Los grandes incendios de bosques, la colonización y la riqueza de unos pocos

La quema de bosques sin duda constituye un método de larga duración en la historia de Chile. Se sigue utilizando hasta nuestros días en los pocos bosques nativos que van quedando en algunas zonas específicas.

Los grandes incendios de bosques, la colonización y la riqueza de unos pocos

Autor: El Ciudadano

Por Manuel Lagos Mieres

Uno de los aspectos más negativos de la colonización, sin duda, fue la destrucción de los bosques milenarios, muchos de los cuales fueron quemados para conseguir suelo para la agricultura y la ganadería. Aquellos que escaparon del fuego, muy pronto comenzaron a ser objeto de la tala indiscriminada para extraer sus ricas maderas, que luego eran exportadas a Europa sin ninguna regulación[3]. Ciertamente este negocio fue el gran trampolín hacia el enriquecimiento fácil de muchos colonos, pues requería escasa inversión y ofrecía grandes dividendos[4].

Al momento de la llegada de los españoles la superficie de bosques nativos comprendía unos 25 a 28 millones de hectáreas, siendo la época probablemente de mayor superficie de bosques nativos. Esto fue cambiando tras la independencia y especialmente con los inicios de la colonización en el sur. Durante este último proceso, en lo que fue una oscura batahola de despojos, incendios y abusos diversos, fueron devastados casi las dos terceras partes de sus bosques nativos existentes[5]. En la actualidad, en Chile solo existe una superficie de algo más de 13 millones hectáreas según el último catastro de bosque nativo realizado por Conaf[6].

En principio fueron los habitantes de la época colonial, las actividades mineras y sus fundiciones, quienes acabaron con buena parte de los bosques en la zona central; más tarde, en las actuales regiones de Los Ríos y de Los Lagos, tuvieron protagonismo los colonos alemanes –y de otros orígenes-, los cuales arrasaron en forma sistemática la mayor cantidad de bosques para abrir espacio a “actividades económicamente rentables”[7]. De este modo, entre 1850 y 1880, los bosques de la zona austral sufrieron un violento retroceso. Si vamos a ejemplo concretos, en 1852 se quemaron extensos territorios cercanos a Osorno y el lago Llanquihue para contar con tierras donde instalar a las familias alemanas recién traídas por Vicente Pérez Rosales. Fue este mismo agente de la colonización, el promotor del fuego. Para ello, encomendó tal misión al indígena Pichi Juan, quien le había acompañado a todas las expediciones previas. Según su mismo relato: “En mi tránsito, ofrecí a Pichi-Juan treinta pagas, que eran entonces treintas pesos fuertes, porque incendiase los bosques que mediaban entre Chanchán y la cordillera, y me volví a Valdivia a calmar el descontento que ya comenzaba a apoderarse de los inmigrantes, los cuales no sabían qué hacer de sus personas en el provisorio alojamiento donde, por falta de terrenos, les había dejado”[8]. El mismo agente de colonización del gobierno de Chile, da cuenta de las proporciones del incendio y las consecuencias inmediatas, positivas para él, que éste trajo: “Esa espantable hoguera, cuyos fuegos no pudieron contener ni la verdura de los árboles ni sus siempre sombrías y empapadas bases ni las lluvias torrentosas y casi diarias que caían sobre ella, había prolongado durante tres meses su desbastadora tarea, y el humo que despedía, empujado por los vientos del sur, era la causa del sol empañado, al cual, durante la mayor parte de ese tiempo, se pudo mirar en Valdivia con la vista desnuda”.

“Tan pronto como cesó de arder aquella hoguera, fue preciso emprender otra y más detenida exploración por los lugares que había franqueado el fuego en el departamento de Osorno. Recorrí, pues, en ellos, con encanto, todos los terrenos que yacen al norte de la laguna Llanquihue. La anchura media de los campos incendiados podía calcularse en cinco leguas, y su fondo en quince. Todo el territorio incendiario era plano y de la mejor calidad. El fuego, que continuó por largo tiempo la devastación de aquellas intransitables espesuras, había respetado caprichosamente algunos luquetes del bosque, que parecía que la mano divina hubiese intencionalmente reservado para que el colono tuviese, a más del suelo limpio y despejado, la madera necesaria para los trabajos y para las necesidades de la vida”.[9]

“Durante esos tres meses ardieron más de 62 mil hectáreas, cubriendo toda la zona con una densa humareda que “permitía ver el sol sin necesidad de cubrirse la vista”[1].

