¿Qué democracia para el mundo árabe?

Reflexiones sobre el sentido de las actuales revueltas árabes y sus implicancias para la teoría revolucionaria, particularmente, para los debates en torno a la democracia y al poder popular

¿Qué democracia para el mundo árabe?

Autor: Wari

Reflexiones sobre el sentido de las actuales revueltas árabes y sus implicancias para la teoría revolucionaria, particularmente, para los debates en torno a la democracia y al poder popular.

En un artículo anterior, decía que los sucesos que hoy sacuden al mundo árabe son tan relevantes como aquellos que sacudieron al mundo en 1989[1]. No solamente existen paralelos que puedan hacerse por la extensión y la profundidad del malestar en una amplia zona geográfica: también lo son, porque este torbellino de furia popular pone en cuestionamiento una determinada arquitectura geopolítica que se creía sólida como el acero. En este caso, esas vetustas dictaduras alimentadas, fomentadas e instaladas por los intereses geoestratégicos de los EEUU (y de sus socios menores, la UE) en un área de interés crucial por el petróleo.

En 1989 las consecuencias políticas de esas movilizaciones fueron profundas y duraderas –la caída de los “socialismos reales” no significó solamente la caída de unas cuantas desagradables dictaduras burocráticas, sino que, debido a la debilidad relativa de una izquierda auténticamente libertaria y revolucionaria, significó la caída de una serie de valores y horizontes políticos que, incorrectamente, se asociaban al bloque soviético, y el paso arrollador del neoliberalismo como sistema económico, político, valórico e ideológico incuestionable.

Era el fin de la historia, según no pocos trasnochados apologistas del “Nuevo Orden Mundial”. Pero la historia se siguió escribiendo como lo demostró dramáticamente el movimiento antiglobalización en las protestas de Seattle de 1999. Y como lo siguió demostrando el ciclo de luchas abierto entre el 2000 y el 2005 en Sudamérica, el cual puso en entredicho los pilares del modelo, y pusieron al pueblo, a las clases oprimidas y explotadas, como protagonistas de la historia.

Los sucesos del mundo árabe que nos han entrecortado el aliento durante los últimos dos meses, sacuden al Nuevo Orden Mundial en su eslabón más fuerte: en las dictaduras mantenidas durante décadas por el “mundo libre” para garantizar el flujo constante de petróleo y para mantener un pie de fuerza militar en un área de enrome importancia económica y geoestratégica para el imperio.

Estas movilizaciones ocurren en el corazón mismo del capitalismo global, donde surge el flujo petrolero que mantiene el comercio internacional, la industria, andando. Ocurre, en países todos aliados estrechos de Washington, de ahí el contenido anti-imperialista de todas estas movilizaciones (aún el dictador libio, Gadaffi, se había vuelto un estrecho colaborador de los EEUU y de la UE en la era de la “Guerra contra el Terrorismo”). Todos países corroídos por graves contradicciones internas, en donde el hambre coexiste con el crecimiento macroecónimico y la opulencia de las familias doradas.

Pero hay algo más, y es que, a la vez que ponen en jaque y sacuden las bases políticas del sistema. Los llamados a la “democracia” han suscitado un agudo debate político a nivel global respecto al contenido político de un término tan flexible como “democracia”. Sobretodo porque no es lo mismo cuando hablan de “democracia” liberales encorbatados en los pasillos de las instituciones del poder, a cuando esta palabra está en los labios del pueblo llano movilizado en las calles.

DOS CONCEPTOS DE DEMOCRACIA ANTAGÓNICOS

El espectro de la chusma tomando un rol protagónico en la política es la peor pesadilla de esa clase dominante que identifica “democracia” con el mantenimiento de una estructura jurídica y económica que sustente sus privilegios exclusivos. No es casual, consecuentemente, que desde la prensa capitalista, a la vez que formalmente se apoye la necesidad de democracia en los países árabes (“olvidando” su tradicional apoyo a las autocracias regionales), se hagan no pocas advertencias contra los “excesos de democracia”, contra el “populismo”, contra la “demagogia”, junto a llamados a la “estabilidad” y al “orden”. En El Mercurio (11 de febrero), por ejemplo, David Gallagher escribe una nota típica: “No se puede gobernar a un país desde la calle, a pesar de la quimera, que albergan algunos intelectuales, de una democracia directa y al extremo participativa”. Juicios como este se han emitido al por mayor en toda la prensa oficial.

