El momento para dejar atrás la democracia de fachada

"En términos generales, las actuales democracias solo ofrecerían una ilusión de soberanía mediante la elección periódica de representantes, debido a que las decisiones políticas relevantes se adoptan en espacios lejanos a la deliberación popular e institucional".

El momento para dejar atrás la democracia de fachada

Autor: El Ciudadano

Por Eduardo Alvarado Espina

Hace poco más de treinta años en las sociedades capitalistas se declaró con gran júbilo el triunfo del binomio democracia liberal más economía de mercado. Es lo que se conoció como el fin de la historia que anunció Fukuyama de forma apresurada. En la década de los noventa, en plena expansión ideológica de la economía neoliberal, esta aseveración comenzó a difundirse en todos los foros del poder empresarial, organismos internacionales multilaterales (OCDE, OMC, OEA), medios de comunicación de masas y centros educativos. No habría más debate ideológico, ya solo quedaba ver quien administraba mejor esta nueva verdad del fin de los tiempos. 

En Chile, este relato se convirtió en un mantra desde la recuperación de los procesos democráticos en 1990. Los partidos de la ex Concertación asumieron con prontitud las premisas de la élite neoliberal nacional, proclamando la irreversibilidad de los procesos de privatización y mercantilización de la vida. En ello, la retórica del voto como “fiesta de la democracia” fue útil para dar legitimidad a sus decisiones políticas, las cuales condujeron a una precarización de la vida de millones. Un ritual que, sin embargo, cada cuatro años disminuía su número de participantes. Así, la democracia se redujo desde un ideal emancipador a un mero procedimiento para elegir personas.

Esta falsa conjunción entre mercado y democracia es lo que define el ideario de neoliberales y progresistas. Una conjunción que ha convertido a la democracia en un sistema político banal y vaciado de contenido; en una fachada totalmente funcional a la Constitución de la dictadura. Esta idea encuentra su sustento cuando se constata el declive de la democracia en las sociedades capitalistas en las últimas décadas.   

Democracia y capitalismo

Como gobierno del pueblo, la democracia contiene varios elementos que le dan significado. En primer lugar, su ideario de libertad e igualdad. Esto no solo implica la libertad de los individuos para su realización personal y el imperio igualitario de la ley, sino que también la idea de que este sistema garantiza el ejercicio de todos los derechos en igualdad de condiciones, esto es, sin ningún tipo de exclusión ni discriminación. Segundo, es un modelo de gobierno que afianza su legitimidad en la voluntad popular, que es el continente de las mayorías sociales y políticas. Tercero, es un régimen político que se funda en los principios de soberanía popular, pluralismo e igualdad política. Estos tres principios son los que dan el carácter inclusivo a la democracia. Por último, y no menos importante, es un sistema político al que se le atribuye un rol de justicia social. Por tanto, tiene un objetivo emancipador de la ciudadanía frente a las relaciones de desigualdad que imponen las diferencias de clase.

Desde la teoría política, diversos trabajos coinciden en que el declive de la democracia es evidente, pues esta se vació de contenido y sentido en un mundo en el que priman los intereses de poderosas corporaciones transnacionales por sobre la soberanía de los pueblos (véanse Offe, 1990; Crunch, 2004; Jörke, 2008; Wolin, 2010; Mouffe, 2012; Alvarado Espina, 2018)[i]. En términos generales, las actuales democracias solo ofrecerían una ilusión de soberanía mediante la elección periódica de representantes, debido a que las decisiones políticas relevantes se adoptan en espacios lejanos a la deliberación popular e institucional. En el mundo del mercado, la democracia es solo una apariencia fantasmagórica que desaparece apenas termina el recuento votos en cada elección de cargos políticos.

Así, el declive de la democracia se explicaría por el desencaje entre las expectativas que genera un régimen político que descansa en un ideario de mayor igualdad y una estructura económica que se funda en la desigualdad. Dicho desencaje ha conducido a que la función política se convierta en una actividad servil al mercado, dejando a la democracia reducida a un mero ritual electoral. Y esta es la explicación de la gran paradoja de nuestra época, la cual estriba en que mientras se imponía un dogma económico que legitima la transferencia de ingresos desde los más pobres a los más ricos, negando los antagonismos vitales que provoca la desigualdad, los países decían volverse más democráticos. Incluso, se llegó a proponer que las sociedades del capitalismo postindustrial eran terreno fértil para el surgimiento de la democracia en cualquier país que lo adoptara (Lijphart, 1991; Huntington, 1991; Schumpeter, 2008)[ii]

La invisibilización de las contradicciones sociales en el debate político, la supremacía de los intereses corporativos y una soberanía popular ilusoria, hacen incompatibles los códigos genéticos de la democracia y el capitalismo. Es como intentar cruzar un delfín con una serpiente. Y Chile es un claro ejemplo de ello.  