Durante esos tres meses ardieron más de 62 mil hectáreas, cubriendo toda la zona con una densa humareda que “permitía ver el sol sin necesidad de cubrirse la vista”[10]. De este modo, milenarios bosques fueron arrasados, quemando también a su paso, la flora y la fauna endémica. Ya más tranquilo, el estratega de la colonización pudo llegar a la zona en octubre de 1852, desembarcando en Melipulli, actual Puerto Montt, con las primeras familias de colonos que se instalarían a orillas del lago Llanquihue.

La técnica del incendio continuó utilizándose. Pocos años después, en 1863, y aprovechando la gran sequía de ese año, los colonos procedieron a quemar el gran bosque de alerces, que cubría más de 27 hectáreas entre Puerto Montt y Puerto Varas. En 1902 nuevamente el ya disminuido alerzal de esta zona fue incendiado[11]. Éstos eran terrenos de ñadis, pantanosos, que hasta nuestros días se encuentran cubiertos de una pobre vegetación de matorrales, renovales de canelo y coihue, entre los cuales se visibilizan grandes tocones de alerces[12].

Al norte del rio Toltén, en tanto, una vez con el control del inmenso territorio, tras la llamada “Pacificación de la Araucanía”, los “civilizados” nuevos colonos –suizos, alemanes, franceses, españoles, etc.-, apoyados por el Estado, comenzaron el trabajo de mitigar los bosques para hacerse de suelos para la agricultura del trigo y la ganadería. Este proceso cubrió, en esa época, aproximadamente 300 mil hectáreas, dejando provincias enteras erosionadas, como fue el caso de Malleco[13]. Según datos proporcionados por Luis Otero, los incendios en la Araucanía fueron de tal magnitud que el fuego arrasó con la gran mayoría de los bosques del valle central y las cordilleras, hasta alrededor de los 700 metros de altitud, llegando en algunos sectores hasta la cota de los mil metros[14].

Como se había dado en tierras australes invadidas por los alemanes, en Araucanía también fue el fuego el medio predilecto para destruir el bosque. Así se obtenían más hectáreas de suelo cultivable, como también un suelo más productivo, pudiéndose aprovechar los abonos que el bosque había formado por años. Un relato de época, el del ingeniero belga Gustavo Verniory, señala al respecto: “El roce consiste en cortar el boscaje inferior y entresacar los árboles durante el invierno. Cuando el sol del verano ha secado todo, se quema la selva para enseguida cultivar el suelo. El humo natural centenario y las cenizas forman un terreno excelente para producir trigo durante varios años sin otro trabajo que la siembra. Los grandes árboles que han resistido el incendio están muertos y semicalcinados, pero permanecen de pie”[15].

Según otro testigo de aquellos tiempos, Isidoro Errázuriz, los colonos fueron expertos en esta técnica, pudiendo llegar a despejar, en los primeros años, siete hectáreas por familia[16]. En su recorrido entre Chol-Chol y Temuco, deja testimonio de numerosas quemas en el valle central, siendo, por tanto, el incendio un recurso recurrente[17].

“Todo ese valle poblado de árboles enormes, cubierto de floresta virgen, tapizado aun con la primitiva alfombra de flores y de fresas con que lo creó la Naturaleza, ardía en una inmensa e inextinguible hoguera”[2].

Basándose en estos testimonios y recursos visuales, el profesor Matías González Marilicán, concluye que fue en el valle central donde se concentró, con mayor intensidad, el roce del bosque, ya que los testimonios escritos y visuales parecen provenir, en su mayoría, de este lugar del departamento[18]. Ayudaba también a ello, la topografía local, la cual era mayormente plana, pudiendo facilitar el uso del fuego en contra de la vegetación[19].