Es interesante la mención al gobierno desde la calle porque muestra los límites de la democracia formal, burguesa. Aclaremos algunos conceptos que él utiliza: cuando habla de la calle, lo que hace es identificar con ella al pueblo. Cuando habla de que la democracia no puede ser en “extremo” participativa, se refiere a que la clase trabajadora (el “extremo” opuesto a la clase que él representa) debe ser excluida del juego democrático. Precisamente porque en su concepto de democracia, hay que excluir a los pobres, a los trabajadores, de la participación directa en sus asuntos, es que deben forzosamente asumir un aire de “seriedad” y “respetabilidad”, a fin de disfrazar el interés de clase que subyace a esta visión.

El uruguayo Raúl Zibechi, escribiendo sobre el levantamiento árabe, da en el meollo del asunto cuando afirma:

“El sistema está mostrando sobradamente que puede convivir con cualquier autoridad estatal, aún la más «radical» o «antisistema», pero no puede tolerar la gente en la calle, la revuelta, la rebelión permanente. Digamos que la gente en la calle es el palo en la rueda de la acumulación de capital, por eso una de las primeras ‘medidas’ que tomaron los militares luego de que Mubarak se retirara a descansar, fue exigir a la población que abandonara la calle y retornara al trabajo.”[2]

La calle es el espacio por excelencia donde se expresa el poder de los de abajo. Es el espacio simbólico donde libran su batalla a muerte con los de arriba. Ahí es donde experimentan con formas alternativas de manejo de la “res pública”, de la cosa pública. Los sectores populares, cuando han irrumpido en el escenario de la historia mediante las protestas, en todo momento han establecido, en el pleno ejercicio de la democracia directa, su propia institucionalidad al margen y en oposición a la institucionalidad oficial, al Estado. Esto es así desde la Revolución Francesa, cuando en 1792 el proletariado formó la primera comuna de París y secciones populares que sirvieron de organismos incipientes de democracia directa, sobre los cuales se apoyó la burguesía jacobina en su lucha contra el Antiguo Régimen, para luego coptarlos, desnaturalizarlos y finalmente, aplastarlos.

La democracia siempre tiene límites y la burguesía lo sabe bien: el problema es quién pone esos límites. En la Grecia clásica, donde nació el concepto, los derechos democráticos solamente eran privilegio de los “ciudadanos”, una minoría de la población que vivía a costa del trabajo de la mayoría esclavizada. En las democracias occidentales, por mucho tiempo, la democracia estaba vedada a las colonias que alimentaban la metrópoli o a los trabajadores locales sin propiedad ni educación. En Israel, la “única democracia en Medio Oriente” como reza el conocido cliché, los palestinos están completamente excluidos de las mieles de la democracia.

En los mismos EEUU, el país más “democrático” del mundo (según ellos mismos), mientras se elige a un presidente negro, uno de cada cuatro varones afroamericanos languidece en el omnipresente complejo carcelario yanqui, muchos de ellos condenados a muerte. Los otros viven en su inmensa mayoría en ghettos, mientras el bipartidismo funciona a las mil maravillas para la élite militar-industrial.

Tomemos por ejemplo cualquier democracia occidental, de esas mal llamadas “representativas”: hagamos un sencillo catastro de la clase social y el género al que representan la mayoría de los parlamentarios. El resultado abrumador será de varones de la clase capitalista. Los empresarios son una ínfima minoría de la sociedad, pero casi todos los parlamentarios lo son. También veremos que grupos étnicos o nacionales oprimidos también están sub representados. ¿A quién representa la democracia representativa entonces? A los capitalistas, a los ricos, a los poderosos. Todo el engranaje electoral e institucional está blindado a la participación popular por mil y un mecanismos tramposos.

Por el contrario, el concepto de democracia participativa o directa es antitético al concepto de democracia representativa defendido por la clase capitalista y sus áulicos. En ella, los límites son impuestos por el pueblo movilizado, que en el proceso de lucha adquiere una conciencia nueva de sus capacidades, así como de su propia existencia. La democracia directa en la Revolución Francesa, en el período de 1792-1793 puso límite a los especuladores, y se consolidó efímeramente luchando en su contra.

