La historia de Cuba postrevolucionaria ha escenificado diferentes etapas de expansión o constreñimiento del umbral crítico tolerado en dependencia del grado de incertidumbre del sistema.
Todo sistema político, aun los más autoritarios, conviven con un cierto grado de disenso crítico. También todos, incluso los más democráticos, tratan de banalizar esos disensos y reducirlos al plano simbólico/testimonial. Una de las cualidades que distingue a un tipo de sistema del otro es que en los regímenes autoritarios la tolerancia a los espacios críticos se comporta de manera inversamente proporcional al nivel de seguridad del sistema. En los regímenes democráticos esta relación es directamente proporcional.
La historia de Cuba postrevolucionaria ha escenificado diferentes etapas de expansión o constreñimiento del umbral crítico tolerado en dependencia del grado de incertidumbre del sistema. Entre 1975 y 1985 —la época de oro del régimen totalitario— el umbral fue severamente reducido, no solo por la represión y la recurrencia a la exportación del disenso mediante la emigración, sino también por las tremendas capacidades del régimen para administrar la movilidad social, ofrecer expectativas y anatematizar ideológicamente las diferencias. Ello le permitió usar toda una serie de tácticas diversionistas —distracciones informativas, manipulaciones emotivas, presentación de falsos problemas, irradiación de un sentimiento de autoculpabilidad— en medio de un estricto control de la información y sin escrutinio público permitido.
Esto comenzó a variar desde los 90, cuando la terrible crisis —eufemísticamente llamada “periodo especial”— derrumbó los paradigmas y retrajo la propia acción estatal, tanto por falta de recursos como por el anonadamiento que la crisis causó en una clase política que se creía destinada —para siempre— a marchar por la vida de la mano de las sagradas leyes de la historia y de los profanos subsidios soviéticos. Pero a pesar de que el Estado cubano pudo movilizar diversos recursos político/ideológicos a su favor, y sobrevivir, se vio obligado a tolerar espacios críticos nunca antes conocidos. Fue entonces cuando la sociedad cubana vivió una efímera y pálida primavera.
Aunque nunca admitió a la oposición organizada, los dirigentes cubanos se vieron obligados a convivir con un nivel inusitado de la crítica desde la producción artística y académica; y lo que pudiera ser aún más significativo, con la emergencia de organizaciones no gubernamentales y asociaciones comunitarias que pretendieron gestionar lo social con métodos y por vías diferentes y autónomos respecto al Estado. Hechos como la Fundación Félix Varela, Magín, Habitat Cuba, Centro de Estudios sobre América (CEA), los movimientos comunitarios en los barrios deprimidos de La Habana y otras ciudades, el teatro y el cine contestatario (Marketing, el Mar de los Sargazos, Guantanamera, etc.) fueron partes de un complejo proceso en que muchos creímos en —y apostamos por— una regeneración socialista y democrática del sistema.
Sin embargo, la pálida primavera de 1990-1996 no fue una apertura deliberada sino una tolerancia por omisión de políticas. Apenas la clase política sintió que la economía comenzaba a recuperarse y ella misma superaba su estupefacción ante el estropicio que había creado, estos espacios fueron reprimidos uno a uno, en unos casos destruyéndolos, en otros domesticándolos, y en otros haciéndolos invisibles. A partir de 1997 quedaba muy poco de aquello, al mismo tiempo que se inauguraba el período más mediocre y deslustrado de toda la historia nacional desde 1959.
Hipotéticamente diría que a partir de 2005 se abre un nuevo período. Primero fue aquel pronunciamiento de Fidel Castro sobre la corrupción, una breve mención en medio de un largo e inconexo discurso en que habló de muchas cosas imaginables, incluidos sus dos logros supuestos del momento: la revolución energética y el chocolatín. Pero en los regímenes autoritarios los estornudos de los jefes mandan a la gente a la cama. Y aquí fue como un toque de clarín que puso a todo el mundo intelectual —recordando el título de un libro del momento— “al borde de todo”.
Luego el retiro de Fidel Castro, y el ascenso de su hermano y de la fracción tecnocrática/militar, abrió inevitablemente un nuevo espacio de incertidumbre marcado por el relevo parcial del liderazgo y el intento de recomposición económica ante el deterioro imparable de la economía a pesar de los fuertes subsidios chavistas. Y aunque el general/presidente ha sido muy claro en cuanto a que el cambio solo se refiere a la economía y los blancos permitidos solo son la burocracia y el paternalismo —no más— es también muy claro que cuando se abre una puerta congestionada es muy difícil garantizar que solo entren los convidados.
Y es lo que está pasando ahora, cuando cada día el sistema sufre un susto político, hoy con un artículo impertinente de un viejo militante y mañana con el de un joven que no es militante de nada ni aspira a serlo. Y es que el sistema experimenta continuos desgajamientos debido a sus insuficiencias para cooptar e integrar. Para lograr convencer a la población con los mismos estribillos que hablan de una revolución y un socialismo que los mismos dirigentes se han ocupado de redefinir periódicamente en función de las políticas en curso y de sus propios arrebatos megalomaniacos, hasta hacerlos irreconocibles.
De alguna manera fue esto lo que sucedió hace dos décadas. Pero hay diferencias muy marcadas. Y la primera tiene que ver con la ubicación generacional de estas personas, jóvenes regularmente nacidos después del I Congreso del PCC, socializados muchos de ellos en las penurias y el cinismo del Período Especial. Encontraron la mesa (mal) servida, y nadie les preguntó qué querían comer, ni cómo hacerlo. Probablemente por ello, y porque los jóvenes se parecen más a sus épocas que a sus padres, este nuevo disenso crítico posee una agenda, sin menoscabo de otras definiciones ideológicas, presentista e inmanentista. Es una agenda que habla de una generación profundamente aburrida que intenta controlar su vida cotidiana y sencillamente ser feliz sin tener que esperar otro milenio. No es fundamentalmente una posición frente a un régimen político, aunque eventualmente lo implique. Es, sobre todo, una nueva visión cultural.
Otra característica de este umbral crítico es su débil institucionalidad. Sea en el campo de la oposición o de la crítica dentro del sistema, lo que encontramos aquí es más movimiento que organización. A lo sumo espacios mínimos de coordinación para amplificar resultados o prevenir riesgos externos. Pero nada parecido a organizaciones como en algún momento fueron el CEA, Habitat Cuba o la Fundación Félix Varela. Y cuyas beligerancias no pudieron sobrevivir a sus propias existencias institucionales.
Por todo esto, creo que los dirigentes cubanos van a tener muchos problemas si en algún momento piensan volver a cerrar los espacios, como hicieron en 1996. No dudo que vuelvan a intentarlo, pues no conciben otra manera de pensar su relación con la sociedad que el encuadramiento subordinado de todos y cada uno de sus actores y espacios. Tampoco dudo que puedan volver a obtener una de sus miserables victorias sobre una sociedad fragmentada y aplastada.
Pero no solo será una victoria moralmente despreciable, sino angustiosamente temporal. El escenario nacional es muy diferente. No es cierto que la sociedad cubana esté cansada de la política —como advierten algunos tecnócratas— sino solamente fatigada de una forma específica de la política. Y los tiempos, además, traen otras señales, de una juventud que desde Madrid hasta Santiago de Chile está intentando cambiar muchas cosas. Estoy seguro que también en esto Cuba dejará de ser excepción.
Por Haroldo Dilla Alfonso
Santo Domingo | 09/08/2011
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