Más al sur, en la zona de Panguipulli, a comienzos del s. XX, fueron los mismos inquilinos de la Compañía San Martín, empresa liderada el vasco Fernando Camino, quienes, bajo las órdenes de ésta, se encargaron de dejar las tierras “aptas para el cultivo”, debiendo para ello quemar los bosques nativos. Éstos ardían semanas, meses, sin jamás nadie poder poner atajo a esta situación, pues, como señalaba el padre capuchino Sigisfredo de Frauenhäusl (1868-1945), si bien había leyes que reglamentaban las quemas de roces, “en estas selvas, esa ley y muchas otras no se cumplían en absoluto”. “Por aquí impera el capricho y la audacia –diría Sigisfredo-. El derecho no existe. El libertinaje es el señor y de él nacen el robo, la violencia y el asesinato”. En la descripción de otro testigo, el periodista Aurelio Díaz Meza, se trataba de un valle extendido o casi encajonado entre dos mesetas que terminaban violentamente a orillas del profundo y borrascoso lago Panguipulli. “Todo ese valle poblado de árboles enormes, cubierto de floresta virgen, tapizado aun con la primitiva alfombra de flores y de fresas con que lo creó la Naturaleza, ardía en una inmensa e inextinguible hoguera. El resplandor rojizo que arrojaba aquella pira de un par de leguas, se estrellaba contra los inmensos espirales de humo negro como nubes de invierno y formaba un conjunto grandiosamente aterrador, imponentísimo. De cuando en cuando alguna columna de fuego lograba romper la densidad de las nubes de humo y se lanzaba airada y terrible contra el cielo, alumbrando con siniestros arreboles la esfera escapotada. Un ruido sordo y prolongado acompañaba este espectáculo. Es el ruido del tiraje que produce una chimenea colosal.”[20]

Nada importaba si en ese valle tenían sus rucas las familias huilliches, quienes mantenían un vínculo especial con sus bosques y entorno; menos importaban si ahí habitaban cientos de especies animales que si no quedaban atrapados por las llamas, se veían obligados a buscar un nuevo espacio generando todo un trastorno en la cadena natural. Nada importaba más que el “progreso”, traducido en el enriquecimiento de los mismos colonos, muchos de los cuales luego retornaban ese capital a Europa. Nada importaba más que dicho “progreso” y por éste era necesario perder el alma.

En Villarrica, en diciembre de 1913, señalaba un periódico local bajo el título de “Gran incendio de bosques en Villarrica”, que, tras 11 días de fuego, 20 mil hectáreas habían sido devoradas por el fuego, en su mayoría bosques de araucarias y raulí[21].

“Entre 1920 y 1940, la provincia de Aysén fue devastada por los incendios. En total, hasta mediados del siglo, se quemaron alrededor de 2 millones 800 mil hectáreas, que corresponden al más del 50% de los bosques de lenga que originalmente cubrían 5 millones de hectáreas”.

La Época, Temuco, 5 y 6 de diciembre de 1913.

La magnitud del incendio generó debate a través de la prensa de la época. Se cuestionaron los métodos utilizados hasta entonces para conseguir suelo cultivable, y algunas voces levantaban voz a favor del cese de los incendios y la utilización más provechosa del bosque. Así, por ejemplo, los redactores de La Época, de Temuco: “Los dueños de los bosques han dado ya principio a la campaña anual contra ese tremendo beneficio de la naturaleza, que se llama el árbol.

Semejantes al que se comió la gallina que ponía los huevos de oro, guiados por la ambición de obtener una pronta ganancia con destinar a siembras de trigo los terrenos donde hay montañas que envidiarían muchos países, esos desalmados se ponen a incendiar los bosques, sin pensar que en medio de la espesura existen grandes tesoros en forma de maderas que pueden aprovecharse para construcción de edificios, para fabricación de muebles y para tantos otros usos de positiva utilidad, sin considerar que de allí pueden sacar leña y carbón en cantidades que pueden darles sobradamente el capital que pueden recoger en una siembra de cereales; sin acordarse de que la destrucción de los bosques trae destemplación de la temperatura y que la existencia de los bosques atraen las lluvias cuando los suelos las necesitan y afirman los terrenos y disminuyen la fuerza de los fenómenos sísmicos, y haciendo caso omiso de todas estas cosas (…)”.[22]