Todas las experiencias de poder popular y democracia directa que se han sucedido en la historia, han puesto el límite de la democracia en la explotación económica. La participación directa de todos y cada uno de los miembros de la sociedad, el ejercicio colectivo del poder, ahoga a la minoría capitalista en el océano de los intereses populares que se expresan libre y directamente. No es casual que la democracia directa ignore la distinción entre lo político y lo económico (horror de horrores para los capitalistas), y tienda a la socialización de la propiedad. La calle es un espacio simbólico importante. Pero es insuficiente. A poco andar, el pueblo termina siempre por darse cuenta que la “democracia”, su democracia directa, construida en la lucha, también incluye a socialización de las empresas, de las minas, de la tierra, de las fábricas, de las oficinas.

Cuando el pueblo toma las riendas de sus propios asuntos, ve de manera diáfana que no puede haber igualdad en lo político sin igualdad en lo económico.

LA DEMOCRACIA DIRECTA EN LOS COMITÉS POPULARES

En Egipto, así como en el resto del mundo árabe, han surgido comités populares que han demostrado la capacidad política de las clases obreras. Se equivoca Gallagher cuando dice que un país no puede ser gobernado desde la calle. En realidad, por varias semanas, en Egipto y en Túnez la “calle” fue el único escenario de gobierno.

Existen numerosos testimonios de cómo funciona la democracia directa en los comités populares de Egipto, Túnez y Libia gracias a los buenos oficios de varios corresponsales internacionales. Me permitiré acá citar uno basado en la “comuna” de la plaza Tahrir en El Cairo, que creo que es bastante representativo:

“Egipcios de todos los estratos sociales han comenzado, de manera voluntaria, a limpiar las calles; a dirigir el tráfico al mediodía; a coordinar las patrullas de vecinos cuando comenzaron los saqueos; y aún a organizar comités de auto-defensa durante los enfrentamientos esporádicos del 2 de febrero con los baltagiyya (matones), completamente equipados con retenes, puestos de vigilancia y hospitales improvisados para atender a los heridos (…) las personas no han dudado en compartir o dar a voluntad lo que poseen en términos de bebida y alimentos.

Superando un largo legado de hostilidad mutua y suspicacias derivado de un tradicional sectarismo, hay Egipto para todos en la plaza Tahrir: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, musulmanes y cristianos. Un vivaz y vigoroso debate –libre y lleno de sentido, al fin- inunda las cuatro esquinas de la plaza Tahrir, trasmitiendo por alto parlantes todo el abanico de visiones políticas y opiniones que hay. Cualquier adopción formal de propuestas se decide democráticamente por mayoría de votos (…)

El pueblo en la plaza de Tahrir, de hecho, votó en un momento sobre si elegir o no representantes para tomar decisiones ejecutivas claves en nombre del movimiento; de manera abrumadora y decisiva, votaron ‘no’.”[3]

Este testimonio es consistente con otros que han circulado sobre estos comités, los cuales nos recuerdan la proliferación de organismos de democracia directa en la Argentina posterior a la crisis y levantamiento popular de diciembre del 2001. Incluso el conservador The Economist (5-11 de marzo, p.41) dice, sin mencionar explícitamente a los comités populares en Libia, pero refiriéndose a la organización de las «zonas liberadas», que:

“En las áreas controladas por rebeldes, el temido descenso al caos no se ha materializado. Pese a la escacez de policías, el crimen no ha aumentado. Las chicas estudiantes que salen a festividades no han sido acosadas. Por casi dos semanas, los dueños de restoranes han estado ofreciendo té y sandwiches gratis al público. Para demostrar su nuevo sentido de la fraternidad, empresarios colaboran barriendo las calles.”

Por supuesto, la democracia directa que se ha ganado en la calle, por sí sola, no es la panacea que mejorará mágicamente los problemas que afectan a los pueblos árabes. Ni el desempleo, ni la irritante desiguladad, ni el elevado precio de los alimentos han desaparecido. Los enfrentamientos entre cristianos y musulmanes en Egipto esta semana, nos demuestran que los sectarismos corrosivos no han sido del todo superados. Pero la democracia directa crea los espacios colectivos en los cuales las demandas populares se convierten en un torbellino arrollador, en un liderazgo colectivo que tiende a la igualdad y la socialización.

