Hasta la revisión inicial fue gentil. Gentil para lo que hemos oído y vivido aquí y en otras cárceles. Lo que en un primer momento parecía un acto extremadamente protocolar, que incluso contrastaba con el lugar donde éste se llevaba a cabo, la cárcel de San Miguel (hoy Centro Penitenciario Femenino Marisol Estay), fue poco a poco cambiando la impronta, justamente por el espacio y sus habitantes. El viernes 7 de diciembre de 2018 se realizó una misa en dicho penal para los familiares de las 81 personas que murieron quemadas en el dantesco y siniestro incendio del año 2010. Dantesco por las imágenes, por lo allí vivido y ocurrido que dejó en claro la indolencia, la desidia, la negligencia, el descuido, la falta de empatía, de preocupación, de cariño por los habitantes de estos lugares que, no por casualidad, sino por inequidad, son todos pobres en términos de ingresos monetarios.
No era la primera vez que dicha misa era organizada por los personeros del mismo penal. Sin embargo, esta vez parecía distinto (lo que uno de los familiares describe como “más digno”). Contrastaba mucho, por ejemplo, con la experiencia del aniversario pasado, cuando la alcaide de ese momento, Soledad Mamani, por algunos desencuentros sobre acuerdos previos y una lista de ingreso, no permitió que los familiares ingresaran a la torre 5 (prácticamente los mismos que ahora sí pudieron hacerlo), donde murieron sus deudos calcinados y desesperados. Y aunque este año se prohibieron las filmaciones y fotografías (salvo las oficiales), imágenes y recuerdos se agolpan en quienes la vivenciamos. Luego de la cauta revisión, a través de unos pasillos largos y blancos, con flores de servilletas y toalla nova adornando las paredes (después supimos que fabricadas por las presas de ese lugar, que desde que su población –masculina- fuera llevada a distintos penales del país sin previo aviso ni notificación, en 2012, es un penal de reclusión para mujeres imputadas), llegamos al gimnasio o multicancha. Allí, Ana María Garrido, quien es alcaide de dicho penal desde hace solo dos semanas, le dice a los gendarmes que rodean a los familiares que se van sentando en los bancos largos que han colocado en el lugar –cerrado, con un podio central con dos grandes arreglos de rosas blancas y rodeado de varios murales de colores claros e imágenes que parecen infantiles, de cielos azules, verdes árboles, coloridas flores, planetas, pasto, estrellas, montañas, olas…- que se integren con los invitados para que éstos “se sientan acompañados”. Ella misma en su discurso habla de sus motivaciones y asegura que “yo, Gendarmería de Chile, no tenemos nada que ocultar”, por lo que agradece dicha oportunidad para poder ese día, de varias maneras, decirlo. César Pizarro, presidente de la organización ‘81 Razones‘ y hermano de Jorge Manríquez Pizarro, agradece el gesto.
Es raro. Como es raro Chile. Es un acto que escenifica las contradicciones. Fue y es el Estado de Chile el sindicado por la negligencia, pero se canalizó la rabia e incluso el intento de justicia en torno a los gendarmes que estuvieron allí esa fatídica madrugada del incendio (sin una red seca ni húmeda que funcionara, tardando en llegar y dar aviso, no abriendo a tiempo las rejas). Por eso, esta convivencia se siente rara. Pese a lo comedida que se pretende que sea la velada, con una misa que ofician un cura católico (Maximiliano Vara Núñez) y un capellán evangélico (Daniel Sanhueza), con un mesón y unas mujeres con elegantes uniformes blancos y negros, guantes y bandejas ofreciendo bebidas, jugos, queques, a los concurrentes, con los arreglos florales, con los gendarmes que, claro, son otros, pero son gendarmes, portan los mismos odiados uniformes verdes, rodeando a los familiares que sufren, que ese día, cuando conmemoran el octavo aniversario de la tragedia, tienen quizás aún más expuesta y sensible esa herida que permanece, que no cicatriza nunca. Los asistentes usan mayoritariamente poleras blancas con el logo de 81 Razones, ONG que se ha organizado en torno a este hecho, conformada principalmente por familiares quienes, el 8 de cada mes continúan, porfiadamente, reuniéndose y prendiendo velas para recordar a los suyos, afuera de este recinto carcelario.
Por lo mismo, el buen trato, el cóctel, la gala, las palomas blancas que cuelgan de una hebra de lana en el techo del gimnasio, las velas “a pilas” y los claveles blancos que se les da a los concurrentes para dejar posteriormente en el memorial situado por la entrada de la calle San Francisco hecho por Gendarmería e inaugurado cuando se cumplió un año de la tragedia, así como la presentación de un baile por cuatro mujeres cautivas en el lugar y del Coro de Internas del Centro de Reinserción Femenina de Santiago, no terminan de hacer sentir que las cosas, por buenas, preparadas y lindas que parezcan, no están del todo en su lugar. Ello se reafirma al acompañar a estas personas caminando por más pasillos adornados de flores –mientras Gerardo Cortez, profesor de música y vecino del lugar, canta con su guitarra y con todos los concurrentes “Sólo le pido a Dios”- hasta la torre 5, donde luego de otro pequeño rezo en el primer piso, todos de la mano diciendo el “Padre Nuestro”-comenzamos a subir las escaleras y a los adornos de servilleta y toalla nova se le agregan muchos mensajes para los familiares, realizados por las mismas internas para acompañarlos así en su inconmensurable dolor.
Los sentimientos durante el ascenso dentro de la torre se intensifican también por los recuerdos necesariamente unidos a ese lugar y por el acompañamiento detrás de las rejas en la caja escala de cada piso de las mujeres prisioneras del recinto. Éstas se aglutinan a través de las indignas rejas para poder ver, hablar, tocar a los familiares allí presentes. Sus ojos nos enfocan y traspasan, claros, tristes; sus manos se aferran firmes a las rejas, que sólo sueltan para tocar las nuestras. Claro, a través de las rejas. Se produce un ambiente y sensaciones tan intensas que afloran los sentimientos y entonces Rebeca Venegas, madre de Sergio Plaza Lucero, comienza a clamar por su hijo muerto en el incendio y por su marido recientemente fallecido a quien, insiste una y otra vez, lo mató la pena. Varias madres se quiebran, también tras los discursos de las internas y familiares de los 81 y todo, todo lo que se pretendía ordenar, controlar, se desordena, porque los sentimientos están ahí a flor de piel, mientras las presas del cuarto piso leen un texto y cantan un tema que parece religioso –“La vereda del impío” y que dice: “Creí tener amigos en el mundo y al extender mi mano ninguno me ayudó, entre barrotes tuve que llorar, la cárcel compañera mía fue. Pero libre, libre ahora soy pues Cristo me entregó la libertad, las cadenas él rompió y ahora como el viento libre soy”. Todo, detrás de esas rejas que, pese a la canción, a los supuestamente nobles propósitos, a la organización de esta misa, duelen. Duelen terriblemente, punzan, no sólo a ellas. Rejas, gestos, imágenes, discursos que nos recuerdan todo el rato que no sólo aquí, pero sobre todo aquí, algo no calza.
Por Yael Zaliasnik