Por Fabián Puelma
Esta conmemoración de los cinco años de la revuelta popular ha estado marcada por una hiperactividad propagandística desde la clase dominante. Los diarios oficiales amanecen plagados de editoriales, reportajes y estudios de opinión que hacen eco de una idea central: la revuelta ya no tiene apoyo. Los think tanks ligados al empresariado han realizado sendos seminarios para analizar este fenómeno. Llama la atención que se gaste tanta energía y recursos para propagandizar una idea tan trivial. Por supuesto que frente a la revuelta hoy prima la decepción. Después de todo, ni los procesos constituyentes, ni el gobierno de Gabriel Boric, ni mucho menos la derecha y el empresariado, han dado respuesta a las demandas y urgencias que motorizaron la revuelta.
La movilización popular logró ser desviada, desactivada y neutralizada, pero, aun así, la crisis del país sigue abierta. Si la burguesía y sus funcionarios políticos e intelectuales están tan preocupados por reescribir la historia y por culpabilizar de todos los males del país a la revuelta popular, es porque ven que sus ideas no logran constituir una nueva hegemonía social.
Entender la situación actual del país a los ojos del período abierto post revuelta, así como contar con una comprensión teórica de la rebelión de octubre, siguen siendo tareas prioritarias. Rodrigo Karmy en sus “Tesis de octubre: Apostillas para sobrevivir a la intemperie”, propone lo que él llama “fragmentos” para la discusión colectiva en la izquierda “que nos permitan imaginar estrategias para ir más allá del marasmo ético y político en el que nos encontramos”. En este artículo desarrollo un primer diálogo recogiendo el guante. Me interesa partir de las tesis propuestas, para problematizar algunos aspectos del entramado conceptual sobre la revuelta desarrollados en Intifada, una topología de la imaginación popular (Karmy, 2020). Pondré especial énfasis en los problemas teóricos y políticos que, a mi modo de ver, se generan a la hora de anteponer una teoría de la revuelta por sobre una teoría de la revolución.
La crisis del “pacto oligárquico” y la crisis de hegemonía
Karmy sostiene que vivimos actualmente un momento de “pánico”. A diferencia del miedo –que se experimenta ante un objeto exterior–, el pánico se produce por la total ausencia de objeto. Pánico como “horror al vacío”, el cual se produjo fruto de la revuelta. Ésta logró dislocar el pacto oligárquico de 1980 gracias a su potencia destituyente. El soberano fue destituido, quedando siniestrado. Sin embargo, la alegría destituyente devino en pánico.
No es sólo el pacto oligárquico el que queda siniestrado, sino también la misma revuelta: “el pacto y la revuelta terminan heridos y arrojados al horror vacui de una máquina sin cabeza destituida por una revuelta igualmente sin cabeza”. La situación actual, por tanto, es de debilitamiento de las dos fuerzas centrales (“pueblo-élite”), como una verdadera guerra pírrica, que impide el paso entre lo social y lo político, entre las calles y las instituciones. A diferencia del golpe de Estado de 1973, la derrota de la revuelta no ha significado una “refundación”, por lo que la descomposición del pacto sigue siendo un factor predominante en una situación que se mantiene abierta. El caso Hermosilla es una clara muestra de ello (el cual es definido como un “octubre al revés”, porque expone la crisis ya no desde la calle, sino desde las propias oficinas del poder). La imagen de la “filtración” da cuenta de una muralla agrietada. La crisis del pacto oligárquico debilita las paredes y las hace porosas. La indignación persiste, pero se encuentra pasiva o inhibida, primando la desmovilización y la impotencia. En este marco, la instauración del paradigma securitario no constituye un verdadero pacto, restauración o refundación. Se trata más bien de un síntoma de la ausencia de un nuevo pacto constitucional.