Federico Albert Faupp (1867-1928)

A contracorriente, una de las pocas voces que abogaba por la preservación de los bosques, fue la de Federico Albert Faupp (1867-1928), profesor alemán del Instituto Pedagógico y preparador del Museo de Historia Natural. En 1901 señalaba: “Los alerces se explotan de una manera inconsciente y se han agotado ya en muchas partes, sin que se haya procedido a su replantación. Por otra parte se han quemado y se queman los bosques sin consideración alguna para aprovechar el terreno en la siembra de granos. Este sistema se lleva a efecto sin los mayores escrúpulos y sin tomar en cuenta si las faldas de las colinas y cerros, cuya vegetación se destruye, poseen o no un declive tan pronunciado que no se pueden aprovechar ni para la alimentación de los ovejunos. Tampoco se preocupan de dejar una faja de bosques en las dos cordilleras de las vertientes para evitar los prejuicios que pueden causar los desbordes de los ríos y la destrucción de los terrenos vecinos por las creces invernales”[23].

Alrededores del Lago Verde, luego de los grandes incendios generados entre 1936-1940.

Pero los incendios prosiguieron. En las islas del archipiélago de Las Guaitecas y el sur de la isla grande de Chiloé, entre 1915 y 1920, fueron quemados enormes extensiones, a fin de facilitar la corta de los postes de ciprés[24]. Entre 1920 y 1940, la provincia de Aysén fue devastada por los incendios. En total, hasta mediados del siglo, se quemaron alrededor de dos millones 800 mil hectáreas, que corresponden al más del 50% de los bosques de lenga que originalmente cubrían cinco millones de hectáreas. A causa de estas catástrofes provocadas intencionalmente por el humano, cuencas enteras, de mar a cordillera, como las de los ríos Baker, Cisnes, Simpson, Erasmo y Emperador Guillermo, se convirtieron en zonas de desertificación. La erosión arrastró miles de toneladas de suelos, embancando ríos y lagos, generando una actividad agropecuaria marginal y de subsistencia[25].

En 1939 se quemó gran parte del sur de Chiloé, especialmente los bosques de ciprés. En el verano de 1943 y 1944, los agricultores aprovecharon las condiciones de sequía y quemaron más de cinco mil hectáreas de bosques, entre Arauco y Llanquihue[26].

“A causa de estas catástrofes provocadas intencionalmente por el humano, cuencas enteras, de mar a cordillera, como las de los ríos Baker, Cisnes, Simpson, Erasmo y Emperador Guillermo, se convirtieron en zonas de desertificación”.

Tala rasa de bosques en zona de Coyhaique, 1959.

La quema de bosques sin duda constituye un método de larga duración en la historia de Chile. Se sigue utilizando hasta nuestros días en los pocos bosques nativos que van quedando en algunas zonas específicas. Las empresas forestales, en el afán por llenar aquellos montes de pino y eucaliptus, son los principales instigadores de estas acciones, sin que autoridad alguna pueda regular el proceso. Por el contrario, históricamente, éstas siempre se han alineado con el poder, mostrándose complacientes con las grandes transnacionales. El mejor ejemplo de ello se puede ver hoy en la insistencia del actual Ministerio de Obras Públicas del gobierno de Gabriel Boric por construir la carretera en la ruta costera de La Unión a Corral, y que pretende pasar por encima de una de las últimas reducciones de alerce que hay en el país[27]. Ciertamente, un atropello a todo sano criterio de bienestar general y valoración de los bosques nativos. Una vez más, estos anhelos parecen ser sepultados bajo la ola de intereses y ambiciones de parte de los grandes beneficiados con este tipo de proyectos, las empresas forestales.

Por Manuel Lagos Mieres

Este artículo corresponde a un extracto de mi libro Colonos a sangre y fuego, Ceibo ediciones, 2024.

Fotografía principal:

Demetrio Rivas y Alfredo Kenner, Chol-Chol, 1925.

NOTAS

[1] Pérez Rosales, Recuerdos del Pasado.

[2] Aurelio Díaz Meza, En la Araucanía op. cit., p. 232.

