A diferencia de la izquierda, donde siempre ha sido necesario enfrentarse en la calle no sólo a los pacos verdes sino a los de rojo y otras variedades de legalistas y pacifistas, la derecha nunca le ha hecho asco a dejar la cagada con cuática en las calles cuando se sienten amenazados en sus intereses de clase. Piedras, fuego, sacadas de cresta, grupos de choque, etc., de todo han usado en esos tiempos excepcionales en que no les basta con el aparato represivo normal de la policía y pasan a ejercer directamente la acción violenta en las grandes alamedas, tal como demuestra este conmovedor relato de Andrés Allamand, en sus años mozos de lucha anti-upelienta, recogido en su libro «No Virar Izquierda» de 1974.
Si nos fijamos en el Código Penal vigente, tenemos acá -además de los desórdenes- delitos de lesiones, amenazas, incendio y robo por sorpresa: ¡quien iba a imaginar que el Allamand se iba a convertir años después en un feroz paladín anti-delincuencia!
“La defensa del Liceo se basaba en lo que pudieran realizar los miembros del grupo escogido. Eran exactamente doce. Cuatro de ellos armados. Eran los patos malos del liceo. Inefables camorreros. En caso de producirse un intento de retoma, ellos se ubicarían en parejas, en los lugares claves para la defensa del edificio. En cada uno de los lugares preestablecidos había un cajón lleno de bombas molotov, preparadas por los químicos del grupo. Eran botellas vineras, las que mejor se quiebran, con bencina, azúcar y aserrín para mantener las llamas”
“Al llegar a los edificios de Carlos Antúnez había otra barricada armándose. Gerardo saludó a los que la estaban levantando. El Tata apodaban al que mandaba. La barricada era bien mala y estaba medio apagada.
¡Chis…! Harto penca la barricada que tenís -le sacó pica Gerardo-. Te estái poniendo viejo y aburguesado.
Que querís, si no hay na que quemar -se defendió el Tata.
Ya, sácate las balas con ésa, no más. Lo que pasa es que soi pura jeta y no pasa na contigo.
El Tata se rió. No le quedaba otra, por lo demás. Bruscamente aparecieron unos lolos corriendo. Eran tres. Por la pinta se notaba que debían haber estado toda la tarde en las barricadas y en las mochas con la policía. El mayor tendría a lo más unos diciséis (sic) años.
Tata -le dijeron anhelantes-, viene un trole en la otra cuadra, ¿lo podemos hacer recagar? Déjanos echarnos uno que sea -pidieron.
Al Tata se le iluminó la cara.
¿Qué esperan, entonces? -Vamos mierda! ¡Carrera maaar!
Los lolos se taparon la cara con unos pañuelos que en un pasado remoto debían haber sido blancos. Más para que no les vieran las caras de mocosos que por susto a que los fueran a reconocer. Partieron embalados. En la carrera se les unieron unos cuantos más. El Tata se fue detrás, siguiéndolos como en león que supervigila con mirada atenta las primeras correrías de sus cachorros. Sin apurarse, caminando lentamente, por el medio de la calle. Los lolos parecían monos escapados de algún zoológico. Lo primero que hicieron fue colgársele de los cables al trole en marcha. Desconectado, el trole se detuvo. Luego no dimos crédito a lo que nuestros ojos presenciaron. La gente del trole, que iba a medio llenar, se movió inquieta en los asientos, tratando de percatarse de lo que pasaba. Los lolos, sin dar tiempo al chofer ni de que se parara de su asiento, se subieron al vehículo, palo en mano.
¡Ya, huevón, te fuiste, partiste! -le gritaron, amenazándolo con los garrotes en alto. El chofer puso cara de espanto. Los pasajeros, paralizados, no atinaban a nada que no fuera no moverse. Realmente, la audacia de los lolos era abismante. Demostraban una decisión y una fiereza asombrosas.
¿Que no entendís castellano? ¡Andate, te dicen! -le gritaron mientras lo zamarreaban.
El chofer puso cara de resignación.
