacían un sonoro clap, clap, clap. Esto creo que lo he dicho en algún otro artículo. Pero nunca fuimos discriminados, al contrario, nos enseñaron francés, que aprendimos en poco tiempo, nos recibieron y nos ayudaron siempre. En esa época en Francia faltaba la comida, faltaba la calefacción, faltaba todo y París era una ciudad oscura, solitaria y tenebrosa.
Quizás la conclusión sería que el odio al extranjero no lo traen los niños al nacer, se lo enseñan, y, cuando llegan a adultos, no dejan desembarcar a los migrantes que cruzan el Mediterráneo y así es como se ahogan varios niños todos los meses.
Cuando volvimos a Chile, por ahí del año 50 o 51, de Chile yo no me acordaba ni sabía nada, lo miraba como un lugar muy lejano, desconocido y ajeno. No se reconocían allí los estudios realizados en Francia, de modo que había que dar montones de exámenes. Eso es entendible en historia de Chile, ¿pero por qué no reconocer las matemáticas, física, química e historia universal que enseñaban los colegios franceses? A pesar de la globalización del mundo, todavía subsiste ese problema en algunos lugares. Generalmente se reconocen las maestrías y doctorados que otorgan universidades norteamericanas o europeas. Pero creo que los latinoamericanos desconfían recíprocamente. Nunca he podido revalidar en México mi título de abogada chilena. Ni siquiera lo he intentado porque es complicadísimo. Pero no lo he necesitado pues me contrataban como “asesora” y listo.
Al llegar a Chile por el año 51, sucedió algo extraordinario: un primo me ayudó y me metió a la Juventud Comunista. Y allí me convertí en chilena, me integré, aprendí muchas cosas y comprendí finalmente que mi patria era Chile y también toda América Latina. No enseñaban mucho marxismo, pero uno adquiría una conciencia política que no se pierde nunca. Dejé de ser comunista militante cuando se conoció el informe del XX Congreso del PC de la URSS, en que se revelaban los crímenes de Stalin. Eso fue todo.
Después se pasaba a las campañas de Salvador Allende, desde la primera, en 1952, hasta la última y también a trabajar en su gobierno.
Claro, cuando bombardearon La Moneda y murió el Presidente, salimos al exilio, era imposible quedarse. Muchos compañeros no entendieron el carácter bestial que tuvo la dictadura. Pensaron “Yo no he hecho nada malo” y se quedaron en sus casas -y hasta fueron a entregar sus oficinas- y así perdieron la vida. Porque sí habían hecho algo muy malo: ser personas de izquierda.
Nos fuimos a Cuba con mi compañero y nuestros dos hijos pequeños y vivimos ahí seis años.
Ningún chileno era un extraño extranjero, al contrario, aunque la manera de hablar era tan diferente que apenas nos entendíamos. Los cubanos se reían mucho de esa expresión tan chilena “Al tiro” (de inmediato) porque sabían que en Chile casi nadie sabía disparar un tiro, salvo raras excepciones. Nos miraban con gran afecto y respeto porque veníamos del gobierno de Allende. Nos dieron todo lo poquito y nada que tenían, porque el pueblo cubano es el más generoso del mundo.
Cuando quisimos volver a Chile pasando primero por México, no se pudo. Todos, hasta los niños, tenían la famosa “L” en el pasaporte. Muchos compañeros, al igual que nosotros, estaban sujetos a tantos procesos penales que pa qué les digo. Todos estos juicios se demoraron años, como sigue ocurriendo en Chile, que tiene un sistema judicial que necesita urgentemente una reforma, como la que se está haciendo en México.
México es un país sensacional, tomas un taxi, como he dicho a menudo, y te detectan por el acento que eres extranjera. Te preguntan si eres española y cuando les dices que chilena, inmediatamente se ponen a hablar del formidable y valiente Salvador Allende y del traidor Pinochet. Y no sólo son los taxistas, es cualquier maestro que viene a tu casa a hacer un arreglo, es también la señora que te vende las verduras en el mercado; esa ya te conoce y te dice “chilena, qué vas a llevar hoy”. Y que “López Obrador ha hecho un gran gobierno porque se ha inspirado en Allende», y que «el padrastro de Claudia es un médico chileno allendista que llegó aquí exiliado, imagínate”. Y que Beatriz Gutiérrez Müller, la esposa de AMLO es hija de una chilena de izquierda que también llegó con el exilio. Esto último parece que no es tan cierto, pero lo importante es que mucha gente piensa que varias ideas buenas vienen de Chile. También de Benito Juárez y de Lázaro Cárdenas, por cierto, pero de Salvador Allende, muchas.
Dense cuenta de la responsabilidad que nos cabe a los chilenos en todo esto. Por lo tanto, hay que encomendarse a la virgen de Guadalupe y también a la del Carmen, para que todo resulte bien en México y en Chile.
Por Margarita Labarca Goddard
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