El cuadro que retrata Karmy es muy sugestivo y, aunque su marco conceptual es ajeno al marxismo, existe una referencia a fenómenos que son claves de abordar. Muchas de sus descripciones corresponden a lo que, con Gramsci, llamamos “crisis orgánica”. Ésta implica una crisis que va más allá de lo coyuntural y se produce cuando grupos sociales se separan de sus partidos tradicionales, abriendo una crisis de hegemonía de la clase dirigente. Se manifiesta en una creciente ingobernabilidad política y en la ruptura del aparato hegemónico, lo que significa la desintegración de la red de relaciones e influencias. Desde este punto de vista, el escándalo de Hermosilla es sintomático de la situación actual del país, puesto que la crisis orgánica trae desorden y disputas de poderes entre diversos grupos sociales e instituciones. La delación en defensa propia y el espectáculo de filtraciones crecen, así, sobre un terreno fértil.
A su vez, efectivamente el país vive un momento de “empantanamiento” producto de la correlación de fuerzas post revuelta: ni la clase dirigente es capaz de infringir una derrota sustancial a las clases subalternas (como lo fue el golpe militar), ni tampoco las movilizaciones sociales han sido capaces de imponer su voluntad. El discurso del orden, aunque se ha impuesto como eje del debate político con gran impacto en la subjetividad de masas, por sí mismo es incapaz de fundar una nueva hegemonía. El descontento profundo por la situación social y el odio contra los empresarios y sus políticos, se mantiene latente: los escándalos por las Isapres, ENEL, caso Hermosilla lo hacen volver cada tanto al centro de la agenda. Pero en una situación de decepción y pasividad, la crisis orgánica y la fragmentación hegemónica da mayor espacio a salidas autoritarias o bonapartistas (por más que el gran empresariado de talante “serio y responsable” apueste permanentemente –y sin éxito– a la reconstrucción del consenso de los noventa).
Es precisamente en estos tiempos de fragmentación hegemónica –crisis del pacto oligárquico– que el mapa se arma en base a distintos actores y bandos en disputa. Son actores anclados en fuerzas de clase, políticas, institucionales, económicas, militares, etc. Las mayores disputas entre poderes del Estado (véase la destitución del juez Sergio Muñoz), y la “partidización” de la Fiscalía y el Poder Judicial son un símbolo de esta división.
Así, aunque el entramado conceptual que propone Rodrigo Karmy hace referencia a un fenómeno similar, el abordaje desde la “crisis orgánica” plantea importantes diferencias. Karmy tiende a ordenar lo político de manera binaria, como contraposición “pueblo” versus “élite”; “vida activa” versus “fantasma portaliano” (el cual busca transformar la creatividad y los “cuerpos del deseo” en inercia y pasividad); “trabajo vivo” de la revuelta y sus pasiones alegres versus “trabajo muerto” de las pasiones tristes, etc. En última instancia, se trata del binomio potencia versus poder. Creemos que esta aproximación binaria no logra captar la dinámica de la totalidad, con sus momentos, contradicciones y disputas en la correlación de fuerzas. En el marco de una crisis hegemónica no basta con identificar las técnicas gubernamentales que atraviesan fantasmagóricamente el tiempo histórico, sino identificar la red de actores en pugna desde una óptica de clase.
El resultado es deshistorizar la lucha de clases, o de mínima, abordarla desde conceptos “transhistóricos” como es la noción de “fantasma portaliano”. El conjunto de mediaciones es siempre históricamente determinada, y el “fantasma portaliano” no es capaz de captar a cabalidad las grandes diferencias entre las articulaciones hegemónicas en los distintos momentos de la historia de Chile (que implican alianzas de clases y agregación de sectores sociales a un proyecto común). Baste mencionar que el “Estado ampliado” (Gramsci), propio del pacto que se ha solido llamar “Estado de compromiso”, con la integración del movimiento obrero a través de sus burocracias, es muy distinto al esquema portaliano y neoliberal.
Esto tiene consecuencias en el análisis. Por ejemplo, es claramente unilateral situar a la Iglesia Católica como la principal mediadora en los conflictos entre mundo social y mundo político y poner a la debacle del dispositivo pastoral como eje explicativo de la revuelta, como lo hace Karmy en sus tesis. Otro ejemplo: la crisis de hegemonía es bastante más que una falta de “pacto constitucional”. Si bien éste puede simbolizar una configuración hegemónica, no se puede obviar el rol de los partidos, de las clases sociales (y sus instituciones y burocracias de distinto tipo) y sus agrupamientos políticos. Así las cosas, no puede hablarse nunca de un “vacío de hegemonía”. Incluso en los momentos de crisis orgánica, “las contradicciones estructurales incurables se han revelado (han alcanzado la madurez), las fuerzas políticas que luchan por conservar y defender la propia estructura existente hacen todo lo posible por curarlas, dentro de ciertos límites, y superarlas” (Gramsci, C13, §17).