Ya me voy, ya me voy -dijo temerosamente-. Además, yo dije que esto iba a pasar, yo dije que iba a pasar, yo dije…
¡Apúrate, mierda! Chao, pescao, chao, pescao -y nuevo empujón.
El chofer agarró su maletín, metió adentro la plata y los boletos y se mandó cambiar. No paraba de repetir que él lo había advertido. Una vez que el chofer su hubo bajado, los lolos se dirigieron a la gente, que seguía inmóvil.
¡Abajo, abajo, vamos bajando! Si no, quemamos el trole con ustedes adentro -advirtieron.
Un viejo de anteojos trató de resistirse. Se paró y avanzó hacia los lolos con claras intenciones de agredirlos. Sin inmutarse, el más chico lo hizo comerse un tremendo palo en la cabeza, que de pasada le quebró los anteojos. Antes que se repusiera, de dos patadas lo dejaron sentado en la calle. El viejo, cuando abrió los ojos, se encontró medio mareado y rodeado de miradas amenazadoras. Los de afuera, al ver que había problemas, procedieron a quebrar los pocos vidrios que quedaban intactos. Fue suficiente. los pasajeros empezaron a bajar, empujándose, atropellándose unos con otros. El viejo de los anteojos imploraba, lloroso, que lo dejaran subir a buscar su portafolio. La primera parte de la misión estaba cumplida. Acto seguido, uno de los lolos se sentó al volante y los otros empujaron entre gritos y felicitaciones. Las ventanas de los departamentos se veían negras con las cabezas de sus ocupantes que se asomaban para mirar la escena. Lo mismo pasaba con la gente que andaba por la calle. Se paraban y quedaban sorprendidos, mirando el inesperado y singular espectáculo. Lo cruzaron en medio de la calle y trataron de quemarlo. No prendía. ¡Los troles no usan bencina, que es la que se inflama! (…)
El Tata desesperadamente buscaba como solucionar el ’impasse’. Se fijó entonces en una vieja parada en la vereda del frente, que observaba detenidamente el proyecto de incendio. Tenía a su lado un bidón azul. El Tata corrió hacia ella.
¿Donde pudo comprar parafina, señora? -le preguntó con cara de sumo interés. Cualquiera hubiera dicho que llevaba toda la tarde tratando de comprar unos pocos litros.
En la bomba de bencina de la otra cuadra, jovencito -contestó, sin quitarle la vista de encima al trole-. les llegó en la mañana. Si se apura, le toca. Era lo que el Tata quería que le respondieran.
Muchas gracias, señora. La vieja lo miró por primera vez. Ya se había ido. Tampoco estaba ya el bidón.
¡Al ladrón! ¡Al ladrón! -gritaba-. ¡Me robaron la parafina! El Tata, sin detenerse, le sacó la tapa al bidón. Llegó hasta el trole y le vació el contenido equitativamente entre las distintas ruedas. Un segundo más tarde, el trole ardía por los cuatro costados.
Nuevamente, muchas gracias, señora. La Patria se lo agradecerá -le dijo mientras le devolvía el bidón sin una gota del en esos días, apatecido combustible.
¡Desconsiderado! ¡Abusador! ¡Desgraciado!
El espectáculo impresionaba. El aire se llenó de olor a caucho quemado. El trole ardía y los lolos corrían a su alrededor. Parecían indios bailando la danza de la guerra frente a la hoguera de su campamento. El Tata se acercó a donde estábamos nosotros. No cabía en sí de gozo.
Echate una tallita por la barricada -le dijo a Gerardo muerto de risa y con cara de cabro chico después de haberle hecho una maldad. Gerardó no contestó. Apenas esbozó una sonrisa. Los tiras se dejaron caer cual buitres al avisar carroña.
Nos estaríamos virando -dije. Así fue. Nos despedimos y nos fuimos rápidamente cada uno para su casa. En la calle, el trole, ya mezcla de fierros retorcidos, seguía ardiendo”.
(Andrés Allamand, No virar izquierda, Santiago, Edimpres, 1974)
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