Democracia de fachada y Nueva Constitución

Cuando un régimen político solo cumple con los requisitos formales o procedimientos institucionales de la representación política, entonces se puede hablar de una democracia de fachada. Por lo general, estos requisitos son las elecciones periódicas (participación), presencia de dos o más partidos políticos (competencia) y la existencia de una oposición política como alternativa al gobierno de turno (alternancia). Es la vieja propuesta de democracia elitista de Schumpeter (2008)[iii], que no es otra cosa que un arreglo institucional para que un acotado grupo individuos (élites) compita por el voto de la población. Esta concepción elitista y liberal de la democracia, desdeña de la participación popular y desconoce los antagonismos de clase. Y por lo mismo, no da mayor importancia a la inclusión política de todos los grupos que componen una sociedad (Dunn, 2005)[iv].        

El estallido social mostró que la mirada elitista de la democracia resulta inadmisible en sociedades más educadas e informadas que no aceptan la desigualdad. Dio cuenta de una total fractura entre sistema político y ciudadanía. Más aún cuando se evidenció que no existían mecanismos institucionales que permitieran canalizar políticamente el conflicto social. Los acotados acuerdos de gobernanza entre las élites políticas de la transición ya no sirvieron para apaciguar el malestar, quedando al desnudo un sistema político carente de pluralismo, cuyas decisiones carecían de legitimidad popular. Se visualizó en toda su magnitud una precaria fachada democrática.     

Esta democracia de fachada podría llegar a su punto cúlmine una vez se constituya la Convención Constitucional. Dependiendo de la composición de este órgano, se puede producir un retroceso o un avance democrático. En la práctica, una Convención cooptada por miembros que defienden la Constitución de la dictadura retrotraerá el proceso histórico hasta tal punto, que ni siquiera habrá democracia de fachada. En cambio, una gran mayoría de convencionales que impulsen el cambio total mediante una nueva Constitución haría posible que las demandas de igualdad y participación política efectiva se conviertan en norma para la consecución del bienestar integral de la sociedad.

Asimismo, para que los diferentes derechos estén asegurados, no basta con que estén declarados en una Constitución, también hay que instalar un régimen democrático que los haga exigibles. En este sentido, es necesaria la intervención directa de la ciudadanía en la toma de decisiones, a través de instituciones de democracia directa, como iniciativa popular de ley, referéndum, revocatorias de mandatos, plebiscitos y otras. Por cierto, esta es una de las propuestas centrales del programa constitucional que representan las candidaturas de la lista de los Movimientos Sociales: Unidad de Independientes en el Distrito 10.    

Tenemos la oportunidad de terminar con el elitismo político y gobiernos sin demos. Para ello, hay que recuperar la política para el pueblo dejando atrás la democracia de fachada de los últimos treinta años.

Eduardo Alvarado Espina, analista político e internacional, Doctor en Ciencias Políticas e integrante de Territorio Constituyente


[i] Para una mayor profundización véanse: C. Offe, 1990, Las contradicciones en el Estado de Bienestar, Madrid: Alianza Editorial; C. Crouch, 2004, La Postdemocracia, Madrid: Taurus; D. Jörke, 2008, La Postdemocracia en Europa y América Latina, Revista de Sociología N° 22, pp. 141-146; S. Wolin, 2010, Democracy Incorporated: Managed Democracy and the Specter of Inverted Totalitarianism, Princeton: Press Princeton; Ch. Mouffe, 2012, La paradoja democrática, Barcelona: Gedisa; Alvarado Espina, 2018, Una aproximación crítico-contextual al declive de la democracia en la era neoliberal, Revista Española de Ciencia Política, N° 47, pp. 69-91.

[ii] Es lo que se desprende de las siguientes obras: A. Lijphart, 1991, Las democracias contemporáneas, Barcelona: Ariel Ediciones; S. Huntington, 1991, The Third Wave. Democratization in the Late Twentieth Century, Norman: University Oklahoma Press; J. Schumpeter, 2008, Capitalism, Socialism and Democracy, New York: Harper Perennial Modern.

[iii] Véase J. Schumpeter, 2008, Capitalism, Socialism and Democracy, New York: Harper Perennial Modern.

[iv] Véase J. Dunn, 2005, Setting the People Free. The Story of Democracy, Londres: Atlantic Books.


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