El abordaje marxista de lo político pone al centro los “intereses materiales” de las distintas clases y fracciones de clase, pero lo hace de una manera totalmente distinta al sociologismo en boga, puesto que busca construir un entramado conceptual dialéctico que aborde la sociedad capitalista como una totalidad, viendo las relaciones de fuerza desde sus momentos contradictorios, sus rupturas inmanentes y superaciones, las cuales son siempre históricas y socialmente determinadas.
Desde este punto de vista, el tránsito de la revuelta al “pánico” es ambiguo. Estoy de acuerdo cuando Rodrigo Karmy afirma que “el pánico no constituye una pasión espontánea sino producida políticamente”. Las imágenes del pánico de las clases dominantes frente a la irrupción de la revuelta son muy expresivas. Sin embargo, el pánico se explica centralmente como una pulsión de masas ante el vacío:
He aquí la tesis: la multitud abrazada contempló el ‘trono vacío’ que ella misma produjo, que su propia revuelta suscitó (…) Al irrumpir Pan los pueblos se alegran, danzan de felicidad frente al descabezamiento, pero muy pronto, esa alegría deviene horror al vacío” (Karmy, 2024).
Karmy menciona la acción de los “dispositivos jurídico-políticos (Acuerdo 15 Noviembre)”, “biomédicos (pandemia)” y la acción de la policía, pero el eje explicativo sigue siendo “el pánico experimentado por el descabezamiento”, puesto que “en la medida que tuvo un carácter destituyente, la potencia erótica que permitía unificar lazos e impulsar su potencia sublevante se revirtió en pánico”. ¿Cuánto de inevitable tiene este devenir?
Una destitución que no fue
El enfoque binario queda patente en su explicación de la derrota de la Convención Constitucional. Para Karmy, la potencia de la revuelta logró “habitar al interior de la Convención Constitucional”, pero lo que sobrevino fue la progresiva sustitución de la ‘mediación vital’ (lógica de cabildos, asambleas, etc.) por la mediación representacional (lógica liberal, institucional, partidaria)”. “Calles deshabitadas y ciudades abandonadas”, “todos han huído, todos se han perdido, todos se disgregaron velozmente”. Acá Karmy capta de manera muy expresiva la desmovilización que devino con la Convención Constitucional, lo que marcó un claro contraste con la revuelta. Pero esto se debe para él a que “la potencia destituyente no encontró una mediación vital suficiente al interior de la Convención”. De nuevo la lógica binaria: la potencia de la revuelta por un lado y los dispositivos “representacionales” por el otro.
Sin embargo, acá Karmy realiza un cierto desplazamiento hacia la problemática de la “mediación” entre sociedad y política. Más arriba mencioné cómo, desde su óptica, el pánico imposibilita el tránsito de lo social a lo político. El problema de la “mediación” se ubica en el centro del debate del progresismo y del sociologismo, quienes buscan un nuevo equilibrio funcional entre sociedad e instituciones para superar la anomia. Karmy no llega a este punto, pero no queda claro si su búsqueda de “mediación vital” es pensando en la superación del capitalismo o buscando un nuevo régimen más popular y democrático. Lo cierto es que en las “tesis de octubre” se plantea la cuestión en términos arendtianos: el problema sería la “lógica representacional” que desplaza a la “vida activa”. Desde un punto de vista político, el problema de este planteamiento es que sigue en los marcos de la distinción entre “independientes de los movimientos sociales” versus partidos políticos, clivaje que mostró su absoluta impotencia en la Convención Constitucional.
