Por Gabriela Jadue y Pablo Abufom, voceros del Movimiento Solidaridad
La memoria es el camino que va trazando nuestra persistencia, nuestro recorrido insistente por los acontecimientos indelebles. A veces volvemos a tocar cicatrices, a veces nos recorre una corriente de placer. En cualquier caso, la memoria siempre se experimenta como algo que ocurre en tiempo presente, y en ella se articulan los ecos del ayer con los ruidos del hoy. Nada es más expresivo de esta persistencia de la memoria que la batalla que se libra actualmente en Chile por el significado histórico de la Unidad Popular y el Golpe de Estado de 1973.
El 11 de septiembre de este año se conmemoran 50 años desde el Golpe de Estado que derrocó a Salvador Allende y puso fin a la Unidad Popular, inaugurando 17 años de la dictadura más cruenta (pero no la única) que ha asolado al pueblo de Chile. El Golpe no fue una sacudida repentina del decurso democrático chileno, sino una planificada y esperada respuesta de la elite política y económica contra un proceso de transformación que encarnaba las aspiraciones de las masas populares chilenas de las décadas anteriores. Apoyada por Estados Unidos y otros gobiernos autoritarios de Sudamérica, la derecha política, el empresariado y los militares, llevaron a cabo una larga acumulación de fuerzas desde mediados de los sesenta. Ésta incluyó la formación de grupos de choque que respondieran a la combatividad popular, el fortalecimiento de las redes con el Departamento de Estado de EE.UU., y la capacitación de militares para la acción contrainsurgente urbana y rural en la infame Escuela de las Américas. También implicó la recaudación de dólares para sostener las acciones de boicot a la Unidad Popular, y la construcción de un relato de desestabilización social y político que logró movilizar a los estratos medios y altos del país.
La inminente revolución democrática y socialista era la promesa del bloque de izquierda conformado por el Partido Comunista y el Partido Socialista, al que se sumaban sectores sociales organizados en el barrio, las industrias y el campo, así como una multiplicidad de partidos izquierdistas de la tradición revolucionaria latinoamericana, impulsados por la utopía real de la Revolución Cubana.
A ese contexto de auge popular se sumaba una crisis económica en ciernes, lo que justamente evidenciaba el agotamiento del régimen político-económico chileno, que buscaba desesperado una transformación radical. Las opciones, en ese momento, fueron claras: democracia socialista o autoritarismo neoliberal. Prevaleció la salida autoritaria, al igual que en tantos países de nuestra región.
A 50 años del Golpe y del inicio de la dictadura cívico-militar, nos enfrentamos a un escenario de características igualmente complejas, aunque en mucho menor grado. Chile habita desde 2018 una crisis política que no ha encontrado solución, inaugurada por el Mayo Feminista en escuelas y universidades, y profundizada por la impune ejecución de Camilo Catrillanca por parte de la policía. En esta crisis se combinan tensiones en múltiples niveles: el lentísimo crecimiento de la economía se profundizó con la crisis pandémica; la tradicional representatividad de los partidos políticos se diluye en la desazón general por un establishment político sordo y ciego ante las necesidades populares; la polarización ante la crisis prepara un choque frontal entre las alternativas transformadoras (antineoliberales, feministas y ecologistas) y las alternativas reaccionarias (autoritarias, conservadoras y nacionalistas); la necesidad de un proceso constituyente ha quedado sepultada bajo los intereses mezquinos del empresariado mediático, financiero y primario-exportador chileno, que respaldó una campaña de terror contra el borrador de Nueva Constitución que redactó la Convención Constitucional de 2021-2022, ese experimento inéditamente democrático.
En este escenario complejo, el actual gobierno progresista de Gabriel Boric no solo se ha visto obligado a poner en pausa aspectos cruciales de su programa, sino que ha terminado llevando a cabo algunas de las políticas represivas y de profundización de la globalización neoliberal que habían prometido desbaratar. Es el caso de la militarización tanto de la frontera norte como del territorio indígena conocido como Wallmapu y el mejoramiento de la capacidad represiva de la policía, por un lado, y de la firma del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP-11) y la modernización del Acuerdo de Asociación entre Chile y la Unión Europea. Ambos tratados de comercio ponen a Chile en una posición subordinada con respecto a sus socios y profundiza el rol primario-exportador de nuestra economía, entregando condiciones inmejorables para la transición ecológica en Europa, a la vez que la vuelve aún más difícil en Sudamérica.
¿Por qué es tan importante esta reseña del presente chileno? Porque lo que está en juego hoy, a 53 años de la Unidad Popular y 50 años del Golpe de Estado, no es tan distinto de lo que estuvo en juego en esa encrucijada histórica. Porque vivimos una nueva crisis de magnitudes históricas que probablemente se resuelva con algún grado de violencia política, como la que ya se anuncia en las formas embrionarias de una nueva derecha, inspirada en el pinochetismo histórico, pero también en las nuevas expresiones neofascistas de América Latina, Estados Unidos y Europa.
Entonces cabe preguntarse, ¿cuál es el acontecimiento histórico que se conmemora a 50 años del Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973?
