Esperando el milagro

Cientos de miles de creyentes, en caravanas, visitaron, este fin de semana, la ciudad bonaerense de Luján. Llegaron a la Capital de la Fe en el marco de la Peregrinación de la Juventud anual. «Quien deposita energía vital en caminar decenas de kilómetros en vistas a recibir un milagro, desaprovecha fuerza que se podría invertir en acciones concretas destinadas a revertir la injusticia social actual», dijo el autor.

Esperando el milagro

Autor: Lucio V. Pinedo

Después de 65 minutos de espera en la Terminal de Ómnibus de Luján, me subo al 57, a las 17.45, rumbo a Once, CABA. El colectivo va repleto, y la verdad, sé que, dentro de todo, tengo buena suerte. Los demás servicios funcionan con varias horas de demora, y ni qué hablar de las condiciones en las que viaja la gente.

Es domingo de Peregrinación de la Juventud. El lema de este año es «Gracias Madre por estar siempre, ayúdanos a cuidar nuestra patria». Esta vuelta, otro lema involucrado es el propuesto por Macri, líder del PRO, «Hagamos lío, cambiemos», que nuclea a los chicos de amarillo que vienen a pedirle a la Virgen que gane su partido político, en las próximas elecciones presidenciales.

De los que viajamos en este colectivo, tal vez yo sea el único que no peregrinó. El resto lo conforma peregrinos que, después de haber llegado a la Basílica de Luján (casa de la Patrona Nacional), vuelven a sus hogares.

El panorama que percibo es singular. Lo primero que sobresale es el silencio que reina (sueñan todos) y el olor intenso y agrio del sudor. Algunos llevan palos entre las piernas (bastones improvisados), que los conservan como reliquias. También se pueden ver, acá y allá, frasquitos blancos (y hasta bidones), con tapas azules y una imagen de la Virgen: agua de canilla que se compra en los alrededores del templo, acaso verdaderamente bendita, cuando menos, costosa. Y si me fijo en los rostros, veo muecas de dolor y de satisfacción. Casi todos van en parejas y uno reposa la cabeza en el hombro del otro.

Reconozco rasgos y posturas singulares en los viajantes. Pero no puedo evitar, a pesar de esas particularidades, notar que todos tienen la misma expresión de cansancio. Están como blindados, y pienso en retratos de ciegos. Será el rictus post éxtasis, supongo.

Hacia las 19, aparecen algunas caras con expresión meditativa, que miran a través de las ventanillas. Me pregunto si donde yo veo el aburrido paisaje conurbano, ellos ven lo mismo.

Cuando es tiempo de peregrinaciones a la Capital de la Fe (así se nombra a Luján a nivel nacional), muchos lujanenses hacen las compras el jueves, guardan los autos y se atrincheran en sus casas. Sea como fuera, hay ciertas calles que quedan anegadas y algunos barrios permanecen incomunicados por el flujo permanente de peregrinos.

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Hace cuatro años, habíamos salido a bailar con una amiga. A la madrugada, decidimos pasar por la Basílica. Para entonces, estábamos un poco borrachos. Fácil fue mimetizarse. Nosotros estábamos fuera de sí por el alcohol y alguna que otra sustancia. Nobleza obliga, éramos dos adolescentes tardíos, niños burgueses e intelectuales buscando divertirse. Paula, mi amiga, y yo nos mezclamos e hicimos el último trecho de peregrinaje (primero y único para nosotros, por supuesto).

Lo que vimos parecía ciencia ficción. Había personas arrodilladas, otras caían desmayadas, muchísimas lloraban y cantaban, otras gateaban. La mayoría caminaba como los maratonistas, que lo hacen como si estuvieran descaderados y pisaran cáscaras de huevo. Además, personas enfermas, y hasta algún lisiado esperando el milagro.

Se sentía un vapor de misticismo y de transpiración. Y estaban los que llegaban solos o en pareja, y los que llegaban en contingentes. Estos, por lo general, portaban estandartes e imágenes de la Virgen. Y entonaban canciones de misa. Mientras tanto, líderes arengaban con megáfono. También había puestos sanitarios de la Cruz Roja, Bomberos Voluntarios y jóvenes parroquianos, boyscauts y chicos bien de Acción Católica, que entregaban agua y asistían a los desfallecidos.

Estas cuadras eran el pasaje por el Leteo, la primera prueba en el Camino del Héroe, una vía purgativa. Y, honestamente, uno sentía empatía por el que tenía al lado. Éramos un pueblo unido por la culpa (¿cuál?). Daban ganas de cargar alguna cruz, un cilicio, un Vía Crucis Express. La otra imagen que venía a cuento, obviamente, era la del homo viator, el romero medieval. Había algo pintoresco.

Cuando entramos a la Basílica, ya nos encontramos de lleno en el Inframundo, auténtica catábasis. Lo que afuera podía ser pintoresco, acá eran pinceladas grotescas, con colores sumamente saturados. Paradójicamente, más que de estampita de primera comunión, había algo, mutatis mutandis, de las ilustraciones pavorosas del Infierno Dantesco de William Blake.

Se caminaba pasito a paso. Debías tocar al de adelante y dejarte tocar por el de atrás. El avance era de a milímetros. Mientras tanto, desde los púlpitos forrados con nylon negro, los curas lanzaban chorros de agua bendita. En lo alto de las alturas, reverberaba un murmullo incomprensible del cura que hablaba en ese momento, por altoparlantes (la acústica de la Basílica es pésima, y las ondas sonoras rebotan ad infinitum). Y abajo, a la altura pedestre, se escuchaba el run run de los peregrinos. Todavía más abajo, en el suelo, había pilas de hombres, caídos en el campo de batalla, se diría, o de refugiados de guerra. Se amontonaban en las capillas laterales y en el ábside, pero, en realidad, estaban en todos lados, y era preciso esquivarlos, para no pisarlos. Yo, por suerte, la tenía a Paula, que hacía de mi Sibila o mi Virgilio personal.

Cuando el grado de misticismo que íbamos adquiriendo era serio, afloramos a la superficie. Nos fuimos a comer una hamburguesa, sin hablar. Y después nos fuimos a dormir. Al día siguiente, continuamos impresionados.

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Lo significativo de esta experiencia pseudo colectiva es que el peregrino promedio es alguien de clase media-baja y baja, es decir, quien sufre las desventajas socioeconómicas. (La gente de clase alta no peregrina, y si lo hace, lo hace después de prepararse durante meses, con un personal trainer y con equipos de miles de pesos, y pasan en una nube de polvo cual correcaminos, por las banquinas, a los peregrinos low class, que avanzan indiferentes en una zombie walk, como si se tratara de una competición entre un carro de cartonero y una ferrari). El punto es que el rito es paralizante en términos de progreso. Quien deposita energía vital en caminar decenas de kilómetros en vistas a recibir un milagro, desaprovecha fuerza que se podría invertir en acciones concretas destinadas a revertir la injusticia social actual.

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Lentamente, mis compañeros de viaje van recuperando la conciencia. Se despiertan joviales. Antes de que el colectivo agarre Av. Rivadavia, nos detenemos frente al edificio del CONICET. Cuando bajamos, se arman pequeños grupos que dudan sobre qué dirección tomar (son, se cae de maduro, porteños transitorios, que todavía no se orientan muy bien en la ciudad que los alberga desde hace poco). Y nos desperdigamos entre las prostitutas, los cartoneros, los vendedores ambulantes y el olor a orín y chipa de Plaza Miserere. Quedan 365 para que suceda el milagro.

Matías Lemo

(colaboración / texto recibido el 5 de octubre de 2015).


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