“Quienes hacen revoluciones a medias, cavan su propia tumba” (Louis de Saint-Just)
“¿Acaso es esto revolución?” (Emociones Clandestinas)
A la revuelta de octubre le sucedió el acuerdo de noviembre. Y qué mejor candidato a la banda presidencial 2022 que el único negociador que firmó el acuerdo del 15-N a título individual: Gabriel Boric. Si la historia fuera lineal y en blanco y negro, el desenlace claro y hasta merecido hubiese sido ese.
Pero no lo es, y en esa peligrosa ilusión cayeron todos los que interpretaron el 80% de octubre de 2020 como el fin del pinochetismo [1], acta de defunción del llamado “modelo neoliberal”, y luego en julio de este año se emocionaron hasta las lágrimas al ver a una mujer cercana al PPD (partido clave de los “30 años”) asumir con indumentaria mapuche la presidencia de la Convención Constitucional (o si lo prefieren, la Not-Asamblea Constituyente).
En esos diagnósticos y rituales coincidieron “octubristas” y “noviembristas”, quedando sólo una pequeña franja de los primeros al margen del proceso de canalización institucional de la revuelta. El proceso “avanzaba” en la misma medida que las protestas quedaron reducidas a exigir retiros de fondos y al final solo siguieron en la calle quienes nunca se olvidaron de los presos y muertos de la revuelta.
“¿Para qué dedicarse a estudiar el fascismo y las nuevas formas de extrema derecha si son una absoluta y repulsiva minoría?”. Eso me decían varios conocidos durante la euforia constituyente, mientras redactaba una serie de columnas sobre el tema, publicadas luego como “¿Patria o caos? El archipiélago del postfascismo y la nueva derecha en Chile” (Tempestades, 2021).
Sólo cuando el exótico “anarcocapitalista” Javier Milei arrasó este año en las elecciones parlamentarias en Argentina, se produjo la marcha contra la migración en Iquique y Kast empezó a avanzar sostenidamente en las encuestas, empezaron a sentir la resaca de la borrachera democrática y entender el porqué de mi temprana preocupación, junto con la necesidad de estudiar el fenómeno en serio. Pues tal como señalaba hace más de un año en la conclusión de uno de los textos “este archipiélago de grupos expresa nuevas formas de activismo de extrema derecha que no eran muy visibles antes del 18-O, y que parecen constituir expresiones de postfascismo, que en cada caso amalgaman diversos y hasta contradictorios componentes ideológicos”, y por eso había que “estar atentos a cómo evolucionan después de su inminente derrota en el plebiscito del 25 de octubre, dado que son ellos los sectores que más se han abanderizado con el ‘Rechazo’, y necesariamente tendrán que sufrir transformaciones y realizar algunos acomodos tácticos en su curiosa estrategia de ‘contra-revolución molecular’, ante la disyuntiva que han planteado como ‘Patria o Caos’”[2].
Mientras tanto avanzaba el proceso constituyente, el “contra-estallido” también hacía su trabajo. No sé si de manera tan “silenciosa” como señaló el sociólogo Tironi [3]; más bien diría que avanzó “lento pero seguro”. Hasta llegar a la situación actual en que el “archipiélago” postfascista se está transformando en todo un nuevo continente.
Para comprender bien el proceso que estaba en curso desde el 18-O me parecía adecuado acudir a la dialéctica de revolución y contra-revolución. El problema es que en la cultura de la izquierda criolla sólo se ven como verdaderas revoluciones los megaeventos victoriosos del tipo Francia 1789, Rusia 1917, o Cuba 1959. Lo que no calza en dichos modelos ni siquiera merece ser tomado en cuenta. Pero las revoluciones son procesos largos y contradictorios, de final imprevisto. A lo largo de la Historia han existido muchos tipos de revoluciones (políticas, sociales, culturales e incluso científicas) y casos en que las revoluciones no necesariamente resultan triunfantes, como Alemania en 1848 y 1918/9, la revolución española de 1936, o la rusa de 1905. A veces las revoluciones se estancan o son derrotadas, y no por ello dejan de ser revoluciones.