[3] Defensores del Bosque Chileno, La Tragedia del bosque chileno, Santiago, Ocho Libros Editores, 1998; Luis Otero, La huella del fuego. Historia de los bosques nativos. Poblamiento y cambios en el paisaje del sur de Chile, Santiago, Pehuén, 2006.

[4] Manuel Lagos Mieres, Colonos a sangre y fuego. Memoria y crónica, Santiago, Ceibo ediciones 2024.

[5] Adison Altamirano & A. Lara, “Deforestación en ecosistemas templados de la precordillera andina del centro-sur de Chile”, Bosque, 31(1), 2010, pp. 53-64; Antonio Lara, M. E. Solari, M. R. Prieto & M. P. Peña, “Reconstrucción de la cobertura de la vegetación y uso de suelo hacia 1550 y sus cambios a 2007 en la ecorregión de los bosques valdivianos lluviosos de Chile (35° – 43° 30’ S)”, Bosque, 33(1), 2012, pp. 13-23.

[6] Al año 2021 la superficie cubierta de Bosques representa el 23,8% del territorio nacional con 18.030.735 hectáreas, de éstas el Bosque Nativo alcanza 14.737.486 hectáreas, lo que representa el 81,74% de los recursos forestales del país. Dentro del bosque nativo el Tipo Forestal Siempreverde es el más abundante con 3.724.201 hectáreas, seguidas del Tipo Forestal Lenga con 3.693.131 hectáreas, Coihue de Magallanes con 1.958.106 hectáreas, Roble-Raulí-Coihue con 1.654.880 hectáreas, y Esclerófilo con 1.643.340 hectáreas. Conaf, “Catastro vegetacional”, en: https://www.conaf.cl/regulacion/informacion-geografica-o-territorial/catastro-vegetacional/

[7] P.J. Donoso & Luis Otero, “Hacia una definición de país forestal: ¿Dónde se sitúa Chile?”, Bosque, 26(3), 2005, pp. 5-18.

[8] Vicente Pérez Rosales, Recuerdos del Pasado, Santiago, Andrés Bello, 1983 (1886).

[9] Pérez Rosales, Recuerdos del Pasado.

[10] Pérez Rosales, Recuerdos del Pasado.

[11] Ibídem.

[12] Otero, La huella del fuego, p. 87.

[13] Otero, La huella del fuego, p. 104.

[14] Otero, La huella del fuego, p. 104.

[15] Gustavo Verniory, Diez años en Araucanía, 1889-1899, Santiago, ediciones Universidad de Chile, 1975.

[16] Isidoro Errázuriz, “Tres Razas”, en Revista Andes del Sur, 2, Temuco, 2010, pp. 1-152.

[17] Errázuriz, “Tres Razas” op. cit.

[18] Matías González Marilicán, “¿Colonizando el valle central y el borde costero? Dos historias de inmigración y de adaptación ambiental en el antiguo departamento de Imperial, región de La Araucanía (1866-1920)”, Revista Historia, Universidad de Concepción, vol.27 nº 2, diciembre, 2020, pp. 37-69.

[19] González Marilicán, “¿Colonizando el valle central y el borde costero?” op. cit., p. 58.

[20] Aurelio Díaz Meza, En la Araucanía op. cit., p. 232.

[21] “El incendio de bosques en Villarrica”, La Época, Temuco, 5 y 6 de diciembre de 1913.

[22] “La destrucción de los bosques, La Época, Temuco, 16 de diciembre de 1913.

[23] Federico Albert, Los bosques en el país, Santiago, Imprenta Moderna, 1901.

[24] El Mercurio, Santiago, noviembre de 1976, cit. por Otero, op. cit., p. 104.

[25] Otero, La huella del fuego, p. 105.

[26] Ercilla, Santiago, 21 de febrero de 1963, cit. por Otero, op. cit., p. 105.

[27] “Chile: proyecto de carretera amenaza a una de las especies arbóreas más longevas del mundo” en MONGABAY, en Línea: https://es.mongabay.com/2023/07/chile-carretera-amenaza-a-una-de-las-especies-arboreas-mas-longevas-del-mundo/


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