«¿Quién se admirará bastante de la parte arruinada de ella [la Tierra] y por esto llamado polvo en las colinas de Puteoli para oponerse al reflujo del mar, y sumergido de inmediato se hace una piedra irrompible por las olas y más fuerte cada día…?» Así describía Plinio el Viejo las maravillas del hormigón romano en el año 79 de nuestra era. Durante siglos, Roma construyó sus puertos con una combinación de caemento, cal viva y materiales volcánicos que la ingeniería moderna tardó siglos en igualar. Ahora, geólogos e ingenieros buscan en los restos de los puertos romanos la fórmula exacta para el hormigón del futuro.
El hormigón moderno empieza a deteriorarse nada más echarlo al mar. La reacción con el agua salina le hace perder alcalinidad y carbonatarse. Hasta que dejó de usarse el hormigón armado, la química dictaba que, en unas décadas, lo que parecía sólida roca con el tiempo se degradara. Con todos los avatares de la historia y hasta de la orografía, aún quedan espigones, rompeolas o muelles de los puertos construidos por los ingenieros romanos hace 2.000 años.
«Contrariamente a los fundamentos del hormigón moderno basado en el cemento, los romanos crearon un hormigón que mejora con el intercambio químico abierto con el agua de mar», explica la geóloga de la Universidad de Utah (EE UU), Marie Jackson, que lleva años buscando la fórmula del hormigón romano. Tanto entonces como ahora se usa un aglomerante. En la actualidad, la base es el cemento tipo Portland, compuesto por calizas y arcillas calentadas a más de 1.500º. Los romanos recurrían en especial a la cal viva, óxido de calcio. Como aglomerado, hoy se usan arenas y gravillas. Entonces, escombros de todo tipo.
Pero la clave está en el aliño. Antes de ellos, la construcción en las sociedades más avanzadas de entonces, como la griega, usaban una argamasa calcárea que al secar hacía de aglomerante. Ya fuera por casualidad, cercanía geográfica o ensayo y error descubrieron que los materiales volcánicos que usaban reaccionaban con el agua como lo hace hoy el cemento Portland. De hecho, como escribió Plinio el Viejo, aquel hormigón mejoraba con la exposición al agua marina.
Jackson y un grupo de colegas han usado tecnologías muy avanzadas para analizar muestras tomadas del interior de la estructura de dos puertos romanos y un espigón construidos entre el siglo I antes de nuestra era y el siglo I de esta. Las escanearon con microscopio electrónico, con el sincrotón que tiene el Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley (EE UU) y la técnica de espectroscopia Raman. Las piedras revelaron todos sus secretos.
«Pudimos identificar los diferentes minerales y las enigmáticamente complejas secuencias de cristalización a escala microscópica», cuenta Jackson. Según los resultados de su investigación, publicada en la revista especializada, American Mineralogist, la cal, expuesta al agua marina, reaccionó con las cenizas volcánicas usadas en la mezcla de forma muy rápida. Pero lo que han comprobado también es que, tras agotarse la cal, se inició una segunda fase mucho más lenta.
Ahora los protagonistas son dos minerales que ni habían sido descubiertos en tiempos de los romanos, la tobermorita y la phillipsita. En el hormigón marino romano, estos minerales forman finas fibras y placas que lo hacen más resistente y menos susceptible a la fractura. La tobermorita fue descubierta en el siglo XIX. En estado natural ha sido detectada en emisiones de algunos volcanes islandeses y, de forma artificial, también ha aparecido como subproducto de la reacción del hormigón usado en los cementerios nucleares con la roca.
Tanto la tobermorita como la phillipsita se usan hoy para elaborar los cementos especiales con los que hacer el hormigón masa (sin armazón) con el que se levantan los puertos actuales. El problema es que hay que quemar el mineral a muy alta temperatura. «Nadie ha creado tobermorita a 20º, excepto los romanos», comenta Jackson.
Para el profesor de ingeniería de la construcción de la Universidad Politécnica de Valencia (UPV), Víctor Yepes, «el hormigón romano era mejor que el mal hormigón actual pero no superior al buen hormigón». Sí reconoce que los romanos encontraron en la naturaleza unos materiales que la ciencia moderna tardaría siglos en igualar con el descubrimiento del cemento Portland.
Yepes también reconoce la gran innovación de los ingenieros romanos en el uso de materiales puzolánicos naturales procedentes de la roca volcánica, «uso que no generaba emisiones de CO2 en su fabricación, a diferencia de los actuales». La industria del cemento es responsable del 5% de las emisiones de CO2 que están detrás del cambio climático. Aunque en todo el ciclo de vida del hormigón, buena parte de esas emisiones son de nuevo capturadas en un proceso de carbonatación que sufren las estructuras.
Si se pudiera recrear la reacción fría del hormigón marino romano, la aportación de la industria cementera al calentamiento global se reduciría de forma significativa. En eso trabajan Jackson y otros, como el Departamento de Energía de EE UU. Aunque se han realizado experimentos en condiciones similares, usando agua de la bahía de San Francisco, y materiales volcánicos del oeste de EE UU, el hormigón obtenido aún no tiene las características del romano. Desvelados todos los ingredientes de la fórmula del hormigón romano gracias a la tecnología moderna, Jackson reconoce que lo que no han resuelto es «la preparación de las materias primas y los procedimientos».