Comparto con Karmy que algo clave se jugaba en la “lógica de Asambleas”. Resulta fundamental profundizar la pregunta por el despliegue de la potencia de la revuelta a través de las organizaciones del pueblo trabajador como alternativa a la docilización que trajo la institucionalización. Pero esto obliga a pensar más finamente los problemas de estrategia y táctica, superando la mera oposición categorial. Quedarse en la contradicción entre lógica representacional y lógica asamblearia, oscurece el hecho que la propia Convención Constitucional estaba sujeta al orden institucional vigente. Sin detentar una verdadera soberanía y capacidad de decisión sobre el poder instituido, estaba destinada a ser impotente. Si no se declaraba soberana y buscaba imponer esa decisión desde la movilización popular, toda la participación, mediación vital y democracia que tuviera habría estado sujeta a los fines constitucionales que el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución diseñó.
Desde mi punto de vista, no es casualidad que en “Las tesis de octubre” la potencia destituyente quede planteada de manera tan confusa. Se plantea que “la destitución fue efectiva, por eso sobrevino el pánico”. En el texto se habla de destitución efectiva del soberano y “devenir siniestrado”. ¿Cuál es el significado de esto?
Estoy de acuerdo con relevar la carencia de un “pacto” (o de “hegemonía” como decimos nosotros). La revuelta claramente hirió de muerte al régimen de la transición que se sobrevivía a sí mismo. En ese sentido muy general –o metafórico– puede hablarse de “destitución”. Sin embargo, hay una destitución mucho más concreta que el régimen logró evitar: la caída del Presidente de la República y el régimen heredado de la dictadura. Desde este punto de vista, la destitución nunca fue. De hecho, ocurrió exactamente lo contrario. La clase dominante y el régimen logró evitar ese desenlace, el cual estaba inscripto en la lógica y devenir mismo de los acontecimientos.
En este punto está en discusión el balance mismo de la revuelta de octubre. Los partidos del régimen y Piñera se vanagloriaban de haber salvado a la democracia de una caída por la acción directa. El Acuerdo por la Paz tuvo precisamente esa función. Como hemos escrito en diversos artículos, para nosotros el Pacto del 15N tenía un objetivo táctico y uno estratégico. El táctico era evitar la caída de Piñera, y dividir la alianza social de hecho que se articuló entre sectores medios progresistas, sectores de la clase trabajadora y sectores populares (así como también la alianza entre una franja activa –de vanguardia– y más combativa, y sectores de masas que se movilizaban o apoyaban la revuelta). En términos estratégicos, apostaba por arribar a un nuevo pacto político a través de la nueva Constitución, así como también una modernización del régimen político para integrar (cooptar) sectores sociales y políticos excluidos. El objetivo táctico se cumplió perfectamente con la ayuda de Apruebo Dignidad, el Partido Comunista y las organizaciones sindicales y sociales que dirige, así como también los distintos sectores que entraron en la lógica transaccional y de pacto al interior de la Convención Constitucional (donde brillaron precisamente los independientes de los distintos rejuntes, como Movimientos Sociales Constituyentes, Asamblea Plurinacional, Lista del Pueblo, etc). El objetivo estratégico, como vimos, no fue exitoso: así lo ratifica el fracaso de ambos procesos constituyentes.
Lo que está en juego en estas definiciones, más allá de su carácter político-polémico, es la comprensión misma de la “potencia destituyente” y el “poder constituyente”. Circunscribir el poder constituyente a la Convención sin ver cómo los actores político–ideológicos, económicos y militares actuaron en la correlación de fuerzas y la desmovilización, lleva el riesgo de confundir el poder “constituyente” con el poder “constitucional”. Un poco de esa confusión se impuso en la Convención, que terminó totalmente desconectada del sentir popular y concentrada en la lógica jurídico transaccional dentro de sus pasillos.