Lo que realmente importa es entender que se trata de procesos de acción y reacción, donde se enfrentan la reforma y la contra-reforma, la revolución y la contra-revolución.
Algunos en la derecha tuvieron esto bastante claro desde el inicio. Personas tan disímiles como Daniela Carrasco (de la Fundación Jaime Guzmán) y el entomólogo nacional-socialista Alexis López Tapia diagnosticaron al 18-O como el inicio de una “revolución molecular”, comprendiendo a Félix Guattari más mal que bien pero eso no importa tanto [4]: lo destacable es que olfatearon lo que estaba en juego mejor que muchos desde la izquierda, que sólo vieron un “despertar ciudadano” y/o aceptaron la etiqueta bastante vacía del “estallido social”.
En estos últimos días desde la encuestadora Marta Lagos [5] hasta el filósofo “telúrico” Felipe Herrera (cercano a Desbordes y RN)[6] se han dedicado a hacer analogías y paralelismos con la Gran Revolución francesa de 1789. Coincido con Herrera en que “las revoluciones son imprevisibles, pero tienen aspectos arquetípicos”. Pero su comparación me parece algo cuestionable por desproporcionada: ni Boric es Robespierre ni Kast es Napoléon.
Si es por buscar un arquetipo más adecuado, creo que nuestro proceso se parece más a la fallida revolución alemana de hace un siglo: la revuelta vendría siendo Rosa Luxemburgo, mientras Boric parece un símil de Friedrich Ebert (de hecho el FA tiene fuertes vínculos con la Fundación que lleva su nombre) abriendo paso a un Hitler/Kast, descendiente nazi de fina cepa.
Lo que resulta más interesante es que tanto Lagos como Herrera comprenden la complejidad del proceso en que entramos hace dos años, y el hecho de que necesariamente hay un punto en que la revuelta se desgasta y comienza el inevitable movimiento pendular que está a la base del actual proceso de reacción conservadora, el “contra-estallido”, en relación al cual ahora muchos “octubristas” y “noviembristas” dicen: “¡no lo vimos venir!”. El contra-estallido parece así una inversión exacta de lo que fue el estallido.
En otra amarga ironía de la Historia, la extinta Lista del Pueblo tiene ahora una réplica o más bien un reflejo, igual de amorfo y “antipolítico” pero mejor capitalizado en el Partido de la Gente, que incluye a personajes tan curiosos como el propio Parisi y también al ahora diputado Gaspar Rivas, que en su momento pasó de las filas de Renovación Nacional a liderar el Movimiento Social Patriota, abiertamente fascista pero de “tercera posición” [7].
La historia no es lineal. Y como dicen que dijo Mark Twain, “no se repite, pero rima”. En el momento en que aparecieron los tanques en Plaza Italia el día después del 18-O de 2019 durante un lapso de tiempo pude sentir cómo 1973 y 1984 se concentraban en ese mismo punto, como un pliegue en que una misma aguja atravesaba al menos tres momentos históricos. Días después una vendedora ambulante que se había unido con rabiosa alegría a las protestas me dijo: “lo que está ocurriendo ahora es lo que tendría que haber pasado el día después del plebiscito de octubre de 1988”. Le encontré toda la razón. Es más, si eso no pasó, fue en gran medida porque nuestra “transición a la democracia” fue conducida por los mismos que habían entregado el país a la Junta Militar en 1973: que Aylwin haya sido uno de los principales golpistas y luego el primer presidente de la transición lo dice todo. Por lo mismo me negué tajantemente a votar por él.
Ahora que estamos terminando un largo ciclo de agotamiento de tres décadas de transición, no es casual que los últimos 16 años hayamos sido gobernados dos veces por cada gobernante: Bachelet y Piñera I; Bachelet y Piñera II. Lo que resulta aún más curioso y terrible es que el “noviembrismo” nos haya sacado de la revuelta para entregarnos casi de lleno al “septiembrismo”. Septiembre, el “mes de la patria” en que se celebra una falsa independencia que en realidad ocurrió a inicios de 1818, es también el mes de las Glorias del Ejército, de la victoria electoral de Allende y del golpe de Estado de 1973.
