En Chile, la energía no es un servicio, es un negocio, pero la institucionalidad sigue amparando las actividades del rubro como si fueran asuntos de “utilidad pública”, lo que deja en brutal asimetría a las comunidades que se oponen a torres o infraestructura energética en sus territorios.
De ahí que el Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales (OLCA) desarrollara un material abierto y virtual para fortalecer los procesos de defensa de la vida.
Casos como el de las localidades campesinas de Los Ángeles, que llevan años resistiendo obras de Aes Andes que comprometen severamente sus actividades productivas y su calidad de vida, y que han supuesto persecuciones judiciales y amedrentamientos contra quienes mantienen una lucha contra estos proyectos, se multiplican por el territorio nacional, sobre todo en los últimos 5 años, y más aún con las ambiciones desatadas en torno al hidrógeno verde.
Según el Anuario Estadístico de Energía 2021, en Chile, la capacidad instalada de generación eléctrica bruta el año 2012 era de 18.373 MW, incrementándose al año 2021 a 31.056 MW, es decir, creció en un 69%, mientras que el retiro o consumo nacional, creció solo un 24% para el mismo periodo.
La tendencia continúa al alza, pues en noviembre de 2022 se encontraban en construcción 470 proyectos de generación de energía en el Sistema Eléctrico Nacional, según el Reporte Mensual CNE, de diciembre de 2022.
Estos proyectos responden principalmente a energía renovable no convencional, y son promovidos por la Estrategia Nacional de Hidrógeno Verde presentada en noviembre de 2020, luego de un gran lobby de la industria energética, que implica la construcción de nuevos proyectos eólicos y solares, además de subestaciones y líneas de transmisión junto a la utilización de enormes cantidades de agua con la finalidad de exportar energía.
Ninguno de estos proyectos ha sido bien acogido por las comunidades vecinas, pero sus posibilidades de oponerse son reducidas, pues tanto las torres de transmisión, las subestaciones, y las plantas (sean hidroeléctricas, fotovoltaicas o eólicas), están blindados por las cláusulas de utilidad pública, aunque según las cifras expuestas sea un hecho que no es para beneficio nacional que se hacen las inversiones.
Por ejemplo, en 2021, el máximo consumo que registró el país alcanzó a un 37% de la capacidad instalada, o sea, de toda la capacidad de generar electricidad, en los peak de demanda, quedó aún disponible un 63%, que no se utiliza para satisfacer la demanda interna.
Mientras, por todos los televisores se busca posicionar a Chile como un exportador de energía, pero esto es falaz, porque la generación, la transmisión y la distribución están completamente privatizadas.
Es decir, se invoca la utilidad pública, que impone concesiones obligatorias a los propietarios, y no considera la participación de las comunidades en la toma de decisiones, para entero beneficio transnacionales y afectación local. De hecho, los proyectos ingresan al proceso de evaluación ambiental como Declaración, no como Estudio, lo que deja muy estrechos márgenes de incidencia a los territorios.
Las comunidades, fundamentalmente campesinas, tienen claro que esto no es por el bien del país, pues ellas, como parte de Chile, ven que empeora su calidad de la vida, que se debilita la democracia y se profundiza la dependencia, toda vez que los suelos ocupados ya no sirven para producir alimentos, amenazando la soberanía alimentaria, energética y laboral.
En el marco de esta transición energética, no enmarcada en disminuir el consumo y aumentar la conciencia, sino que en seguir nutriendo una matriz extractivista, que ahora incluye la energía como materia prima para exportar, es que los conflictos han proliferado a la par de las aprobaciones, y las comunidades suelen enfrentarse a la desinformación y a la impotencia.
Es por ello que el Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales, OLCA, pone a disposición una guía que permita conocer lo que otras comunidades han ido aprendiendo, de manera de fortalecer las capacidades locales y ayudar a orientar las estrategias de resistencia.
Aún hay mucho que aprender, pero es importante saber qué se puede hacer dentro de la institucionalidad vigente, y ponerla al servicio de la creatividad colectiva, ayuda a presionar a los gobiernos locales, al poder ejecutivo y legislativo.
Esto último es urgente para que se modifiquen los procedimientos, se busquen los modos de defender las comunidades, la vida y los ecosistemas y se deje de enverdecer la energía de muerte que se está sembrando a lo largo del país.
Revisa la guía AQUÍ
Vía Comunicaciones OLCA
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