Esto nos llevará directamente al problema de la relación entre poder constituyente y potencia destituyente. Porque si la revuelta sólo detenta una potencia destituyente y no un poder constituyente, entonces el problema de la “mediación vital” es derechamente irresoluble. Es muy difícil tener una evaluación precisa de la Convención Constitucional si no hay claridad del papel y naturaleza del poder constituyente. Apelando únicamente al despliegue de la potencia de la revuelta será imposible abordar una de las preguntas cruciales que propone Rodrigo Karmy: la pregunta por el “después” de la revuelta o de cómo lograr una sobrevida de su potencia sin necesidad que permanezca activa. “La intensificación de la deriva erótica de corte democrático en la que podía profundizar la activación de sus propias instituciones”, como plantea en sus tesis, deja aún inconclusa la pregunta por el rol y carácter de dichas instituciones, así como su relación con el poder instituido (que, como dijimos, no fue destituido).
No queda otra opción que interrogarse alrededor de los “límites” y no solo alrededor de la potencia. En este punto preciso es donde emerge la problemática de la revuelta y su relación con la revolución.
Revuelta y revolución
El énfasis en la “potencia destituyente” es coherente con la conceptualización que realiza Rodrigo Karmy sobre las revueltas en Intifada, una topología de la imaginación popular (Karmy, 2020). En este libro, el autor parte criticando el ambiente intelectual del progresismo. Su diagnóstico es que “ofrecíamos profundas reflexiones acerca del funcionamiento del poder en el capitalismo contemporáneo, pero en gran medida carecemos de una teoría de la sublevación” (2020, 12). Comparto plenamente la crítica. Efectivamente, resulta urgente poner en el centro la reflexión teórica en torno a la lucha de clases, volviendo a tematizar la revuelta y la revolución. A su vez, una reflexión crítica orientada a la lucha de clases debe delimitarse claramente del “sociologismo”, que Karmy define provocativamente en su “Tesis de octubre” como un “turismo epistémico (…) una operación turística, que paga para visitar un lugar mientras éste acusa estar totalmente deshabitado”.
El autor busca una conceptualización propia de la revuelta, inspirándose en autores como Furio Jesi, Walter Benjamin, Giorgio Agamben, entre otros. En su libro se abordan diversas problemáticas. Yo me concentraré en la relación entre revuelta y revolución y su visión sobre la potencia destituyente. Enunciaré algunas ideas y encabezados a modo, también, de fragmentos para el debate.
La figura de la revuelta está construida, en gran parte, en oposición al de la revolución. La revuelta es la “potencia común” que “abraza una justicia sin derecho, de imagen sin representación y de una insurrección sin poder” (2020, 28). La revolución, en cambio, es “la seña moderna en que la sacudida de la potencia común que definirá la revuelta quedará subrogada a la revolución como poder de vocación universal, orientado a erigir un nuevo orden político que ha roto con el pasado”. Así, la relación entre revuelta y revolución es análoga a la relación entre potencia y poder. “Toda revolución supura intifada como todo poder suda potencia. La potencia es la sangre, flujo ingobernable en el que solo un golpe puede coagularla y docilizar así a los cuerpos sobre los que el poder se erige y necesita” (2020, 30).
La revuelta, a diferencia de la revolución, es “inoperosa” porque su fin no es instaurar una “obra” o “nuevo orden”. Por el contrario, busca o permite acceder a nuestra “contingencia originaria”. A través de una apropiación del concepto de “uso” de Agamben, Karmy sostiene que la tarea política de la revuelta es el “uso”. Esta noción se construye en oposición a la acción (praxis) y a la producción (poiesis), por lo cual se encuentra por fuera de los esquemas tradicionales que clasifican la acción colectiva como “planificada y consciente” o como meramente “espontánea” (esquema moderno del cual la revolución estaría presa). La revuelta permite acceder a un ámbito de comunidad, de “comunicación sin voluntad”, que está por fuera de los tiempos y lógicas del capital. Sin embargo, esta dimensión se define de manera enigmática, tomando elementos de la filosofía árabe medieval. Se trataría del “mundo imaginal”, “concebido como el médium sobre el que descansa originariamente nuestra existencia” (2020, 25). Aunque la noción “imaginal” (de la cual proviene la idea de “imaginación popular” que acompaña el título del libro), tiene un significado un tanto oscuro, políticamente la apuesta es clara: se trata de pensar una “política acéfala o, si se quiere, del comunismo no entendido como régimen o partido, sino como una política de los cualquiera en la que irrumpe el mundo en común” (2020, 16).