Para evitar esta inminente regresión a septiembre, que además de sepultar definitivamente la revuelta octubrista pondría en riesgo todo el proceso constituyente diseñado en noviembre, nos dicen ahora que no tenemos ninguna otra opción que Boric para “derrotar al fascismo”. Y lo están diciendo incluso aquellos que en su momento le vertieron cerveza encima y lo expulsaron de Plaza Dignidad. Que Kast sea neoliberal y no corporativista no importa mucho en este análisis, porque de lo que se trata es de enfrentar al Doctor Miedo con más miedo, reactivando en nombre de un supuesto antifascismo la consigna varias veces fracasada del “¡No pasarán!”. Pero como nos recuerda Mario Sobarzo, “el miedo le da poder a la ultraderecha porque convierte en realidad el horror que habita en el ámbito de la fantasía y la imaginación, pero también porque es el combustible del que se alimenta”[8].
El concepto “fascista” hace tiempo que se usa sobre todo como un insulto, y distintos fenómenos que se denominan como tales hoy en día no guardan mucha relación con Mussolini o Hitler. Gran parte de los viejos partidos neofascistas europeos han reemplazado el antisemitismo por el antiamericanismo, y algunos como el Frente Nacional en Francia se han reciclado al punto de pasar a defender los “derechos de las minorías” contra lo que ahora identifican como la amenaza del “islamofascismo”, homofóbico y patriarcal. Por eso es que para referirse a toda esta nueva extrema derecha Enzo Traverso prefiere hablar de “postfascismo”: se trata de corrientes que provienen claramente de una matriz fascista, pero que están mutando en diversas y disparatadas direcciones.
Y si eso les parece extraño, tengan en cuenta que Roberto Thieme –un buen y viejo exponente de la tercera posición nacional-popular- es un fiero opositor al neoliberalismo de Kast, y que algunos grupos “nacional revolucionarios” como el Círculo Patriótico de Estudios Chilenos e Indoamericanos [9] apoyaron en las últimas elecciones al profesor estalinista Eduardo Artés, lo cual no es raro si consideramos que los “falsos patriotas” Republicanos y de Chile Vamos se visten de tricolor mientras invierten en paraísos fiscales. Vivimos tiempos posmodernos donde todo esto resulta posible y ningún menjunje debería sorprendernos, por exótico o indigesto que nos resulte.
Hay quienes hablan de un “fascismo neoliberal”, como una especie de mutación intensificada del fascismo histórico (de Guattari y Pasolini a -entre nosotros- Rodrigo Karmy, Sergio Villalobos-Ruminott en “Asedios al fascismo” e incluso Lucy Oporto en “Los perros andan sueltos” [10]). En esa mirada, Kast sería el fascista del siglo XXI por excelencia, y tal vez tengan razón. Pero a mí me basta con reiterar lo que hace casi un siglo dijera Boris Souvarine: “No puede dejarse el campo libre a la reacción. Pero es innecesario bautizar como fascismo a esa reacción a fin de combatirla”.
Lo que tengo claro es que ni el pueblo ni mucho menos la revuelta se han “fascistizado” como han dicho algunos [11]. Más bien lo que ha ocurrido es que Kast ha sido mejor ajedrecista que Boric, ha sabido disputar mejor el “sentido común” tras dos agotadores y difíciles años, y me parece claro que desde el preciso momento en que los propios voceros del Frente Amplio dijeron que le van a “meter inestabilidad” al país, mucha gente prefirió un “diablo conocido” en vez de la improvisación arriba de un árbol. No los culpo.
Si el candidato “de izquierda” es débil y no logró crecer mucho después de las primarias, es en gran medida porque muchos lo ven como un traidor por firmar el acuerdo del 15N de espaldas al pueblo alzado, salvando a Piñera de una inminente caída que era el deseo colectivo de ese momento. Pero si sin autocrítica alguna se opta en cambio por tratar a los demás votantes de tontos o engañados (como en La Red manifestaron el 22 de noviembre la senadora Pascual del PC y el diputado Ibañez del FA al referirse a los que apoyan a Parisi), o peor aún de “fascistas”, mientras descalifican y atacan de forma matonesca a quienes, como la profesora Camila Vergara [12] se atreven a señalar con toda sinceridad y buenos argumentos que no van a ir a votar, entonces la suerte ya estaría echada y la contra-revolución consumada.