REVOLUCIÓN EN EL MUNDO ÁRABE: MÁS ALLÁ DEL FIN DE LAS DICTADURAS

Mientras los EEUU y sus títeres locales agitan el cuco de Al Qaeda para crear desconfianza desde los pueblos occidentales hacia sus hermanos árabes en rebelión, la rebelión en los países árabes alcanza una vitalidad insospechada, que ha ido mucho más allá de las demandas estrechas de recambio gubernamental. El periodista Michael Jansen, en el Irish Times (4 de marzo), nos entrega un rápido vistazo a los cambios profundos que se agitan bajo el gobierno de transición en la sociedad egipcia y cómo los vientos de cambio no dejan a nadie indiferente:

“Los estudiantes secundarios han formado un movimiento para llamar a la revisión del sistema educativo egipcio. Organizaciones de mujeres demandan igualdad de derechos y representación plena en el gobierno y la sociedad civil. Los periodistas exigen el fin de las restricciones a los medios y por la remoción de los directores y miembros ejecutivos que se alinearon con el gobierno bajo el régimen de Mubarak.

Académicos, predicadores y estudiantes en la arcaica Universidad de al-Azhar llaman a liberarla de 1.000 años de control gubernamental. Los revolucionarios enturbantados insisten en que el Sheikh al-Azhar, el rector de la universidad y uno de los principales juristas sunitas del mundo, así como otros directores, sean elegidos por temporadas en lugar de ser designados de por vida (…)

Profesores, oficinistas, académicos, abogados, jueces y trabajadores del sector público y privado están sacando a luz su rabia en contra de funcionarios, administradores ineptos y en contra de la increíble corrupción. Decenas de miles de obreros de las industrias textiles, del sector de comunicaciones, de usinas de hierro y acero, de hospitales, universidades, de la industria militar y del Canal de Suez se encuentran en huelga, primero para apoyar al movimiento pro democracia, después para pedir aumentos salariales y mejores condiciones laborales. Los obreros piden la disolución de la Federación Sindical Egipcia del gobierno. El miércoles, varios sindicatos establecieron una asociación independiente.”

La revolución árabe, como una Caja de Pandora, ha abierto todas estas demandas y estas querellas reprimidas por décadas, sino siglos. Las masas han creado un momento histórico único, una bisagra histórica que moldeará el porvenir. Y el pueblo es un actor extraordinariamente fuerte, aún cuando sea un actor joven y con poca experiencia. Los forjadores de la joven democracia directa árabe se están preparando para dar un salto cualitativo en su revolución, para convertirla a mediano plazo en una formidable revolución social.

Por eso es que tanto las clases dominantes locales y los agentes del antiguo régimen, junto a sus patrones imperiales, se han puesto como primera tarea la contención de la democracia directa mediante procesos de “transición”, de “institucionalización” de “reformas democráticas” que desnaturalicen el contenido participativo de estas rebeliones y las canalicen a una segura e inofensiva “democracia representativa”. Esa es la razón de ser de todos los gobiernos cívico-militares de transición, ser la cara amigable de la contrarrevolución.

LOS DESAFÍOS POR DELANTE: GANAR EN PROYECCIÓN Y PROFUNDIDAD

Los EEUU saben lo que está en juego en su patio trasero. El jefe del Estado Mayor Conjunto de los EEUU, Mike Marron, admite que ha habido cambios acelerados en la región y que están tratando, no solamente de seguirle el paso a los eventos, sino de influenciar las cosas en la dirección que ellos desean acorde a sus intereses particulares[4]. Serán auxiliados en este sentido por los gobiernos de “transición” y por los dictadores que, aún aferrándose al poder, ofrecen reformas cosméticas. Pero aún así tienen una ardua tarea por delante, pues no parece que las masas árabes tengan el menor aprecio ni la menor ilusión por el “American Way of Life”. Es más, el resentimiento contra los yanquis, pilar fundamental de las tiranías regionales, es un elemento crucial para entender la protesta en los países árabes. Décadas de complicidad con Israel y de colaboración con las aventuras imperiales de EEUU en la región, sin lugar a dudas, ayudaron a erosionar la escasa legitimidad de esos regímenes[5].