La revolución se identifica con el poder, con la instauración de un nuevo orden. Un poder que, aunque “sude potencia”, trae aparejada la “petrificación” de ésta última. Rodrigo Karmy afirma que su apuesta “no consiste en desechar la noción de revolución sin más, a favor de la revuelta, sino más bien volver a pensar la revolución desde el prisma de la revuelta, y no como se ha hecho hasta ahora de subsumir la revuelta en la revolución” (2020, 42). Sin embargo, el costo teórico a pagar es muy alto. La construcción de su concepto de revolución es una especie de espantapájaros que, a mí modo de ver, no explica genuinamente el fenómeno revolucionario.
Mientras que la revuelta se queda con todas las pasiones alegres, la revolución es el frío destino del poder que dociliza los cuerpos y restituye el tiempo histórico. Sin embargo, el tipo de reflexión centrada en la “interrupción del continuum histórico” (Benjamin) –concepto clave para Karmy– surge a raíz del triunfo de la revolución rusa y el ciclo de revoluciones que dio pie. La teorización sobre la temporalidad revolucionaria, la experiencia subjetiva de la sublevación y la comunicabilidad de las multitudes fueron abordados por los marxistas de la Tercera Internacional. Lenin estudió meticulosamente las distintas formas que adquiere la sublevación, “revueltas, manifestaciones, batallas en las calles, destacamentos del ejército de la revolución: tales son las etapas del desarrollo de la insurrección popular” (Lenin, Ejército revolucionario y gobierno revolucionario). Éste planteaba también que:
Las revoluciones son la fiesta de los oprimidos y explotados. Nunca la masa del pueblo es capaz de obrar como creador tan activo de nuevos regímenes sociales, como durante la revolución. En tales períodos, el pueblo es capaz de hacer milagros, desde el punto de vista de la vara estrecha y pequeñoburguesa del progreso gradual (Lenin, Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática).
Trotsky marcó el quiebre de temporalidad en la revolución y estudió los fenómenos de la conciencia ligados a ellos. Se trata de elaboraciones que no surgieron sólo del estudio sino de la propia acción revolucionaria de sus protagonistas. Muchos de los tópicos que en Karmy se toman desde la revuelta, son en realidad propios de la “revolución”, por más “modernas” que éstas sean.
Pero más allá de esto, lo problemático de la conceptualización es que tiende a confundir la revolución con la noción de “instauración” e incluso con “restauración” (Karmy llega a decir que, en cierto sentido, «revolución» y «contrarrevolución» son equivalentes). Entonces el fenómeno propiamente popular, masivo y creativo de la revolución como “la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos” (Trotsky), se confunde con el régimen que ésta instaura. Igualar estos aspectos sólo eclipsa la comprensión de las revoluciones, porque éstas pueden tener diversos resultados. Pueden dar pie a un gobierno genuinamente revolucionario propio de las masas insurrectas organizadas en las instancias de poder (“consejos”) surgidas en la revolución (como el gobierno de los soviets en la revolución rusa o la comuna de París). Pero también pueden dar pie a otros regímenes, como el estalinismo, que surgió del estrangulamiento de la revolución, o como los regímenes burocráticos surgidos de revoluciones triunfantes como la china.
Hacer esta diferencia es relevante, porque uno de los argumentos que da la extrema derecha para estigmatizar la idea de revolución y comunismo, es sostener que las revoluciones son movimientos violentos encabezados por una élite que quiere desplazar a otra, y que terminan instalando regímenes totalitarios. Tener un concepto correcto de revolución no es trivial para este tipo de disputas ideológicas (que hacen a los “sentidos comunes” de sectores más amplios). Creo que en esta disputa debemos reivindicar el elemento popular y la “irrupción de masas” que está detrás del fantasma de la revolución.