Tal como viene quedando claro hace un siglo, cuando la socialdemocracia apaga el fuego de las barricadas, luego llegan los “cuerpos francos” a barrer las cenizas del piso. Por eso a algunos nos parece que apoyar a Ebert no sirve para impedir Hitler. Además, si un árbol corre riesgo de desplomarse y en vez de afirmarlo desde la base todos se suben arriba asustados, precipitadamente y a última hora, no evitarán su caída; sólo lograrán que llegue al suelo con más estruendo.
Si se quiere evitar el peor desenlace posible, el eterno retorno del “largo septiembre”, se debería partir por superar el pánico y dejar de echarle la culpa al empedrado. Y luego de eso, pensar estratégicamente en los escenarios que se nos vienen encima, donde muy probablemente la Convención Constitucional entrará en una tensión abierta con el Gobierno y el Congreso, y donde no sabemos bien qué hará un pueblo que abrazó la revuelta arrojando su cuerpo a la lucha y sólo recibió a cambio balas y perdigones, cárcel y montajes, impunidad y olvido.
Marta Lagos señala que la elección recién pasada fue “la última elección de la vieja época, donde la mitad del país no dice lo que piensa. Es el puente a la nueva época incluso si gana Kast, lo que precipitaría los cambios quizá con una segunda revolución”. Lo cual me hace pensar en otro ejemplo histórico: la revolución alemana de marzo de 1848, que fue parte de una oleada mundial conocida como “la primavera de los pueblos”. Marx y Engels desde las páginas de la Nueva Gaceta Renana hacían ver al calor de los acontecimientos que resultaba vital para las clases dominantes no reconocer “como una verdadera y auténtica revolución la lucha librada en las calles, que se pretende presentar como una mera revuelta”. Así, “se ponía en tela de juicio la existencia de la revolución, cosa que podía hacerse porque ésta no era más que una revolución a medias, el comienzo de un largo movimiento revolucionario”, que requería de “una segunda revolución” para “confirmar la existencia de la primera”[13].
[1] Una mezcla de ultraliberalismo económico con ultraconservadurismo moral y autoritarismo político, como ha dicho Ernesto Águila.
[2] http://carcaj.cl/post-fascismo-en-chile-la-contra-revolucion-molecular/
[3] https://www.elmercurio.com/blogs/2021/10/26/92637/contraestallido-silencioso.aspx
[4] Por esos mismos días el ex ministro Mañalich también andaba estudiando a Guattari. Lopez llevó incluso sus elucubraciones a Colombia, donde gozó de amplia publicidad y dio clases a los militares. Su grotesca incomprensión de las teorías de Guattari fue expuesta por el italiano Franco Berardi en https://editorialcactus.com.ar/blog/viva-la-revuelta-anti-finanzista-de-lxs-colombianxs/
[5] https://www.elmostrador.cl/destacado/2021/11/21/la-reforma-y-la-contrareforma/
[7] https://blog.ignaciocarreraediciones.cl/
[8] https://www.elmostrador.cl/destacado/2021/11/18/la-cruzada-de-los-inocentes-de-punta-peuco/
[12] Autora entre otros del libro República plebeya. Guía práctica para constituir el poder popular, Sangría Editora, 2020. Camila declaró: “Yo no voto. Prefiero marginarme de la competencia oligárquica por el poder para así mantener mi autonomía y visión crítica, así como también mi compromiso con construir un poder popular deliberativo y autónomo”. Las reacciones descalificatorias y furibundas de frenteamplistas varios y gorbachovistas arrepentidos como Luis Mariano Rendón no se hicieron esperar: parece que en el nuevo Chile que sueñan estos demócratas no habría espacio para ácratas como uno ni para “francotiradores abstencionistas” como ella.
[13] Engels, “El debate de Berlín sobre la revolución”, Nueva Gaceta Renana N° 14, 14 de junio de 1848. En: Marx y Engels, Las revoluciones de 1848, FCE, 1989.
Por Julio Cortés Morales
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