Con medio millón de cesantes –que oscilan en miles más o menos, según la estación del año- ni el más desembozado cinismo de autoridades, empresarios y dirigentes políticos ha podido festejar la disminución relativa que, tras algunos esfuerzos gubernamentales históricos, ha tenido la tasa de desempleo. Bajo el orden de mercado, el número oficial de desocupados se ha mantenido durante este paso aventurado por el siglo XXI en las mismas cifras desde los albores de la transición.
Estos números, que son levantados por los oficiantes neoliberales como uno más de los efectos necesarios para el mantenimiento de los equilibrios del glorioso del modelo, que exhibe también control y atajo, encierra enormes contradicciones difíciles de ocultar. El masivo bolsón de cesantes se ha mantenido pese a una economía cuyo PIB ha aumentado varias veces durante las últimas décadas, expansión también aclamada por la oficialidad como gloriosa y que tampoco ha logrado aumentar en tasas proporcionales los salarios. Una contradicción no menor sino fundamental, que ha ubicado no sólo a la economía chilena, sino al conjunto de la sociedad, entre las más desiguales del mundo.
A modo de cita obligada, Chile ha logrado multiplicar su Producto Interno Bruto (PIB) desde 1990 a la fecha. Si entonces su producto sumaba escasos 33 mil millones dólares anuales, el 2013 marcó casi 280 mil millones. Un crecimiento acumulado del 748 por ciento que puso a la economía chilena entre los más atractivos indicadores para inversionistas locales y extranjeros durante varias décadas y lanzó al estrellato interno y regional a no pocos grupos económicos de estas latitudes.
El desempleo es sin duda la cara más fea de la economía, la más pavorosa. Lo es en muchos países, por cierto en muchos desarrollados, pero en Chile tiene ribetes trágicos. El cesante no sólo está privado de un salario, sino también está despojado del mínimo respaldo. Tiene inhibida incluso su capacidad de interacción social (por cierto de consumidor) y ha de enfrentar su devenir en la más completa vulnerabilidad. Sin trabajo hasta la condición de ciudadano tambalea. El asalariado, acostumbrado a vivir en una permanente resta (más deudas que ahorros), sin trabajo se halla en el grado cero.
Equilibristas sin una lona
Los trabajadores chilenos somos equilibristas sin una lona, por hacer uso de una metáfora simple y siempre a mano. De allí el permanente terror, la sumisión, el servilismo. Sin esta plataforma, cada día más estrecha y precaria, lo que hay es el abismo. Profundo, pese al débil seguro de desempleo, que responde a un tipo de contrato, el laboral, en vías de extinción. El trabajo, tal como carrera, escalafón u otras fantasías, se difumina y deja en su reemplazo una actividad informal, temporal, de extrema fragilidad. El hábito, la denostada rutina, deja paso a la incertidumbre, la temporalidad, el accidente económico.
Sin protección en su vida laboral y liberado a la certera Ley de la Gravedad al final de sus días. El sistema de AFP es la muestra palmaria en toda su magnitud, extensión y profundidad, de los intereses del gran capital, financiero y productivo, en todas las políticas estatales relacionadas con el trabajo. Los trabajadores en Chile trabajamos, como los esclavos en las canteras, para la acumulación impúdica del capital.
Las cifras oficiales exhiben mes a mes la tasa de desocupación, que se ha mantenido en torno al siete por ciento desde la postdictadura para sumar la cifra más o menos permanente de marras. Una metodología de medición afín a las grandes corporaciones que es la horma del zapato para la propaganda de la institucionalidad de mercado levantada por las elites políticas. Sobre estas cifras, que veremos son mañosas por no tildar de mentirosas, se ha apoyado desde hace un par de décadas el modelo chileno.
Tras este medio millón de desempleados se esconden millones de trabajadores informales, tercerizados, externalizados, precariados. Un universo cuyas condiciones de vida y escuálidos ingresos están corroborados en la contrastada distribución de la riqueza y en salarios medios en torno a la línea de la pobreza.
La medición que realiza con una periodicidad mensual el Cenda sobre las cotizaciones previsionales registra la población activa asalariada. La ocupación asalariada así medida alcanzó a 40,1 por ciento de la población activa en junio pasado, proporción que alcanza a 47,3 por ciento en los hombres y a 33,2 por ciento en el caso de las mujeres. A este indicador Cenda le agrega una observación de tendencia, en cuanto desde el año pasado se ha registrado una clara caída en el trabajo asalariado, incidencia también detectada en otras mediciones por el mismo INE.
Si consideramos que sólo un 40 por ciento de los trabajadores, y un 33 por ciento en el caso de las trabajadoras, son asalariados que cotizan parte de su sueldo para sus jubilaciones, podemos afirmar que el resto, seis de cada diez trabajadores, se emplea en condiciones si no informales, sí desprotegidas. Un informe de la Fundación Sol publicado en agosto pasado también aterriza las grandes cifras del empleo: en Chile habría más de tres millones de trabajadores sin protección social.
Estas mediciones contrastan sin duda con las oficiales. A comienzos de agosto el INE anunció que tiene en plena marcha un sondeo sobre la informalidad laboral, el que comenzará a publicar a partir de enero del 2018. Evaluaciones preliminares sitúan la tasa de informalidad en un 30 por ciento, entre las más bajas de la región.