Por eso hemos hablado del contenido anti-imperialista innegable de todas estas movilizaciones, de lo que el mismo dictador yemení Alí Abdullah Saleh se percata. Recientemente, en un arranque de demagogia e hipocresía sin nombre, durante una conferencia en la capital San’a, decía que todas estas manifestaciones no eran más que una operación de Tel Aviv para desestabilizar al mundo árabe, que todo “estaba controlado por la Casa Blanca”[6]. Él lo dice porque sabe el hondo resentimiento hacia su aliado EEUU en la región y cínicamente trata de explotarlo –mientras que, con el gentil auspicio de la Casa Blanca, se echa al bolsillo US$300.000.000 anualmente por concepto de la “Guerra contra el Terrorismo”. Nadie en el mundo árabe se deja impresionar por esta torpe demagogia, aún cuando pareciera que fuera del mundo árabe tiene su efecto entre algunos sectores de la izquierda, particularmente ante los sucesos de Libia[7].

La revolución no ha terminado en los países árabes, ni siquiera en Túnez o en Egipto. Incluso podríamos decir que menos aún en aquellos últimos dos países. La revolución, este gigantesco despertar de los pueblos árabes, recién comienza, como lo demuestran las protestas que en las últimas semanas han forzado la renuncia de los primeros ministros de Túnez, Mohamed Ghannouchi (junto a cinco miembros de su gabinete), y de Egipto, Ahmed Shafiq. La protesta popular sigue presionando para extirpar todos los elementos del antiguo régimen y para desarticular sus aparatos de seguridad, junto con implementar mil y una demandas populares.

Como nos lo recuerda la experiencia argentina, estos períodos de crisis abierta son bastante fluídos, los recambios políticos son frecuentes, y si no se solidifica la alternativa popular, se solidifica la alternativa de los poderosos, que pueden siempre volver a reconquistar el terreno perdido. Lo que es insostenible, es la crisis política de largo aliento. Y ahí es donde debemos recordar las palabras de nuestro compañero sirio Mazen Kamalmaz, quien dijo que los “comités populares deben ser la base de una nueva vida, no una mera medida transitoria”.

Tales comités son la base de la nueva democracia, popular, directa, participativa, asamblearia, que hombres y mujeres construyen a diario en las revoluciones árabes.

Pero los desafíos no son menores: ¿Cómo proyectar estas experiencias en el tiempo para que no sean un episodio esporádico en la lucha, sino el germen de la nueva sociedad? ¿Cómo hacer madurar las propuestas desarticuladas y sectoriales en un proyecto social alternativo? El potencial para profundizar y radicalizar el movimiento, así como para proyectarlo más allá de la actual crisis, existe entre las masas árabes. Ellas desconfían de las reformas cosméticas de estos «gobiernos de transición» que saben son, en última instancia, diques de contención para las masas. Sólo el tiempo dirá cómo se resolverá(n) la(s) crisis, pero lo que sí está claro, es que sea como sea que se resuelva(n), nada será ya igual ni para los pueblos árabes ni para el resto del mundo.

12 de marzo, 2011

Por José Antonio Gutiérrez D.

NOTAS

[1] http://www.anarkismo.net/article/18678

[2] http://alainet.org/active/44376

[3] http://www.socialistproject.ca/bullet/467.php#continue

[4] http://english.peopledaily.com.cn/90001/90780/91343/730….html

[5] Las volteretas del dictador libio, que hasta hace poco era el mejor de los amigos de Occidente, un ejemplo a seguir según la ex secretaria de Estado yanqui Condolezza Rice, lo han hecho a los ojos de su pueblo poco más que un payaso pro norteamericano. Por otra parte, en los países en los cuales EEUU estaba, objetivamente, interesado en extender la protesta, como son Siria e Irán, las protestas han sido o muy débiles o inexistentes. Lo cual confirma que estamos hablando de dinámicas diferentes.

[6] The Economist, 5-11 de marzo, 2011, p.45

[7] Cito acá un muy buen artículo de Rolando Astarita que resume algunos de los debates en la izquierda latinoamericana al respecto. Aún cuando no esté de acuerdo con todo lo que en él se plantea, es un artículo profundamente agudo y, al menos en su espíritu, me parece acertado. “La izquierda y Libia” http://rolandoastarita.wordpress.com/2011/03/07/la-izqu…ibia/ y una réplica a sus críticos http://rolandoastarita.wordpress.com/2011/03/10/critico…ibia/

Fuente: www.anarkismo.net

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