Otro problema es que no se distingue claramente el plano político y militar de la acción de las masas. Para el marxismo, la insurrección es la expresión más clara de la acción planificada y consciente –de utilización de medios concretos para fines determinados–, pero ésta no puede confundirse con la revolución. En ese sentido, el marxismo siempre polemizó con el blanquismo. Pero tampoco puede confundirse la “huelga general política” con la revolución misma. Karmy, en su apropiación de Benjamin en torno a la violencia, sostiene que la “huelga general política” está orientada a “mejoras salariales”, a diferencia de la “violencia anarquista”. Sin embargo, la huelga general insurreccional para el marxismo contiene el elemento de “medio puro” que habla Benjamin (es decir, la acción de masas que trasciende los fines netamente corporativos y asumen un carácter propiamente “destituyente”); pero también contiene el elemento de planificación y “medio para un fin” del momento propiamente insurreccional, sin el cual una revolución no puede instaurar un “nuevo orden”.
Revuelta y emancipación
Ahora bien, si la revuelta no responde a la dialéctica entre “instauración y conservación” de la revolución, ¿entonces qué cosas sí puede proponerse una revuelta?, o más exactamente, diría Karmy, ¿cómo sabemos que aconteció? La revuelta, “si bien no tiene obra que cumplir, tampoco significa que su impacto sea nulo” (Karmy, 2020, 34). Acá es donde reaparece el problema “destituyente”. La revuelta puede ser vista como potencia destituyente
Porque ella acontece como un nuevo uso de los cuerpos en que los cuerpos son profanados, abiertos a su carácter libre y común. Si bien dicha potencia nada instaura ni conserva, horada al poder y posibilita descubrir que nada ni nadie yace tras las máscaras del poder y cuya deposición no es más que la experiencia de una misma vida activa, toda producción y de toda acción, solo ella hace justicia al uso de los cuerpos que, como medios sin fin, danzan en la irrupción de una revuelta (2020, 103).
La revuelta –en tanto “inoperosa”, “poder-no” y “medio puro” sin un fin a instituir– puede “horadar el poder” y “fragmentarlo”. Tomando a Agamben, Karmy sostiene que la revuelta no puede ser constituyente, sino que juega un rol destituyente en cuanto revoca los poderes establecidos (2020, 101). Así las cosas, se da la paradoja de que, si se parte del marco conceptual que construye el autor, es imposible responder a la “pregunta estratégica” que se plantea a propósito de la revuelta chilena: ¿cómo hacer que la potencia de la revuelta pueda sobrevivir sin necesidad que permanezca la revuelta? Si el poder constituyente está del lado de la “revolución”, del poder, de la petrificación, etc, entonces siempre supondrá la subsunción pétrea de la potencia de la revuelta. Quizá esa es la razón por la cual la evaluación de Rodrigo Karmy del poder constituyente de la Convención Constitucional sea tan equívoca, con la consecuencia de circunscribir el análisis en este punto a las coordenadas de debate del progresismo, más que abordarlo desde un horizonte emancipatorio y comunista.
De hecho, es el análisis estratégico mismo el que queda sin sustento. Para Karmy, la revuelta no “posee cálculo que la soporte, predicción que la gobierne, causa que la determine” (2020, 38), “no se ocupa de las cuestiones de táctica o estrategia circunscrita a la dinámica de los medios y los fines” (2020. 93). Su temporalidad es otra. De hecho, sostiene que la revuelta es “eterna”, puesto que “la intifada no nace ni muere, más bien está siempre a punto de estallar” (2020, 37). Apoyándose en Furio Jesi, Rodrigo Karmy sostiene que la revuelta busca traer al presente una imagen que precise de un cambio histórico de “larguísimo plazo”. Si no es capaz de instituir o conservar nada, la revuelta sí puede operar en el “tiempo mítico”, en donde la imaginación popular desatada con la revuelta es capaz de vivir la experiencia del mundo por venir. La imaginación popular es el “mito genuino”, es decir, el que “se arraiga en la potencia de una comunidad liberada”, mientras que el falso mito es el que nutre a la “simbología capitalista” (2020, 79).