Hay otros datos que confirman y amplifican esta situación. De las cifras del INE se desprende que de los asalariados, un 16 por ciento no tiene protección social, proporción que aumenta sensiblemente hasta un 95 por ciento en el caso de quienes no tienen contrato. En el caso del servicio doméstico, pese a su regulación hace un par de años, cerca de la mitad de los y las trabajadoras no tiene acceso a la seguridad social. Entre los trabajadores independientes la situación no es mejor. La IV Encuesta de Microemprendimiento, realizada el 2015, reveló que la mitad de los trabajadores en esta condición no ha registrado su negocio o actividad en el SII.
Precariedad laboral y pobreza
La precariedad laboral tiene su expresión en la precariedad de ingresos. Porque Chile, pese a ufanarse de un PIB per cápita de más de 22 mil dólares anuales, vive una realidad fuera de estos números. El ingreso promedio mensual entregado por las estadísticas oficiales del INE es de 517 mil pesos, cifra de la que se desprenden otras más dramáticas: la mitad de los trabajadores gana menos de 350 mil pesos, siete de cada diez percibe menos de 500 mil líquidos en tanto sólo un quince por ciento gana más de 800 mil.
La voluntad de las autoridades por reforzar aquellos aspectos propios de la seguridad social se opaca cual espejismo ante la fuerza de la economía globalizada. Las transformaciones económicas del capital transnacional requieren de modelos de gestión capaces de generar rentabilidades altas, ganancias que tienen como primer obstáculo lo que denominan la rigidez laboral.
La presión de la empresa, que busca nuevas y mayores ganancias, intenta flexibilizar aún más el mercado laboral, convertir a la masa trabajadora en piezas modulares, reemplazables, extensibles en momentos de crecimiento y reductibles cuando los mercados flaquean. La lógica de la economía de mercado se ha traspasado a la sociedad, una sociedad regida por las leyes del mercado. Un laissez faire mercantil desigual, desproporcionado, donde el poder ha quedado atado al gran capital. Es una desproporción, que encierra también el desequilibrio de un modelo que está gestando de alguna manera su propia enfermedad.
Este proceso de externalización y precarización laboral no se detiene. Y no se detendrá en el escenario actual, con bajas tasas de crecimiento e incorporación de aplicaciones de alta tecnología. Desde el 2010 a la fecha, según datos aportados por la Fundación Sol, se han creado 1,3 millones de nuevos trabajos de los cuales el 64 por ciento corresponde a empleo tercerizado, cuenta propia de baja calificación y tiempo parcial y empleo familiar no remunerado. Según la citada encuesta de Micro Emprendimiento del 2015, de cada diez trabajadores por cuenta propia seis laboran en la informalidad. Al segmentar estos datos nos acercamos al Chile real de la subsistencia bien expresado en las estadísticas salariales. Casi la mitad de los trabajos por cuenta propia se realizan en los hogares sin una instalación especial, muchos de ellos (23 por ciento) trabaja en el hogar del cliente y un 20 por ciento lo hace en la calle. Ni el 15 por ciento de todos los trabajos por cuenta propia se realiza en una oficina, fábrica, local o taller.
El empleado sufre, los mismo que el trabajador independiente, por cuenta propia, o emprendedor, distintas acepciones para una misma realidad. Todos, bajo el peso de un mercado concentrado y controlado por el gran capital. Si algo queda para el emprendedor, son las sobras del mercado.
Hemos llegado, o estamos a punto de alcanzar, la sociedad de mercado. Faltaba triturar lo ya fragmentado. Se recoge el despojo de la historia, se toma a una clase que ya no es clase ni categoría ni grupo social y se convierte en rebaño. En esta nueva realidad social, los trabajadores, que han perdido todo referente organizacional, son ahora piezas aisladas, individuos asociales y dispersos.
La sociedad de mercado sólo admite relaciones mercantiles. Aquí todo se transa, la única y última medida es la comercial. En esta feroz competencia, el otro siempre será el enemigo, quien amenaza mi trabajo, mi barrio, mi tierra, mi parcela de mercado, mi familia. La vida en sociedad se asemeja más a un campo de batalla que a una comunidad.
Hay un detalle que la fronda neoliberal gusta omitir. El mercado es libre sólo entre iguales. La tan manida desregulación lo que ha creado son monopolios u oligopolios; ha dejado en competencia a los más grandes entre los grandes y ha reducido a escombros a los más débiles. Pasa así en las telecomunicaciones, en internet, en los medios de comunicación, en los supermercados, en las farmacias, las ferreterías, en la alimentación…. Si hay algún área ausente, sólo basta esperar. En la sociedad de mercado, bajo las nuevas técnicas de management y marketing, no habría rincón de la vida humana que no pueda explotarse comercialmente.
El proceso de mercantilización parece una involución de la historia. Se desregula pero se concentra la propiedad de los medios de producción y se desregula y fragmenta la masa laboral. Las decisiones de producción se toman hoy en muy pocas manos –quienes determinan la oferta y también la demanda a través de la industria publicitaria, los afectos y los deseos- en tanto la ofrenda laboral está cada día más dispersa e indefensa. Mientras la estructura productiva se aleja de una verdadera competencia, el mercado, en su versión más desenfrenada se manifiesta entre los trabajadores. Una enorme asimetría en las relaciones de poder, la que pone en la misma mesa al trabajador desocupado que clama por un empleo con la gerencia de recursos humanos de la multinacional. Estas son nuestras relaciones de mercado, las que tienen, como último objetivo, la maximización de las ganancias.
En noviembre de 2016, la línea de la pobreza por ingresos en Chile para un hogar promedio
de cuatro personas se establecía en 410.684 pesos. Si se considera sólo a los asalariados del sector privado que trabajan jornada completa, la mitad gana menos de 400 mil. Esto significa que pese al trabajo la mitad de los chilenos no pueden sacar a su familia de la pobreza.