¿Es el golpe mismo, con su violencia arrasadora y su sombra de décadas? ¿Es el gobierno de la Unidad Popular en cuanto ejemplo ejemplar de una victoria derrotada? ¿Es el proceso de construcción de poder popular que contenía pero sobrepasaba a la UP y extendía sus raíces en el “alba de la revolución” iniciada 30 o 40 años antes? A diferencia de conmemoraciones anteriores, estos 50 años nos encuentran en medio de una aguda crisis política, que ha abierto la disputa por el sentido de ese acontecimiento con un aire de guerra de trincheras inédito para nuestra generación. ¿No se conmemora acaso también, para el pinochetismo re-emergente, la cristalización más pura de la salida autoritaria que hoy reivindican para enfrentar la crisis? ¿No es también una conmemoración del trágico “quiebre de la democracia” que lamentan ambiguamente los paladines neoliberales de la transición, sin que quede muy claro si el agente de dicho quiebre fue Allende o Pinochet? Finalmente, ¿no se presenta como una oportunidad para el progresismo gobernante de lavar su imagen combativa de su juventud estudiantil para ubicarse de lleno en la tradición democrática chilena, con toda su mojigatería legalista y su condescendencia pequeñoburguesa ante los “excesos” del pueblo pobre en los momentos cruciales de su historia?
Ante esta memoria histórica variegada, parece razonable afirmar que la conmemoración de los 50 años es precisamente la celebración de una batalla sin cuartel por la verdad de la crisis actual, que vibra más fuerte que nunca, dejándose oír en ella los ecos de los últimos cinco decenios. La memoria siempre ocurre en tiempo presente, es el presente enfrentándose a lo que ocurrió y, en este caso, a eso que no deja de ocurrir desde la madrugada del martes 11 de septiembre de 1973.
No ha dejado de ocurrir que existen miles de personas desaparecidas por la dictadura. No ha dejado de ocurrir que la transformación del régimen político-económico en dictadura y transición sigue teniendo como principales víctimas a la masa de hogares trabajadores que sobreviven entre la sobreexplotación y el endeudamiento. No ha dejado de haber violencia político-sexual contra mujeres y cuerpos feminizados. No ha dejado de ocurrir que vivimos bajo una democracia restringida, que es abiertamente excluyente de quienes carecen de conexiones partidarias o no son financiadas por grupos económicos. No ha dejado de ocurrir que se acumulan capas de impunidad policial y militar, entre el terrorismo de Estado de la dictadura, la violencia normalizadora de la transición y las violaciones a los DDHH durante la revuelta popular de 2019-2020. No ha dejado de ocurrir que el capitalismo a la chilena necesita empobrecer y destruir el medioambiente para cosechar las materias primas que ofrece dolorosamente nuestro territorio.
El Golpe inauguró una nueva época histórica en Chile, una que tambalea, pero todavía no se derrumba. Después de 17 años de dictadura y 33 años de una transición interminable, nos enfrentamos a desafíos de alta complejidad. Urge que el Estado entregue de una vez un camino de verdad, justicia y reparación para las víctimas de las violaciones a los derechos humanos en dictadura y democracia. Pero también, para que el Nunca Más no sea solamente con respecto al pasado; es imposible imaginar un futuro para Chile si no se logra transformar estructuralmente el régimen político y las formas de organizar la reproducción social. Un Chile que salga del pantano transicional requiere una democracia real, en la que las instituciones sean expresión viva de las aspiraciones populares. Un Chile que entregue dignidad a sus habitantes requiere una transición ecológica que reconvierta el empleo de las industrias destructivas hacia trabajos estables y seguros, así como una planificación del desarrollo que sea pública y democrática, con participación de los principales excluidos de la economía nacional, las trabajadoras y los trabajadores.
A 53 años del triunfo de la Unidad Popular, Chile se enfrenta nuevamente a la urgencia de imaginar un futuro donde la prioridad esté en la independencia geopolítica, la solidaridad internacionalista, una vida digna para las mayorías populares, y una libertad basada en la participación y no en el aislamiento, en lo público y no en lo privado, en la justicia y no en los privilegios. Ante la doble amenaza de la crisis global y el auge de la extrema derecha, este desafío se ve improbable. Hoy por hoy, no hay vientos favorables que nos hagan pensar en la inminencia de una transformación de esta magnitud. Parecen asomarse negras tormentas. Pero como dijera Salvador Allende ante la Asamblea General de Naciones Unidas: “Es nuestra confianza en nosotros lo que incrementa nuestra fe en los grandes valores de la humanidad, en la certeza de que esos valores tendrán que prevalecer, no podrán ser destruidos.”
Lo que está en juego hoy es imaginar y construir un proyecto de sociedad en nuestros términos, con nuestras prioridades, para nuestro pueblo, y no un país hecho a la medida de la derecha, los empresarios y las fuerzas armadas. Una sociedad que tenga como punto de partida la defensa irrestricta de los Derechos Humanos, pero que vaya mucho más allá en sus aspiraciones. Que no se quede en los derechos formales, sino en el cumplimiento efectivo, gratuito y universal de las necesidades sociales. Una democracia socialista donde las mayorías trabajadoras realmente tengan la palabra, y no las minorías poderosas y acaudaladas, siempre sobrerrepresentadas.
Y lo que está en juego es construir la fuerza colectiva que lleve adelante ese proceso. Ninguno de los partidos políticos actuales parece estar dispuesto a asumir el desafío. Nuestro pueblo necesita sus propios partidos, sus propios programas, sus propias dirigencias, una acción transformadora independiente. Tenemos por delante una tarea gigante pero urgente: convocarnos a un proceso de unidad política y social para darnos una fuerza capaz de lograr lo que hoy parece imposible.
La dictadura también hizo desaparecer la convicción de que las revoluciones son posibles. Nos enseñó a temerlas y a olvidarlas. Pero, así como decimos Nunca Más un golpe y una dictadura, así como decimos Nunca Más la tortura y la desaparición, también decimos Una Vez Más la utopía socialista y libertaria, Una Vez Más el protagonismo del pueblo gobernándose hacia su emancipación, Una Vez Más el pueblo alzado con la humilde sabiduría del trabajo y las poderosas armas de la movilización, Una Vez Más la revolución.
Por Gabriela Jadue y Pablo Abufom
Voceros del Movimiento Solidaridad
Fuente fotografía