Por Rafael Luis Gumucio Rivas
La derecha siempre ha tenido una idolatría por la propiedad privada: todo aquel que se atreva a atentar contra ella es un comunista, un anarquista, un desconformado cerebral, como anotaba el historiador racista, Francisco Antonio Encina.
Los pobres del campo y de la ciudad no participaron en la guerra de la independencia, salvo como carne de cañón en ambos ejércitos: los peninsulares y los criollos. Si exceptuamos el caso de la independencia de México, la mayoría de estos procesos se limitaron a luchas entre diversas facciones de la aristocracia.
Con mucha razón, don Luis Emilio Recabarren sostiene, en Ricos y pobres, conferencia dictada en la época del Centenario, que los pobres no han ganado nada con la liberación de España y los chilenos fueron aún más brutales que los conquistadores.
Los héroes de la independencia tenían una visión bipolar de los mapuches: por un lado, los admiraban por su valor y tenían la imagen de La araucana, de Alonso de Ercilla: se sentían herederos de Lautaro, Caupolicán y el mestizo Alejo, pero despreciaban a los mapuches de su época como borrachos, flojos y holgazanes.
Gran parte de los mapuches peleó a favor de los españoles en las tierras aún no conquistadas por el ejército chileno. Así ocurrió en la famosa guerra a muerte, dirigida por Benavides, de los famosos Pincheira, en la zona de Chillán y San Fabián de Alico. Se confundieron con el campesinado pobre que, cuando no era explotado en las haciendas, se rebelaba y conformaba guerrillas de cuatreros campesinos. En el siglo XIX, nadie se atrevía a pasar, fácilmente, los famosos cerrillos de Teno, cadena montañosa que encuentra entre San Fernando y Curicó.
Los militares chilenos, dirigidos por Ramón Freire, Joaquín Prieto y Manuel Bulnes, emplearon la violencia armada para aniquilar a los rebeldes mapuches y, como siempre ha ocurrido a través de la historia, los dividieron entre indios mansos y serviles e insurgentes, rebeldes e indomables. No en vano, Concepción y después Angol y Temuco fueron más que ciudades, campamentos militares -era la famosa frontera-.
Durante el gobierno de José Joaquín Pérez (1860-1870) se formó una clase empresarial plutocrática, integrada por los Urmeneta, José Santos Ossa, los Edwards y muchos más. Estos “emprendedores”, provocaron la admiración del historiador racista Francisco Antonio Encina. Se trataba de conquistar el norte salitrero, que pertenecía a Bolivia y Perú, y extenderse hacia el sur – Malleco y Cautín- y, para lograr este objetivo, era necesario utilizar al ejército, provocando la Guerra del Pacífico y pacificando la Araucanía.
El término pacificación, que se enseña en forma errada a los alumnos de las escuelas, es completamente falso: no se pacificó la Araucanía, sino que se realizó un genocidio contra el pueblo mapuche por parte del ejército, dirigido por Cornelio Saavedra. Muchos de los métodos y torturas nos recuerdan las brutalidades empleadas en la era de Augusto Pinochet que constituyen, junto a las enseñanzas del ejército colonial francés en Vietnam y Argelia, y de Estados Unidos en la Escuela de las Américas, en Panamá, verdaderos manuales de métodos de tortura y exterminio.
Por medio de la llamada pacificación, se trataba de la ofensiva de los nuevos ricos chilenos, aliados al gobierno y al ejército, para apropiarse de las tierras que pertenecían, por derecho ancestral, a los mapuches; se usaba la fuerza y la astucia leguleya para llevar a cabo ese despojo.
Siempre los mapuches sintieron al Estado chileno como lejano, pues nunca los integró, por el contrario, los persiguió. En este contexto debe ubicarse la aventura del francés Orelie Antoine I, rey de la Araucanía, quien logró concitar el apoyo de la mayoría de los caciques, con el propósito de fundar un nuevo reinado mapuche. Orelie fue hecho prisionero por el gobierno chileno y expulsado a Francia, como un loco de remate, sin embargo, volvió a refundar su reinado, fracasando nuevamente.
Los mapuches vencidos fueron integrados a los pobres del campo y la ciudad y se convirtieron en los más pobres entre los pobres y marginados y despreciados por sus orígenes. En la Guerra del Pacífico fueron carne de cañón y pagaron con la vida o la invalidez el triunfo de los oligarcas chilenos.
En Magallanes, los Menéndez se disputaban quién coleccionaba más penes rebanados a los yáganes. El periodista, profesor y escritor, de comienzos del siglo XX, Tancredo Pinochet, sostenía que los campesinos eran tratados como esclavos: basta leer su libro, Inquilinos en la hacienda de Su Excelencia, en la cual relata su viaje, disfrazado de peón, al fundo de Juan Luis Sanfuentes, presidente de la época, para calibrar el brutal tratamiento que los oligarcas daban a los campesinos: trabajaban de sol a sol con apenas una galleta al mediodía, no había escuelas y quienes se rebelaban eran condenados al cepo u otros tormentos; muchos eran expulsados y condenados al vagabundaje o, en el mejor de los casos, a aliarse a los bandidos.
En el Chile del siglo XX, los mapuches forman parte de los pobres y continúan siendo despreciados y despojados de sus tierras por ricos empresarios forestales, que hoy gozan de un gran auge económico y poderes en el Estado. No es de extrañar que demanden la represión más violenta contra los mapuches, que se rebelan contra la injusticia.