Si la revuelta no tiene que ver con el poder constituyente, entonces tampoco tiene que ver con el “autogobierno” ni la “autodeterminación”. Así, por un lado, el pueblo se “constituye” en la experiencia de la revuelta, pero, por otro lado, es incapaz de instituir su propio gobierno y formar una comunidad que conquiste la autodeterminación. El problema de esto es que limita de antemano las expectativas populares (y con ella la misma imaginación) de una sublevación. Así, la revuelta estaría condenada a dos destinos: a ser un movimiento que –aun siendo portador de una potencia destituyente– termina presionando a la institucionalidad vigente para conseguir objetivos limitados (una nueva constitución es, desde mi punto de vista, un objetivo muy limitado). O entregándose a la dinámica “martirológica” que conceptualiza Karmy, entendida como aquella experiencia de «lanzarse de la multitud –y sobre todo el deponer de toda individualidad– contra el poder establecido, sin mirar las consecuencias que ello pudiera tener” (2020, 77). ¿Lanzarse para que “otros” capitalicen el martirio popular y para que “otros” decidan qué hacer con la revuelta y no los propios protagonistas?
Nuestro enfoque es distinto. Partimos porque no hay una muralla china entre revuelta y revolución y teorizamos sobre las vías que permiten pasar de la revuelta a la revolución para la conquista del autogobierno y la emancipación de la clase trabajadora y el pueblo en un gobierno de trabajadores. No desechamos las demandas sociales y políticas de la movilización por ser un “fin para un medio”, sino que nos interrogamos en torno a las vías y los métodos necesarios para que dichas demandas tengan una resolución íntegra y efectiva. La “revolución permanente” surge de este problema propio de las sublevaciones, planteando que sólo acabando con las bases de dominación política, económica y social de la burguesía y el imperialismo, es posible dar respuesta efectiva a los motores de la revuelta y la revolución.
El enfoque de Karmy tiene clara inspiración arendtiana. Hannah Arendt abogaba por un tipo de acción política entendida como nacimiento espontáneo de lo nuevo, no sujeta a la lógica de medios y fines y por lo tanto, reacia al cálculo estratégico. También defenestraba el rol de los «revolucionarios profesionales» y los partidos revolucionarios. Sin embargo, Arendt abordó de frente uno de los problemas cruciales de toda revolución: ¿cómo mantener el espíritu de la revolución una vez que ésta se instituye? De esta forma llega a la idea de «consejos» como el «tesoro perdido de las revoluciones». Así es como aborda el problema del poder constituyente.
Hasta ahora, hemos abordado el “poder constituyente” en términos formales o abstractos, desde la óptica de la instauración de un nuevo orden por parte de la revolución. Pero para romper con el marco conceptual del progresismo y del liberalismo –aun en la versión “democrático radical” de Arendt–, habrá que concebir la relación del poder obrero y popular con ese poder constituyente. Ya no como mera «constitución de la libertad» como propone Hannah Arendt –quien tiene la ilusión de vaciar el contenido social de las revoluciones y, por lo tanto, privarlas de todo contenido popular y de masas en favor de un tipo de revolución meramente política y, desde ese punto de vista, elitista (ver en esta edición Asambleas y formas de organización “desde abajo” en la rebelión. Entre la autonomía y la institucionalización de Pablo Torres); sino desde la óptica del gobierno directo de la clase trabajadora y los sectores oprimidos, orientado a romper con el dominio del capital. Es decir, que se proponga no solamente la creación de un ordenamiento jurídico o pacto constitucional, sino que ejerza una «soberanía» revolucionaria socialista en lucha por una sociedad sin clases.
El vaciamiento popular que se produce en la reflexión arendtiana sobre la revolución, también puede suceder al tematizar la revuelta. Tengo la sospecha que hipostasiar la experiencia estética de la revuelta tiende a dar pie a una “imaginación sin pueblo” y a una resistencia en el marco del capitalismo perfectamente compatible con el estilo de vida del progresismo de la clase media.
Por Fabián Puelma
Ediciones citadas
Karmy, Rodrigo. 2020. Intifada. Una topología de la imaginación popular. Santiago: Metales Pesados.
Karmy, Rodrigo. 2024. Tesis de octubre: Apostillas para sobrevivir a la intemperie.
Texto publicado originalmente el 18 de octubre de 2024 en La Izquierda Diario.
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