Por mucho que los tiempos cambien, las ferias siempre formarán parte de nuestras vidas. Siempre que se celebran las fiestas de nuestros pueblos, extrañamos a nuestros seres queridos y deseamos volver a compartir risas y alguna que otra comilona. Poco importa que las atracciones más clásicas hayan dejado paso a los más sofisticados artefactos, o que los pequeños ahora vivan esas celebraciones de una forma diferente: las ferias siempre serán ferias. Eso sí, el día que en un recinto ferial no haya un puesto de algodón de azúcar, esa fiesta habrá tocado a su fin.
Un dulce que, aunque jamás supimos desentrañar cómo lo fabricaban, lograba endulzarnos las noches… Ahora, por una razón u otra, pasamos de largo por aquel mítico puesto donde los comprábamos. Quizá sea por aquello de cuidar la línea, por no pringarnos demasiado las manos o, incluso, por cierta vergüenza a vivir públicamente esa regresión a la infancia. Hay quien, incluso, mira los algodones de azúcar con cierto desdén. Quizá no sepa que, hasta no hace tanto, ese delicioso manjar estaba reservado a las clases más altas de la sociedad.
La primera vez que los probaron fue en el siglo XV. Hace cuatro días, como aquel que dice. Poco o nada tenían que ver con los que ahora podemos degustar en las ferias, pero en aquel tiempo tampoco disponían de los medios técnicos con los que hoy contamos. Fue en Italia, donde algunas panaderías hervían jarabe de azúcar en una olla para crear pequeños filamentos decorativos con los que adornar los diferentes pasteles. Pero claro, debido a lo costoso del proceso y al alto precio de aquel primer intento de algodón de azúcar, su sabor quedaba reservado para las clases más altas de la sociedad.
Durante más de 300 años, muy pocos fueron los pudientes que tuvieron acceso a degustar tan goloso manjar. Tanto es así que cuentan que Enrique III de Francia, cuando visitó Venecia a finales del siglo XVI, fue invitado a un banquete en el que los 1.286 elementos presentes en la velada, incluido el mantel, estaban fabricados con azúcar. En toda Europa y en América sabían ya de su existencia, pero tan solo los más reputados pasteleros podían permitirse incluirlo en sus postres.
No fue hasta finales del siglo XIX cuando la situación dio un giro radical. La curiosidad de un dentista y la pericia de un amigo suyo, al que conoció en la facultad, les llevó a crear la primera máquina eléctrica para fabricar los algodones de azúcar que conocemos hoy en día. Aunque hay quien también atribuye la creación a Thomas Patton o Josef Lascaux, lo cierto es que los grandes culpables de endulzar las ferias de todos los pueblos son William J. Morrison y John C. Wharton. Ellos fueron quienes patentaron en 1897 la “máquina eléctrica de dulces”.
Todo surgió fruto de las pasiones enfrentadas del bueno de William. Aunque destacó en la escuela de odontología, hasta el punto de ser nombrado presidente de la Asociación Dental del Estado de Tennessee, sentía una gran pasión por la política y por la ciencia. Pero no solo le tiraban las probetas y los dientes, sino que también sentía un tremendo interés por el arte culinario. Tanto que incluso se atrevió a diseñar sus propios artefactos. Su primera creación fue un dispositivo capaz de extraer aceite de las semillas de algodón. La segunda, aún más avanzada, era capaz de purificar químicamente el agua de su ciudad, Nashville.
Después de estas dos primeras incursiones en el terreno de la inventiva, fue el momento en que se aventuró con la máquina de algodones de azúcar. Pese al paso de los años, la tecnología y el proceso es el mismo que podemos encontrar a día de hoy en cualquier feria que se precie. De lo que se encarga el artefacto es de calentar el azúcar hasta que se convierte en un liquido que sale despedido por los pequeños orificios de la centrifugadora en que se encuentra. Así es como se producen las finas tiras de azúcar que luego se recogen con un palo de madera.
William J. Morrison y John C. Wharton presentaron su creación en la Feria Mundial de Lousiana en 1904, donde las vendían por 25 centavos (6 dólares de hoy en día; es decir, 4,6 euros). Aunque en aquella época no eran muchos los que se podían permitir una inversión así, los inventores vendieron su máquina como churros. Durante 184 días, dieron salida a más de 68.655 máquinas, lo que les llevó a embolsarse más de 17.000 dólares de entonces (que en 2014 vendrían a ser más de 438.000 dólares o, lo que es lo mismo, por encima de los 338.000 euros). Una pequeña fortuna.
Lo que no salio a la luz fue si Morrison también consiguió engordar sus arcas con los niños que acudían a su consulta a causa de los algodones de azúcar. Tampoco sabemos si ese era su verdadero propósito. De lo que sí estamos seguros es de que, desde aquel momento, el algodón de azúcar se popularizó de forma descomunal. Tanto es así que muchos no han dejado de innovar en este terreno.
Desde los investigadores que descubrieron que podían aprovechar las propiedades del algodón de azúcar para crear vasos sanguíneos con los que reparar alguna fuga en nuestras venas, hasta los que decidieron que decidieron romper con la venta de este dulce. Porque ya no basta con cambiar su color, ni siquiera su diseño o el material del palo. Ahora hay que jugarse el tipo para seducir a todos aquellos que visitan la feria y que se acerquen al puesto a comprar tu algodón de azúcar. Si no, que se lo digan a este tipo: